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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

Sepulcro (74 page)

—Todo saldrá bien,
madomaiséla
—murmuró—. Pascal no permitirá que al señor le pase nada malo.

Un cálido gemido de pena, de espanto, de desesperanza, surgió de los labios de Léonie como el aullido de un animal salvaje que ha caído en una trampa. Entonces recordó que había prometido no despertar a Isolde, y acalló sus lágrimas.

El llanto remitió enseguida. Se sintió aturdida, curiosamente ajena a toda emoción. Se sintió como si algo se le hubiese atragantado. Se frotó los ojos con fuerza, con la manga.

—¿Sigue mi…? —Hizo una pausa, al comprender de pronto que ya no sabía muy bien cómo debería referirse a Isolde—. ¿Sigue mi tía durmiendo? —preguntó.

Marieta se puso en pie y se alisó el delantal. Por su manera de mirar era evidente que Pascal la había hecho partícipe de la situación.

—¿Quiere que vaya a ver si
madama
ha despertado?

Léonie negó con un gesto.

—No, déjala estar.

—¿Quiere que le traiga algo? ¿Una tisana, quizá?

Léonie también se puso en pie.

—No, gracias. Enseguida estaré perfectamente repuesta. —Sonrió—. Seguro que tienes otras cosas de las que ocuparte. Además, mi hermano necesitará comer algo tan pronto regrese. No quisiera hacerle esperar.

Por un instante, los ojos de las dos jóvenes se encontraron.

—Muy bien,
madomaiséla
—dijo al fin Marieta—. Voy a asegurarme de que la cena está lista.

Léonie permaneció un rato en el vestíbulo, escuchando los ruidos de la casa, cerciorándose de que no hubiera testigos que pudieran presenciar lo que estaba a punto de hacer. Cuando tuvo la certeza de que todo estaba en calma, subió rápidamente las escaleras pasando la mano por la balaustrada de caoba, y siguió casi de puntillas hasta llegar a su habitación.

Se sintió desconcertada al oír ruidos que procedían de la habitación de Anatole. Se quedó de una pieza y desconfió de lo que le indicaban sus sentidos, puesto que lo había visto salir de la casa casi media hora antes y en compañía de Pascal.

A punto estaba de continuar cuando se abrió la puerta e Isolde prácticamente se arrojó en sus brazos. Llevaba suelto el cabello rubio y el camisón entreabierto. Parecía desquiciada, como si la hubiera sobresaltado mientras dormía un demonio o un espectro. Léonie se fijó de pronto en la cicatriz roja que tenía en la base del cuello, y nada más verla apartó la mirada. La sorpresa que le produjo ver a su tía, siempre elegante y comedida, siempre dueña de sí misma, presa de semejante histeria, dio a su voz un tono más cortante de lo que hubiera querido.

—¡Isolde! ¿Qué te ocurre? ¿Qué ha pasado?

Isolde meneaba la
cabeza
de un lado a otro, como si su desacuerdo fuera violentísimo, a la vez que agitaba un papel que tenía en la mano.

—¡Léonie, se ha marchado! ¡A batirse! —exclamó—. Tenemos que impedirlo.

Léonie se quedó helada y comprendió que Isolde había encontrado antes de tiempo la carta que Anatole había dejado para ella en su vestidor.

—No podía dormir, y por eso acudí en su busca. En cambio, he encontrado esto. —Isolde calló bruscamente y miró a Léonie a los ojos—. Tú lo sabías —añadió con suavidad, calmándose de repente.

Durante un fugaz instante Léonie olvidó que en ese momento, mientras hablaba, Anatole caminaba por el bosque para batirse en duelo. Intentó sonreír a la vez que alargaba la mano para tomar a Isolde por la suya.

—Estoy al tanto de los hechos ocurridos. El matrimonio —dijo en voz baja—. Ojalá hubiese podido estar presente.

—Léonie, yo quise… —Isolde hizo una pausa—. Quisimos decírtelo.

Léonie la rodeó con ambos brazos. En el acto cambiaron sus papeles.

—¿Y sabes también que Anatole va a ser padre? —dijo Isolde casi en un susurro.

—También lo sé —confesó Léonie—. Es una noticia maravillosa.

Isolde de pronto se alejó de ella.

—¿Y también sabías que iba a acudir a ese duelo?

Léonie titubeó. Estuvo a punto de rehuir la pregunta, pero se detuvo. Bastantes falsedades habían mediado ya entre ellas. Demasiadas mentiras destructivas.

—Lo sabía —reconoció—. La carta la entregaron ayer en mano. Denarnaud y Gabignaud han ido con él.

Isolde se quedó blanca como el papel.

—En mano, has dicho —murmuró. Entonces es que está aquí. Hasta aquí ha llegado.

—Anatole no fallará cuando tenga que disparar —afirmó Léonie con una convicción que no sentía.

Isolde alzó la cabeza y se irguió del todo.

—Tengo que ir con él.

Sorprendida por la brusquedad con que parecía haber cambiado su estado de ánimo, Léonie no supo qué contestarle.

