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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

Sepulcro (82 page)

En la iglesia parroquial de Rennes-les-Bains, el párroco Boudet dedicó misas a los fallecidos y la campana con frecuencia dio el toque de difuntos con melancólico tañido. En Coustaussa, el cura Gélis abrió las puertas del templo y ofreció las frías losas del presbiterio para dar cobijo a quienes no tuvieran techo donde guarecerse. En Rennes-le-Cháteau, el abad Sauniére predicó a menudo previniendo del mal que rondaba por el campo, y apremió a sus feligreses a buscar la salvación en brazos de la única Iglesia verdadera.

En el Domaine de la Cade, aunque los criados se hallaban alterados por lo acontecido y por el protagonismo que tuvieron en todo ello, siguieron fieles en sus puestos. Habida cuenta de la indisposición crónica de Isolde, aceptaron a Léonie como señora de la casa. Pero Marieta se fue alarmando cada vez más, al comprobar que la congoja le había retirado a Léonie tanto el apetito como el descanso, con lo que cada vez estaba más pálida y delgada. Sus ojos verdes perdieron su brillo, pero conservó su valentía intacta. Recordó la promesa que le había hecho a Anatole, que se ocuparía ella de proteger a Isolde y a su hijo, y resolvió no fallar a su recuerdo.

Victor Constant fue acusado del asesinato de Marguerite Vernier, cometido en París; del asesinato de Anatole Vernier, cometido en Rennes-les-Bains, y también del intento de asesinato de Isolde Vernier, antes Lascombe. Asimismo quedó pendiente la acusación por la agresión a la prostituta en Carcasona. Se dio a entender, y se aceptó sin que la investigación se llevara a cabo, que el doctor Gabignaud, Charles Denarnaud y un tercer partícipe en los luctuosos hechos habían sido asesinados por orden expresa de Victor Constant, aun cuando él no hubiera apretado personalmente el gatillo.

En la localidad no se vio con buenos ojos la noticia de que Anatole e Isolde se hubieran casado en secreto, más por las prisas que por el hecho de que él fuese sobrino del primer marido de su esposa. Sin embargo, dio la impresión de que las disposiciones del Domaine de la Cade terminarían por aceptarse de un modo natural.

Mientras tanto, los troncos ya cortados y apilados junto a la puerta de la cocina fueron menguando. Isolde apenas dio muestras de restablecerse, de recobrar sus facultades mentales, aunque su hijo crecía en su interior. Día y noche, en su habitación de la primera planta del Domaine de la Cade ardía un buen fuego, que crepitaba en la chimenea y daba calor. Las horas de luz eran escasas, y el sol apenas caldeaba el cielo antes de que el crepúsculo cayera de nuevo sobre la tierra.

Esclavizada por la pena, Isolde aún se encontraba en una encrucijada, entre el mundo del cual se había ausentado temporalmente y el mundo aún por descubrir que se encontraba más allá. Las voces que en todo momento la acompañaban le decían en susurros que si se internase en lo desconocido hallaría a quienes la amaban, que estarían esperándola en la arboleda luminosa. Allí encontraría sin duda a Anatole, bañado por una luz acogedora, amable. Allí no habría nada que temer. En los momentos que ella consideraba de gracia, su único anhelo era morir. Estar con él. Pero el espíritu de su hijo, deseoso de nacer, era demasiado fuerte.

En una tarde mortecina y tediosa, sin sonidos de ninguna clase, sin nada que la distinguiera de los días que la precedieron y de los que la habían de seguir, Isolde notó que la sensación retornaba a sus delicadas extremidades. Al principio fueron tan sólo los dedos. Algo tan sutil que fácilmente pudo confundirlo con otra cosa. Una respuesta automática, nada que ella hiciera adrede. Un cosquilleo en las yemas de los dedos y bajo las uñas en forma de almendra. Luego, un calambre en los pálidos pies, abrigados por el cobertor. Finalmente, sintió erizarse el vello en la base de la nuca.

Movió una mano y la mano le obedeció.

Isolde oyó un ruido. No fue en esa ocasión el susurro incesante que siempre la acompañaba, sino el sonido normal, doméstico, de una silla que había rozado contra el suelo. Por vez primera en varios meses, no fue algo distorsionado ni amplificado ni matizado por el tiempo o la luz, sino tan sólo una llamada que dio en su conciencia y que no halló respuesta.

Percibió que alguien se inclinaba sobre ella, el calor de un aliento en la cara.


Madama?

Permitió que los ojos se le abrieran con un pestañeo. Oyó la sorprendida inspiración, oyó los pies que corrían, oyó una puerta al abrirse, gritos en el pasillo, sonidos que llegaban apagados desde el vestíbulo y que aumentaban en su intensidad, que iban a más en su certidumbre.


Madomaiséla Léonie! Madama s'éveille!

