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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Erótico, Intriga

Silencio de Blanca (14 page)

La tarde concluyó con rapidez. No nos hemos besado, no hubo despedidas. Quizás sí: ella volvió a mirarme en algún momento, los ojos brillantes por algo, una idea o una lágrima.

—Nuestro pacto sigue en pie —dijo—. Dos desconocidos.

Pero no nos hemos besado.

Un beso siempre extingue algo.

Y además, pienso en el espejo negro y curvo que te refleja cuando te acercas demasiado...

La tarjeta con la flor apareció esta mañana en mi buzón, tan sencilla que me asombra pensar en todo lo que significa.

(En la partitura: regreso al tema; acordes en legatissimo que dejan paso a la segunda parte.)

Ayer sábado lo pensé mientras me vestía: ¿qué separa realmente a dos seres? La añoranza, el sueño de un encuentro próximo, premonitorio.

Mis nervios parecían sinceros: iba a verla, por fin, tras una espera infinita. Un encuentro es la única forma de unión: todo lo demás, aun la convivencia, nos separa. Eso he pensado mientras me vestía —camisa, corbata, traje oscuro— y miraba la hora y mi ansiedad aumentaba casi sin objeto, químicamente.

He salido con tiempo. Adquirí el ramo de rosas tiernas en una floristería conocida y cogí un taxi para ir al aeropuerto. ¿Qué otra cosa puede mantener la ansiedad del encuentro cercano? ¿Qué lugar mejor, qué atmósfera más propicia que el anonimato de los transportes públicos y de las grandes salas repletas de ecos y de rostros confusos para recibir todo el impacto de un regreso deseado? ¡Saber que ella me esperará! Era tan excitante que apenas podía pensarlo sin estremecerme de placer.

Repaso con los dedos los pétalos de las rosas y sus tallos peligrosos, interrumpo el silencio constantemente con el roce del plástico que las envuelve, consulto el reloj: su avión —invisible, imposible— llegaría a las cinco en punto. Ya casi eran las cinco: cinco minutos para las cinco. Cierro los ojos sobre la luna del reloj y pienso en ella.

Saber que hay alguien que me conoce y que sonreirá al verme entre un millón de miradas frías. Pensar: estará allí, y casi verla ya, encontrarla ya, mientras viajo hacia ella lleno de deseo.

—A Llegadas Internacionales —dije—. Y todo lo rápido que pueda, por favor: su avión llega dentro de cinco minutos.

El hombre sonrió hacia el retrovisor: vio el ramo de rosas y percibió mis nervios.

—Pero no se marchará sin usted, hombre —dijo, divertido.

Contemplé el retrovisor, donde sus ojos me guiñaban.

—No —tragué saliva de puro placer—. No se marchará. Estará allí.

Baste con decir que en Barajas se hallaba la gente correcta, los rostros sincronizados con el desprecio justo, la ansiedad que despierta el tráfico inmenso de caras desconocidas, de abrazos que no nos pertenecen, de miradas confusas que nos traspasan, que no nos ven.

Debo decir: ella estaba... Pero no, porque se obró el delicioso milagro de contemplarla sin saber que era ella: y, consciente de mi error, siguió inmóvil, sin hacer ningún gesto de saludo. Sin embargo, allí estaba, reflejada dos veces frente a los amplios cristales de las puertas de salida, solitaria. Qué decir entonces de su primera imagen consciente dentro de mí: unir la ansiedad de no verla al principio y el instante preciso de hallarla.

Ella, allí, esperándome.

Vestía una chaqueta rosada, del rosa llamativo de ciertos pájaros exóticos, con hombreras rectas y solapas y botones blancos; la falda se ceñía hasta un poco por encima de las rodillas; la silueta delgada de las piernas estaba cubierta por medias de un color crema tan suave que parecía blanco, pero sin la ofensa de la blancura. Sujetaba un pequeño bolso de mano y llevaba un sombrero de alas amplias que se inclinaba sobre su cabeza, rematado por una cinta rosada y una flor de artificio; bajo él, la mata de cabellos blancos bien peinada y recogida atrás. Traía el rostro velado a medias por sus gafas de sol. Sus labios se abrían en una sonrisa inmóvil.

La sonrisa del encuentro.

Viajeros que pasaban junto a ella la miraban con curiosidad: era una mujer elegante.

Y me esperaba. De entre toda la marea anónima de seres que no importan, ella, allí, elegante y sonriente, estaba dedicada a mi presencia.

