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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

Sepulcro (78 page)

Pasó un rato arrebujada entre las sábanas pensando en Hal, en cómo lo había sentido a su lado, y en su interior, y en las emociones que ella había permitido que le brotaran a borbotones la noche anterior. De Hal, sus pensamientos se desplazaron hacia Léonie, la muchacha de la melena cobriza, la otra acompañante que había tenido durante la noche.

No puedo dormir.

Las palabras que Meredith recordó de su sueño, palabras oídas, pero no pronunciadas. La sensación de lástima, de intranquilidad, y el hecho innegable de que Léonie había querido y quería algo de ella.

Meredith se levantó de la cama. Se puso unos calcetines gruesos para no tener frío. Hal se había olvidado su jersey, que estaba hecho un gurruño en el sillón, donde lo dejó caer la noche anterior. Se lo llevó a la cara para aspirar su aroma. Y se lo puso, aunque le quedara muy holgado, demasiado grande, y le llegara un remoto olor a transpiración.

Contempló el retrato. La fotografía del soldado en color sepia, su tatarabuelo Vernier, estaba encajada en una esquina del marco, donde la había dejado ella la noche anterior. Meredith entendió que existía una posibilidad. Las desordenadas ideas que se habían apiñado en su cerebro el día anterior parecían más aquietadas gracias precisamente al paso de la noche.

Obviamente, la primera iniciativa tenía que ser averiguar si Anatole Vernier se había casado, aunque del dicho al hecho mediaba una enormidad. También necesitaba averiguar qué clase de relación habían tenido Léonie Vernier y él con Isolde Lascombe. ¿Habían vivido en la mansión en 1891, más o menos cuando fue tomada la fotografía, o acaso habían hecho tan sólo una visita durante aquel otoño? El trabajo detectivesco que había llevado a cabo por Internet durante la tarde anterior le recordó que las personas normales no siempre aparecen a la primera, ni tal vez a la segunda. Tendría que repasar las páginas dedicadas a la genealogía, se dijo; necesitaría nombres, localidades, fechas de nacimiento y de muerte, para contar siquiera con una mínima posibilidad de conseguir alguna información.

Encendió el ordenador y entró en la red con la contraseña. Le decepcionó, aunque en el fondo no le sorprendiera, descubrir que no había recibido nada más de Mary, si bien envió otro correo a Chapel Hill, cumpliendo de paso con la obligación de contarle cómo habían ido las últimas veinticuatro horas y preguntándole si podría verificar otro par de asuntos. No le contó nada de Hal. Ni de Léonie. No tenía sentido darle ningún motivo de preocupación. Se despidió con la promesa de mantenerse en contacto y apretó la tecla ENVIAR.

Con un poco de frío, y dándose cuenta de pronto de que tenía sed, Meredith entró en el cuarto de baño para llenar la tetera. Mientras esperaba a que hirviese el agua, recorrió con la mirada los lomos de los libros colocados en el estante, encima del escritorio.

Le llamó la atención uno titulado
Diables et esprits maléfiques et phantómes de la montagne.
Lo sacó y lo abrió. En la solapa descubrió que era una nueva edición de un libro que ya tenía algunos años, obra de un autor de la zona, Audric S. Baillard, que había vivido en una aldea de los Pirineos llamada Los Seres y fallecido en 2005. No encontró la fecha de publicación original, aunque era evidente que se trataba de un clásico en la región. De acuerdo con las reseñas que se incluían en la contracubierta, estaba considerado como el texto definitivo sobre el folclore montañés del Pirineo.

Meredith repasó el índice y vio que el libro se dividía en diferentes historias recogidas por regiones: Couiza, Coustaussa, Durban, Espéraza, Fa, Limoux, Rennes-les-Bains, Rennes-le-Cháteau, Quillan. La ilustración que adornaba la sección dedicada a Rennes-les-Bains era una fotografía en blanco y negro de la plaza Deux Rennes, tomada hacia 1900, cuando se llamaba la plaza Pérou. Meredith sonrió. Qué familiar le resultaba. Llegó incluso a descubrir el punto exacto, bajo las ramas extensas de los plátanos, en donde su antepasado había posado para el retrato.

Silbó la tetera y se desconectó. Vertió un sobrecito de chocolate en una taza, añadió dos cucharadas de azúcar y se llevó la taza y el libro al sillón, junto al ventanal, para ponerse a leer.

Los relatos recopilados eran muy similares entre unos lugares y otros, mitos sobre demonios y diablos que tenían varias generaciones, incluso milenios de antigüedad, y que vinculaban el folclore con los fenómenos naturales: el Sillón del Diablo, la Montaña del Cuerno, el Estanque del Diablo, todos los topónimos que se había ido encontrando en el mapa. Volvió a la página de créditos para comprobar que realmente no ofrecía ningún dato que le aclarase cuándo se había publicado la primera edición del libro. Esa información no estaba recogida.