Isolde pestañeó ante la brillantez que percibía. Más ruidos, y el tacto de unos dedos fríos que la tomaban de la mano. Lentamente volvió la cabeza a un lado y vio a Léonie, vio su rostro juvenil, mirándola de cerca.

—¿Léonie?

Notó que le apretaba los dedos.

—Estoy aquí.

—Léonie… —a Isolde no le acompañó la voz—. Anatole, él…

La convalecencia de Isolde fue lenta. Comenzó a caminar, se llevaba el tenedor a la boca, dormía, pero su mejora en el aspecto puramente físico no era constante, lo cual seguramente guardaba estrecha relación con el hecho de que la luz y el brillo hubieran desaparecido de sus ojos grises. La pena la había arrancado de sí misma. Todo cuanto pensaba, veía, sentía y percibía traía consigo otros tantos dolorosos recuerdos.

Casi todas las tardes, antes de la cena, las pasaba sentada con Léonie en el salón, con las cortinas echadas, los dedos delgados y blancos reposando inertes en su regazo, sobre su abdomen cada vez más crecido.

Léonie la escuchaba mientras Isolde recitaba la historia entera de su amor, desde el instante en que se conocieron hasta el momento en que tomaron la decisión de aprehender como fuera la felicidad que les esperaba, y organizaron el engaño que tuvo lugar en el cementerio de Montmartre, pasando por la fugaz felicidad que les produjo la íntima ceremonia de la boda en Carcasona, la víspera de la gran tormenta.

Pero por muchas veces que contase Isolde su historia, el final siempre era el mismo. Era un cuento de hadas, que comenzaba por el consabido «érase una vez», pero que estaba irremisiblemente privado del final feliz hacia el que todo parecía conducir.

Por fin pasó el invierno. Se derritió la nieve, aunque en febrero una costra de escarcha aún cubría la mañana de una tersa blancura.

En el Domaine de la Cade, Léonie e Isolde siguieron encerradas, juntas las dos con sus penas, doliéndose de la pérdida, viendo las sombras alargarse en las extensiones de césped. Pocas visitas recibieron, con la excepción de Audric Baillard y madame Bousquet, quien, a pesar de haber perdido la finca a raíz del matrimonio que contrajo Jules Lascombe, demostró que era una vecina generosa y amable.

Monsieur Baillard de vez en cuando traía noticias de la búsqueda que la policía había emprendido para dar con Victor Constant, que el 31 de octubre había desaparecido del hotel Reine, en Rennes-les-Bains, al amparo de la noche, y que no se había vuelto a dejar ver desde entonces en ningún lugar de Francia.

La policía había preguntado por él en diversos balnearios y sanatorios especializados en dar tratamiento médico a hombres afectados por su misma enfermedad, pero no hubo suerte en las pesquisas. El Estado hizo algunos intentos para expropiarle sus muy cuantiosas propiedades. Se puso precio a su cabeza. Con todo y con eso, no lo vio nadie, no corrió ningún rumor.

El 25 de marzo, que por una desdichada coincidencia era el aniversario del falso entierro de Isolde en el cementerio de Montmartre, Léonie recibió una notificación oficial del inspector Thouron. Le daba cuenta de que como estaba casi seguro de que Constant había salido del país, tal vez pasando solo la frontera por Andorra o por otro punto de los Pirineos, iban a rebajar el número de efectivos dedicados a la caza del hombre. Le aseguró que el fugitivo sería detenido y guillotinado tan pronto regresara a Francia, en el supuesto de que lo hiciera, y por tanto tenía plena confianza en que madame y mademoiselle Vernier no sintieran ninguna alarma, ni tampoco motivo de preocupación ante lo que Constant pudiera hacer en el futuro.

Al finalizar el mes de marzo, cuando la inclemencia del tiempo les obligó a permanecer en la mansión durante unos cuantos días, Léonie casi sin darse cuenta empuñó la pluma para escribir al antiguo amigo y vecino de Anatole, a Achille Debussy. Estaba al tanto de que entonces se hacía llamar Claude Debussy, aunque no se llegó a animar a llamarle de ese modo.

La correspondencia sirvió para colmar una ausencia en su vida de confinamiento y, mucho más importante, para su maltrecho corazón. Le ayudó también a mantener un vínculo que aún la unía a Anatole. Achille le contó qué sucedía en las calles y en los bulevares que tanto ella como Anatole habían considerado su hogar, le contó los chascarrillos sobre los conflictos entre unos y otros, las mezquinas rivalidades en la Académie, le habló de los autores predilectos del público y de los que habían caído en desgracia, de los artistas que se peleaban entre sí, de los compositores despreciados, de los escándalos, de las relaciones amorosas.