Imaginamos frases de saludo que no hemos pronunciado (porque nuestro ritual exige silencio), pero el abrazo tuvo el mismo valor: el gesto, casi siempre torpe, que se recuerda toda la vida, la improvisación desmañada del cariño. Su sombrero se ladeó un poco mientras la estrechaba contra mí, su perfume me invadió como un recuerdo, sentí sus manos apretarse contra mi cuerpo. Llorábamos sin fingir, como si en verdad hubiera transcurrido un tiempo abrumador hasta ese momento. La besé sobre sus lágrimas y la vi sonreír débilmente.

El ritual no es una mentira sino la repetición de una costumbre creada en el silencio. Puedes escuchar esa misma música una y otra vez: cuanto más lo hagas, más te gustará. El verdadero problema es que nuestros placeres se resumen siempre en uno solo, unánime. Y vivimos y morimos creyendo que sólo existe un paraíso.

Creyendo que, ya que hay una sola muerte, la vida no tiene por qué ser múltiple.

Pero hay muchas clases de placer en el mismo placer y muchas clases de vida en la misma vida: lo pienso mientras caminamos abrazados hacia la salida, el ramo de rosas entre sus manos —manos enguantadas en blanco con guantes que se cierran con un broche en las muñecas—. ¿Cuántas veces hemos repetido este juego extraño? No lo recuerdo. Pero cada una —ésta ahora mismo— me parece única. Imaginamos frases pero también gestos; gestos y deseos. Nos acomodamos en el asiento posterior de un taxi invadidos de felicidad, con esa alegría que pronto se contagia, que se reproduce en otros o provoca la envidia, repleta de risas casuales. Menciono el nombre de un motel de carretera cercano a Barajas y le explico al conductor cómo llegar; quizás éste se intriga un poco, porque nos contempla —siempre desde el rectángulo del espejo transformado en un par de ojos— sólo por un instante pero con una fijeza insoslayable. Sin embargo, es lo mismo, porque un aura de libertad y de goce nos aísla: durante el trayecto nos envolvemos en abrazos.

Blanca se desnuda el rostro, aunque cierra los ojos: una de sus manos cubierta de seda sostiene todavía los cristales negros de las gafas mientras su brazo rodea mi cuello tras el respaldo del asiento; la otra me atrae por la nuca con lenta dulzura. La beso en la superficie de los labios y me empapa de rosa y de sabor a perfume. Enseñamos las lenguas y nos tocamos con ellas, los alientos se unen en una calidez central, mutua, que crea como una tercera boca que respirara. Ella recuesta su cabeza en mi hombro; el sombrero, desprendido, forma un círculo rosado tras ella, sus alas retiemblan con la brisa de la ventanilla.

Blanca ha cruzado las piernas, ofreciéndome la suave curva de malla de su muslo derecho por encima, bien descubierto. Sobre esa piel brillante deposito mi mano y aprieto hasta sentir que incluso su fuerte músculo obedece. No permitimos que esta caricia interrumpa el beso, el abrazo dulce, el ansia que ya no es fingida: porque hay un punto tras el cual dos bocas que se humedecen juntas crean un deseo aunque antes no existiera. Busco entonces más allá de la media, en el extremo del muslo: introduzco la otra mano por el borde tenso de la falda, la hago subir más, alcanzo los límites de su piel desnuda. Me deshago en el sabor de su lengua mientras acaricio la carne bajo la falda, el liguero recto y tenso, la ausencia —que se hace exquisita, notoria— de otra prenda íntima. Todo me excita: pero no la caricia en sí, sino la presencia de ella —que sea ella a quien acaricio, aunque su tacto simule el de otras—, la mirada curiosa en el retrovisor y la fantasía que refleja, nuestro propio teatro y su transición suave hacia la realidad. No hay amor, ni siquiera un verdadero deseo: pero las consecuencias son iguales.

Y por fin el motel, en una desviación previa a Madrid, inmerso en un área de largas y civilizadas casas. Ella permanece sujetando el sombrero entre las manos y dando vueltas lentas por el vestíbulo mientras yo arreglo los breves trámites. El ramo de rosas descansa en la mesa de recepción, que es de madera oscura y rojiza: alguien lo ve y sonríe. Yo sonrío también.

—Una sola noche —advierto al recepcionista: un hombre maduro, vestido de negro, que finge desinterés de la misma forma que nosotros nos fingimos interesados; todos llegamos a creernos nuestros papeles.

—Sí, señor —afirma él sin sonreír.