El relato más reciente, según pudo comprobar, databa de poco después de 1900, aunque teniendo en cuenta que el autor había fallecido hacía tan sólo un par de años, dedujo que había recopilado los cuentos mucho después de la época reseñada.

El estilo de Baillard era claro y sobrio, y se limitaba a exponer la información y los hechos con muy pocos adornos. Con emoción, Meredith descubrió que había todo un capítulo dedicado al Domaine de la Cade. La propiedad había pasado a manos de la familia Lascombe durante las guerras de religión, una larga serie de conflictos entre católicos y hugonotes que se sucedieron entre 1562 y 1568. Habían caído las familias más antiguas, sustituidas por los arribistas, que vieron así compensada su lealtad bien a la dinastía católica de Guise, bien a la dinastía calvinista de los Borbones.

Fue leyendo deprisa, en diagonal. Jules Lascombe había heredado la propiedad a la muerte de su padre, Guy Lascombe, en 1865. Se había casado con una tal Isolde Labourde en 1885, y murió en 1891 sin dejar descendencia. Sonrió al ver que otra pieza más del rompecabezas encajaba, y miró a Isolde, la viuda de Jules, intemporal tras el cristal que protegía el retrato. Entonces se le ocurrió que no había reparado en el nombre de Isolde en la tumba familiar de los Lascombe-Bousquet, en Rennes-les-Bains. Meredith se preguntó por qué no lo habría visto.

Otra cosa que verificar.

Fijó de nuevo la vista en la página. Baillard pasaba después a las leyendas relacionadas con el Domaine. Durante muchos años corrieron los rumores de que un animal aterrador y maligno tenía amedrentados a los lugareños en los alrededores de Rennes-les-Bains, pues atacaba a los niños y a los campesinos de las fincas más aisladas. El rasgo distintivo de esos ataques eran las huellas de garras, tres cortes profundos, paralelos, hechos en la cara de la víctima. Una huella poco común.

Meredith volvió a hacer un alto, pensando en las heridas sufridas por el padre de Hal mientras su coche se encontraba en el lecho del río. Y recordó la estatua desfigurada de la Virgen en la columna visigótica, a la entrada de la iglesia de Rennes-le-Cháteau. A renglón seguido le vino a la cabeza el recuerdo de un fragmento de su pesadilla, la imagen del tapiz colgado sobre una escalera con una pobre iluminación. La sensación de estar siendo perseguida, las garras y el pelo negro que rozaban su piel, que resbalaban de sus manos.

Un, deux, trois, loup.

Y volvió al cementerio de Rennes-les-Bains y recordó uno de los nombres que encontró en el monumento en memoria de los caídos en la Primera Guerra Mundial: Saint-Loup.

¿Mera coincidencia?

Meredith estiró los brazos por encima de la cabeza, tratando de entrar en calor y de superar la rigidez de la mañana y sus recuerdos de la noche, y volvió a leer de nuevo. Hubo muchas muertes y desapariciones entre 1870 y 1885. Siguió un periodo de relativa calma, y luego se recrudecieron los rumores a partir del otoño de 1891, con lo que fue en aumento la creencia de que aquella criatura, un demonio en el folclore local, se escondía dentro de un sepulcro visigótico que se encontraba en los terrenos del Domaine de la Cade. Se produjeron algunas muertes intermitentes, a raíz de ataques cuya autoría no se llegó a confirmar, a lo largo de los seis años que siguieron, y las agresiones terminaron bruscamente en 1897. El autor no llegaba a mencionarlo, pero daba a entender que el fin del terror estaba relacionado con el hecho de que parte de la casa quedase totalmente destruida en un incendio, a raíz del cual quedó asolado el sepulcro.

Meredith cerró el libro y se acurrucó en el sillón. Dio un sorbo de chocolate caliente a la vez que trataba de poner orden en sus pensamientos, cayendo entonces en la cuenta de que algo la estaba inquietando hasta el punto de molestarla. Era sumamente extraño que en una obra dedicada al folclore y a las leyendas populares no hubiera una sola mención a la baraja del tarot. Audric Baillard forzosamente tenía que haber encontrado referencias a las cartas a lo largo de sus investigaciones. La baraja no sólo estaba inspirada en el paisaje local, no sólo la había impreso la familia Bousquet, sino que además coincidía con toda exactitud con el periodo que abarcaba el libro.

¿Sería una omisión intencionada?

De pronto volvió a percibirlo. Un frío inesperado, una densidad en el aire que antes no estaba presente. La sensación de que había alguien más, y no muy lejos. No exactamente en la habitación, sino cerca. Fugazmente, una huella tan sólo.

¿Léonie?

Meredith se puso en pie y se sintió atraída hacia el ventanal. Abrió el cierre metálico, separó las dos altas hojas de cristal y abrió las contraventanas, abatiéndolas sobre la pared exterior. El aire de la mañana le resultó frío en la piel, y le lagrimearon los ojos. Las copas de los árboles se mecían, silbando, susurrando, según se ceñía el viento a sus troncos centenarios, en medio de la maraña de hojas y corteza. El aire estaba revuelto, inquieto incluso, y portaba el eco de una música. Notas a la deriva, llevadas por la brisa. La melodía del propio lugar.