—No. No puedes —objetó.

Isolde prefirió no hacer ni caso.

—¿Dónde tendrá lugar el enfrentamiento?

—Isolde, no te encuentras bien. Sería una estupidez tratar de ir con él.

—¿Dónde? —insistió.

Léonie suspiró.

—En un claro que hay en el hayedo. No lo sé con toda precisión.

—En donde crece el enebro silvestre. Allí hay un claro al que mi difunto esposo iba a veces a practicar el tiro.

—Puede ser. Él no dio más explicaciones.

—He de vestirme —dijo Isolde, y terminó
por
desembarazarse de Léonie, que aún la sujetaba.

A Léonie no le quedó más remedio que seguirla.

—Pero aunque vayamos ahora, y aun cuando encontremos el lugar preciso, Anatole se marchó con Pascal hace más de media hora.

—Si salimos ahora mismo tal vez aún podamos impedirlo.

Sin perder tiempo en colocarse el corsé, Isolde se puso el vestido gris, de paseo, y la chaqueta de campo; introdujo sus elegantes pies en unas botas, anudándose los cordones con dedos temblorosos mientras apenas lograba mantener la mirada, y acto seguido fue corriendo hacia las escaleras, con Léonie pegada a sus talones.

—¿Su adversario respetará las reglas? —preguntó Léonie de improviso, con la esperanza de que ella le diera una respuesta distinta de la que Anatole le había proporcionado antes.

Isolde se detuvo y la miró. La desesperación era evidente en sus ojos grises.

—No es… no es un hombre de honor.

Léonie la tomó de la mano, buscando en parte seguridad y en buena medida dándole consuelo, al tiempo que se le ocurrió otra pregunta.

—¿Para cuándo esperas al niño?

Por un instante, a Isolde se le dulcificó la mirada.

—Si todo va bien, en junio. Nacerá en verano.

Mientras atravesaban veloces el vestíbulo, a Léonie le dio la impresión de que el mundo había adquirido un tinte más oscuro. Cosas que habían sido familiares, objetos que había apreciado —la mesa pulida, las puertas, el piano mismo, con su taburete tapizado, en el que Léonie había colocado la partitura que encontró en el sepulcro—, parecían de pronto haberles vuelto la espalda. Parecían objetos fríos, carentes de vida.

Léonie descolgó las pesadas capas de los ganchos que había en el interior de la entrada, le pasó una a Isolde, se envolvió en la otra y abrió la puerta. El frío aire del crepúsculo le azotó las piernas como si hubiera recibido un zarpazo, adhiriéndose a sus medias, a sus tobillos. Tomó el farol ya encendido de la mesa.

—¿A qué hora está previsto que tenga lugar el duelo? —preguntó Isolde con aplomo.

—Cuando caiga la tarde —respondió Léonie—. A las seis en punto.

Miraron al cielo, de un azul oscuro en toda su inmensidad.

—Si queremos llegar a tiempo, hemos de darnos prisa —apremió Léonie—. Vamos.

C
APÍTULO
81

Sábado, 31 de octubre

T
e quiero, pequeña —repitió Anatole para sus adentros cuando la puerta se estremeció a su espalda.

Al lado de Pascal, que sostenía en alto un farol, caminó en silencio hasta el final de la avenida, donde los estaba esperando el coche de Denarnaud.

Anatole asintió para saludar a Gabignaud, cuya expresión evidenciaba lo poco que deseaba formar parte de todo aquello. Charles Denarnaud estrechó la mano de Anatole.

—El duelista y el médico en la parte de atrás —anunció Denarnaud con voz bien clara en el aire del crepúsculo—. Su criado y yo iremos delante.

La capota iba echada. Gabignaud y Anatole entraron. Pascal, al que se veía incómodo con esa compañía, se sentó frente a ellos, con la caja alargada de las pistolas sobre el regazo.

—¿Sabe cuál es el lugar de la cita, Denarnaud? —preguntó Anatole—. La arboleda que hay al este de la propiedad, en el hayedo.

Denarnaud se asomó y dio instrucciones al cochero. Anatole oyó el restallar de las riendas y el coche arrancó con el tintineo de los arneses en el aire aquietado de la tarde.

Denarnaud era el único que estaba deseoso de conversar. Contó algunas anécdotas de duelos en los que había tomado parte, que siempre habían terminado bien, aunque fuera por muy poco, para el duelista al que él representó en calidad de padrino. Anatole comprendió que había querido tan sólo darle ánimos e infundirle tranquilidad, aunque hubiera preferido su silencio.

Iba sentado muy derecho, mirando el paisaje invernal y pensando que tal vez fuera ésa la última vez que iba a contemplar el mundo. La avenida que jalonaban los árboles estaba cubierta de escarcha. El ruido de los cascos en el terreno endurecido propagaba su eco por todo el espacio circundante. El azul cada vez más oscuro del cielo parecía centellear como un espejo cuando una pálida luna asomó en todo su esplendor.

—Éstas son mis propias pistolas —explicó Denarnaud—. Las he cargado yo mismo. La caja está sellada. Se decidirá a suertes si se emplean éstas o las de su adversario.