No nos enseñan la habitación: simplemente nos dan la llave. Es espaciosa. Echamos las cortinas y contemplamos juntos la cama: amplia, sin adornos, apenas una cabecera barnizada. Hay una sola mesilla y un jarro sobre ella: Blanca se dedica a llenarlo de agua y coloca allí las flores. Todo lo hace con lentitud de oración pero sin interrumpirse: en ningún momento queda ociosa, no hay un solo instante en que su silencio sobrecoja, posee toda la dedicación exacta de los que nunca hablan.

Cuando por fin abandona las flores se desnuda. Se diría que sigue manejando flores: la chaqueta rosada, la falda de suave cremallera, las medias, la celosía blanca y dúctil del portaligas, todo cae sobre la cama con regularidad de nevada, en un silencio semejante a ella. Cada uno de sus gestos, aun los más naturales, tiene personalidad de ballet. La contemplo incansable, ya desnuda, mientras se tiende en la cama.

Se arrodilla frente a su propia ropa y, sin apartar las sábanas, se tiende desnuda por completo, bocabajo, el pelo suelto, y separa hasta el infinito las piernas.

Cierro los ojos. Los abro: esa pausa la ha transformado. La visión que ahora tengo de ella es totalmente distinta; su cuerpo parece un símbolo. Desde donde estoy, a los pies de la cama, distingo sus piernas separadas, tan separadas que casi cruzan la cama de lado a lado en ondulaciones de músculo tenso. Observo sus pies relajados, los dedos vencidos, situados en extremos opuestos, casi enfrentándose; las pantorrillas inmóviles; la esbelta contracción de los tendones en las corvas; los músculos del muslo ascendiendo suavemente, presagiando las esferas perfectas de las nalgas. Pero todo, aun el grueso desorden de la colcha o el cúmulo de ropa, converge en su mismo centro, ni siquiera en las temblorosas masas finales, ni siquiera en su separación, sino en la flor del estrecho orificio, ofrecido, revelado.

Más allá, su espalda y su cabeza oculta. La observo respirar.

Y lo más extraño: no encontrar obscenidad. Hallada así, en esta posición abierta, las piernas casi hendidas, su última oscuridad iluminada y roja, sin que exista violencia ni fuerza. Muy al contrario: una inmensa ternura parece depositada sobre su desnudez, como un velo. La contracción de los músculos, que luchan por mantener esa abertura, ese ofrecimiento perenne hacia mí —mientras el tiempo transcurre con la lentitud del sol en la ventana—, no parece desagradable, ni siquiera esforzada: su propia voluntad silenciosa convierte toda esa molesta postura en algo natural, propio de su cuerpo.

(En la partitura: crescendo hasta el compás cuarenta y tres; entonces descenso leve y regreso al tema en pequeñas notas, con forza.)

Me acerco entre el desorden de la ropa acumulada como tras una primera noche de amor; me acerco buscándola, buscando ese centro hacia el que todo señala. Me arrodillo entre sus piernas y contemplo esa mínima oscuridad. Desnudo mi cintura, mis muslos. Compruebo mi excitación, pero no es sólo su cuerpo ni el acto de su entrega: se trata sobre todo del ritual, de esa profecía cumplida del encuentro con ella y este postrer ofrecimiento completo.

Me acerco a su indefensa tensión: dejo caer mis manos sobre las sonrosadas cúpulas de sus nalgas; me inclino hacia su piel. Pienso que la estoy modelando: fabrico la redondez de esa carne con un gesto constante, enloquecedor, de las palmas de mis manos abiertas. Cuesta darles forma, tersura, enrojecimiento. Ella respira con fuerza, su cabello blanco abatido sobre la espalda y la almohada, el rostro hundido en las sábanas. Continúo apretando su carne firme, esas nalgas espléndidas y abiertas, y con los pulgares aparto sus curvas y descubro más el rojo interior.

Me tiendo entonces sobre ella, con cuidado: es un cuerpo pequeño, desnudo, joven; parece exánime, pero su tierna respiración le traiciona, así que cualquier brusquedad resulta un exceso. Me tiendo, vibrando de placer, sobre su espalda, apoyando mis manos en la cama, equilibrándome sobre la deliciosa suavidad de su piel. Mi sexo, sin embargo, no busca su interior. No: no se trata de consumar nada. Queda atrapado con incomodidad entre sus glúteos, señala endurecido hacia la concavidad delicada de su lomo. Le entrego el peso de mi cuerpo por fin: ella cierra los puños sobre la colcha.