Mientras Meredith recorría con la mirada los terrenos de la finca que se extendían ante ella, captó un movimiento con el rabillo del ojo. Miró abajo y vio una grácil y esbelta figura, envuelta en una capa larga, cubriéndose la cabeza con una capucha, que en ese momento se alejaba del parterre que rodeaba el edificio.

Le pareció que el viento iba en aumento, que soplaba con fuerza por el arco abierto en el seto, de considerable altura, por el cual se llegaba a los pastos y al monte bajo, más allá de donde terminaban los jardines. Aunque estuviera lejos, acertó a ver los ribetes blancos de las olas pequeñas que se habían formado en el lago y que batían en la orilla cubierta por la hierba.

Las siluetas, las impresiones, las figuras trazadas por las sombras, se deslizaban bajo la mirada todavía baja y pálida del sol naciente, que entraba y salía entre los finos estratos de nubes veloces en el cielo rosáceo. Era como si aquella otra figura surcase la hierba húmeda, cubierta por una levísima pátina de rocío. Meredith captó el olor de la tierra, del otoño, de la tierra húmeda, de los rastrojos quemados, de las hogueras. De los huesos.

Cautivada, contempló en silencio cómo seguía la figura su camino —era mujer, a Meredith no le cupo ninguna duda— hacia el lado más lejano del lago. Por un momento se detuvo en un pequeño promontorio desde el que se dominaba toda la extensión de agua.

La visión de que gozaba Meredith pareció acotarse hasta darle un primer plano imposible, como si una cámara hubiera realizado un zum. Imaginó que la capucha dejaba ver la cara de la muchacha, una cara pálida, perfectamente simétrica, con unos ojos verdes que una vez habían despedido destellos tan claros como las esmeraldas. Matices sin color. La melena rizada cayó como una bobina de seda salvaje, como hebras de cobre batido, transparentes a la luz de la luna, sobre sus delgados hombros, sobre el vestido rojo, hasta alcanzar su fina cintura. Silueta sin forma. Pareció que mirase a Meredith de lleno, como si en sus ojos se reflejasen sus esperanzas, sus temores, sus imaginaciones.

Entonces desapareció en el bosque.

—¿Léonie? —susurró Meredith en medio del silencio.

Durante un rato más se mantuvo vigilante en la ventana, escrutando la otra orilla del lago, donde se había detenido la figura. En la distancia, el aire se había aquietado. Nada se movía en las sombras.

Por fin, se retiró al interior y cerró el ventanal.

Pocos días antes —no, horas antes, incluso— habría sido presa del pánico. Habría temido lo peor. Hubiera mirado su reflejo en el espejo y se hubiera encontrado con el rostro de Jeannette, con su mirada.

Ahora ya no.

Meredith no sabría explicarlo, pero todo había cambiado. Se encontraba con la cabeza absolutamente despejada, clara. Se sentía de maravilla. No tenía ningún temor. No se estaba volviendo loca. Las visiones, las apariciones, formaban una secuencia, como una pieza musical. Bajo el puente de Rennes-les-Bains… agua. En la carretera de Sougraigne… tierra. Aquí, en el hotel, y sobre todo en esa habitación en concreto, aire.

Las espadas, correspondientes al elemento del aire, representaban la inteligencia y el intelecto. Las copas, asociadas al agua, las emociones. Los pentágonos equivalían a la tierra, a la realidad física, al tesoro. De los cuatro palos, sólo echaba en falta el fuego. Los bastos, correspondientes al fuego, la energía y el conflicto.

Toda la historia está en las cartas.

O tal vez fuese que el cuarteto estuviera completo en el pasado, pero no en el presente. ¿Debido tal vez al incendio que había destruido gran parte del Domaine de la Cade más de cien años atrás?

Meredith volvió a la baraja que Laura se había empeñado en regalarle, y repasó una por una todas las cartas, atenta a las imágenes, tal como había hecho la noche anterior, ansiosa por lograr que desvelaran sus secretos. Mientras distribuía las cartas una a una, dejó que sus pensamientos vagaran a su antojo. Pensó en lo que le había dicho Hal camino a Rennes-le-Cháteau, el modo en que los visigodos enterraban a sus reyes y a sus nobles, junto con sus tesoros, en enterramientos escondidos, no en cementerios. Cámaras secretas bajo el lecho del río, tras haberlo desviado el tiempo suficiente para excavar y construir la cámara bajo tierra.

Si la baraja original hubiera sobrevivido al incendio, escondida en un lugar seguro, en los extensos terrenos del Domaine de la Cade, ¿qué lugar más seguro podía existir que un antiguo enterramiento visigodo? El propio sepulcro, según el libro de Baillard, databa de aquella misma época. Si hubiera un río que recorriese la finca, sería sin duda el escondite perfecto. A la vista de cualquiera, pero absolutamente inaccesible.

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