—Lo sé —le cortó Anatole, y lamentando la brusquedad con que lo dijo añadió—: Discúlpeme, Denarnaud. Tengo los nervios a flor de piel. Le estoy muy agradecido por la atención y el esmero que pone en todo esto.

—Siempre sale a cuenta cumplir con la etiqueta —dijo Denarnaud con una voz excesivamente alta para hallarse en el interior del coche y para la propia situación.

Anatole comprendió que también Denarnaud, a pesar de sus bravatas, estaba nervioso.

—No queremos que surja el menor malentendido. Por lo que alcanzo a saber, las cosas en París se resuelven de otro modo.

—Yo no lo creo.

—¿Se ha ejercitado, Vernier?

Anatole asintió.

—Con las pistolas de la casa.

—¿Son de su confianza? ¿Tienen un buen punto de mira?

—Hubiera preferido disponer de más tiempo —confesó.

El coche dio la vuelta y comenzó a transitar por un terreno más desigual.

Anatole quiso imaginarse a su querida Isolde tendida en la cama, con el cabello esparcido sobre la almohada, los brazos blancos y esbeltos. Pensó en los ojos verdes y brillantes de Léonie, en su manera de mirar inquisitivamente. Y pensó en la cara del niño que aún no había nacido. Intentó fijar esos rostros tan amados en su mente.

Esto lo hago por ellos.

Pero el mundo se había comprimido hasta no ser más que aquel coche que traqueteaba, la caja de madera que llevaba ahora Denarnaud sobre el regazo, la respiración rápida y nerviosa de Gabignaud a su lado.

Anatole percibió que el fiacre volvía a tomar una curva a la izquierda. Las ruedas transitaban ahora por un terreno aún más bacheado que antes. De pronto, Denarnaud dio un golpe sonoro en el lateral del coche y gritó al cochero que tomase un camino a la derecha.

El coche enfiló una senda que discurría entre los árboles y al cabo llegó a un claro. En el extremo opuesto había otro coche. Con un sobresalto, por más que supiera de antemano que era justo lo que iba a encontrarse, Anatole reconoció el escudo de Victor Constant, conde de Tourmaline, dorado sobre negro. Dos caballos bayos, con penacho y tapaojos, piafaban y golpeaban con los cascos el terreno duro y frío. Al lado vio un grupo de hombres.

Denarnaud fue el primero en bajar. Lo siguió Gabignaud, y luego Pascal con la caja de las pistolas. Por último descendió Anatole. A pesar de la distancia, a pesar de que todos los integrantes del otro grupo vestían de negro, pudo en el acto identificar a Constant. Con un estremecimiento de repugnancia también reconoció el cuero cabelludo y lleno de sarpullidos y llagas de uno de los dos hombres que lo habían atacado la noche de la revuelta en la Ópera, en el callejón Panoramas. A su lado, más bajo, con una pésima presencia, vio a un viejo soldado de aspecto disoluto, envuelto en un viejo capote de la época napoleónica. También le resultó conocido.

Anatole respiró hondo. Si bien Victor Constant había estado presente en sus pensamientos desde el día en que conoció a Isolde y se enamoró de ella, los dos hombres no habían estado juntos desde el único encontronazo que tuvieron en enero.

Le sorprendió la cólera que sintió desatarse de pronto en su interior. Apretó los puños. Era preciso tener la
cabeza
bien fría, no dejarse llevar por el impetuoso deseo de venganza. Pero el mundo de pronto se le quedaba demasiado pequeño. Los troncos pelados de las hayas parecían apiñarse a su alrededor.

Tropezó con una raíz y poco faltó para que cayera.

—Manténgase firme, Vernier —murmuró Gabignaud.

Anatole concentró todos sus pensamientos en sí mismo y vio a Denarnaud caminar hacia el grupo de Constant, con Pascal tras sus pasos, portando la caja de las pistolas sobre ambos brazos, igual que si fuera el féretro de un niño pequeño.

Los padrinos se saludaron formal y brevemente con una leve inclinación de cabeza, y acto seguido se alejaron hacia el centro del claro. Anatole se fijó en que Constant no apartaba sus ojos helados de él, una mirada penetrante y directa como una flecha. También reparó en que parecía no encontrarse del todo bien.

En el centro del claro del bosque, a corta distancia del lugar en que Pascal había improvisado la galería de tiro el día anterior, midieron los pasos desde los respectivos puntos en que cada uno de los duelistas habría de emplazarse. Pascal y el criado de Constant clavaron dos bastones en el terreno húmedo para delimitar ambos lugares con precisión.

—¿Cómo se encuentra? —murmuró Gabignaud—. ¿Desea que le traiga…?

—No necesito nada —contestó Anatole al punto.

Denarnaud volvió entonces.

—Lamento que hayamos perdido en el sorteo de las pistolas. —Dio a Anatole una palmada en el hombro—. Pero tengo total certeza de que eso no cambia nada. Es la puntería lo que cuenta, no el arma que uno dispare.

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