No hace falta casi nada más: al abrazar esa figura cálida, delgada, al sentirla, ya en el extremo final de toda una tarde de ansias, no necesito ni siquiera de mis gestos. «Oh, por favor», pienso cerca de su pelo blanco, como si lo susurrase en su oído, «quédate así, déjame creer por un instante que esto es cierto.» Sus nalgas se abren como manos, como algo tibio que envolviera mi placer —quizás mejillas, o labios, o pechos mórbidos—. Apenas nada más: jadeo, gimo sobre ella con los ojos cubiertos, vivo un instante —el instante exacto, cegador, en que mi orgasmo escapa— la fantasía de hacerle el amor, el sexo fingido como nuestro encuentro o nuestros besos; transformo mi masturbación sobre ella en algo mutuo, y ella me ayuda con sus gestos fuertes, la contracción de todo su cuerpo al sentir que la riego con mi placer, sus brazos, que sujeto con fuerza de violación, sus espasmos, durante los que crispa las nalgas como si recibiera latigazos.

Al apartarme, aún jadeante, mi sexo permanece unido a ella por lentas gotas blancas que se derraman sobre su vértice, entre las piernas. Distiendo sus nalgas y juego con la caída lenta de la esperma por entre ellas. Blanca, Blanca, silenciosa, manchada, poseída.

Disfrutar teniéndote sin tenerte: eso es el placer eterno.

Todo lo sucedido ayer, en nuestro ritual del encuentro, me ha suministrado la inspiración precisa para la nueva carta que he compuesto sobre la vida onírica de Chopin en Valldemosa, dirigida a Pleyel. Fue así:

«Valldemosa,1839.

Mi querido amigo: en mi celda adornada de rojo, dentro de mi roja enfermedad, vuelvo a soñar. Escuche con indulgencia mi fantasía, desbordada por la crecida de la fiebre. Imagino dos mujeres inexistentes.

A la primera la denomino La Que Siempre Huye: de ésta sólo observo su espalda y un largo vestido de gasa y tul con lazos azules como el cielo de verano que tanto añoro; es espléndida, y promete ser hermosa, pero nunca muestra su rostro: se aleja por el inmenso pasillo de piedra cercano a mi celda dejando un rastro de algodón y perfume mientras huye. Otros dos detalles: lleva el pelo tenso en un moño y sostiene un largo abanico cerrado en la mano derecha.

Pero nada consigo al perseguirla, aunque muchas veces lo intento: y cuando resulta inalcanzable es más hermosa, porque por delante —compruebe mi desvarío— sólo es un molde hueco de sí misma, carece de rostro, está vacía y su silueta se compone de maderas finas, curvas y barnizadas como las que forman el cuerpo de los Guarnieri o los Stradivarius.

A la otra mujer que percibo la he llamado, por contraste, La Que Siempre Se Acerca. Se muestra de continuo frente a mí, indecentemente desnuda, y su hermosura sólo es superada por los lascivos pensamientos que me provoca. Lleva también el pelo recogido atrás, y su rostro sin sonrisa es tan hermoso que parece sagrado. Separa un poco los brazos y extiende las manos, como pidiendo recibirme. Un detalle obsceno: en el triángulo suave del pubis brilla su piel sin rastros de pelo.

Al contrario que la anterior, ésta siempre es fácil.

Pero de nada sirve su posesión: aunque representa todo lo que deseo, al abrazarla envuelvo un cuerpo vacío, pues desde el centro exacto de su cabeza parte una tajante división que la despoja de toda la mitad posterior del cuerpo. Por delante es esa figura de pechos sublimes, carne suave y rostro enloquecedor, pero por detrás posee los mismos límites vacíos que la otra, idéntico barniz de violín.

La Que Siempre Huye. La Que Siempre Se Acerca.

Ahora le pregunto, amigo Pleyel, si usted me perdona: ¿a cuál de las dos debo elegir? ¿Perseguiré a la que me impulsa a hacerlo? ¿Aguardaré a la que continuamente viene hacia mí? Pero piense usted: ¿acaso no son ambas lo mismo?

Ella siempre, desnuda por delante y cubierta de ricos velos por detrás, pero a fin de cuentas una carcasa hueca cuyos pasos suenan a ataúd vacío. ¿A cuál de las dos, pues?

Consumido por estas visiones comprendo al fin por qué amo a George: ella, con nombre y maneras de un sexo y figura de otro, es imposible. Con ella no hay frustraciones porque siempre se mantiene lejana, inabordable. Miento: mi frustración existe, pero constante y lenta; he terminado por acostumbrarme a ella como a un veneno mitridático.

Juzgue usted, querido amigo, mi locura. Quizás su mejor respuesta sea no hacerme caso, Y no se lo reprocharé.»

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