A Léonie no le importaba siquiera un comino un mundo que de pronto era tan lejano, tan ajeno, tan cerrado para ella, pero de ese modo recordaba sus conversaciones con Anatole. A veces, cuando éste regresaba a casa tras pasar la noche fuera, con Achille, en Le Chat Noir, entraba en su dormitorio, se dejaba caer en el viejo sillón, a los pies de su cama, y ella, con el cobertor hasta la barbilla, escuchaba todo lo que él quisiera contarle.

Debussy escribía más que nada acerca de sí mismo, y llenaba hoja tras hoja con su caligrafía retorcida. A Léonie tampoco le importaba. Bastaba para llevar sus pensamientos lejos de la situación en que se encontraba. Sonrió cuando le narró sus visitas matinales a la iglesia de Saint-Gervais para escuchar los cánticos gregorianos con sus amigos ateos, sentados en actitud desafiante, de espaldas al altar, lo cual tuvo que ser una grave afrenta tanto para la congregación como para el sacerdote que oficiara la ceremonia.

Léonie no podía dejar sola a Isolde, e incluso cuando tuvo libertad para emprender algún viaje, la sola idea de regresar a París le causaba un dolor excesivo. Por petición suya, Achille y Gaby Dupont hicieron una serie de visitas regulares al cementerio de Passy, en el decimosexto
arrondissement,
para poner flores en la tumba de Marguerite Vernier. La tumba, que había pagado Du Pont de su bolsillo en un último acto de generosidad, estaba cerca de la del pintor Édouard Manet, le dijo Achille en una carta. Un sitio apacible, con sombra. Léonie pensó que a su madre le agradaría yacer con tal compañía.

Cambió el tiempo con la llegada del mes de abril, que apareció como un general en el campo de batalla. Agresivo, vocinglero, belicoso. Las escuadrillas de nubes veloces surcaban el cielo sobre las cumbres de los montes. Los días empezaron a ser un poco más largos, las mañanas un poco más luminosas. A Marieta se le agotaron las agujas y los carretes de hilo. Añadió generosos pliegues a las blusas de Isolde y abrió las costuras de las faldas para que se acoplasen mejor a su cambiante silueta.

Las flores del valle, púrpuras, blancas, rosadas, comenzaron a asomar trabajosamente a través de la costra de la tierra, alzando sus corolas a la luz. Se hicieron más fuertes las manchas de color, como si fueran pinceladas aplicadas por un pintor, y cada vez más frecuentes, vibrando en el verdor del césped, a la orilla de los senderos.

Llegó mayo de puntillas, con timidez, insinuando sólo la promesa de los largos días del verano aún por venir, la luz del sol moteada entre los árboles sobre el agua quieta. En las calles de Rennes-les-Bains, Léonie se aventuró a menudo a visitar a monsieur Baillard, o bien a reunirse con madame Bousquet para tomar un té por la tarde, en el salón del hotel Reine. En los balcones de las modestas casas del pueblo los canarios cantaban en las jaulas colgadas en el exterior. Los limoneros y los naranjos estaban en flor, y su aroma inundaba las calles. En todos los rincones, las primeras frutas de la temporada llegaban en carretas desde el otro lado de los montes, desde España, y no tardaban en venderse.

El Domaine de la Cade recuperó de repente su glorioso esplendor bajo un cielo azul e infinito. El intenso sol de junio daba brillo a los resplandecientes, níveos picos de los Pirineos. Por fin había llegado el verano.

Desde París, Achille le escribió para contarle que
maître
Maeterlinck le había dado su permiso para que musicara su nuevo drama,
Pelléas et Mélisande.
También le envió un ejemplar de un libro de Zola,
La debacle,
que transcurría en el verano de 1870, durante la guerra franco-prusiana. Adjuntó una nota personal en la que le decía que sin duda el libro le hubiera interesado mucho a Anatole, igual que le había agradado a él, por ser hijos de
communards
condenados. A Léonie le costó trabajo leer la novela, aunque agradeció el sentimiento que llevó a Achille a hacerle un obsequio tan considerado.

No permitió que sus pensamientos regresaran a las cartas del tarot. Estaban innegablemente unidas a los espeluznantes sucesos de la Noche de Difuntos, y si bien no había logrado convencer al abad Sauniére para que le hablase de todo lo que había visto, de todo lo que había hecho a favor de su tío, recordó las advertencias de monsieur Baillard en el sentido de que el demonio, Asmodeus, rondaba por los valles cuando llegaban tiempos difíciles. Aunque no creyera en tales supersticiones, o al menos eso se decía con frecuencia, no quería de ninguna manera arriesgarse a provocar un rebrote de tales terrores. Guardó sus dibujos, aunque la serie había quedado incompleta. Eran un recordatorio demasiado doloroso de su hermano y de su madre. El Diablo y La Torre quedaron inacabados.

Tampoco regresó Léonie a la arboleda en la que crecían los enebros silvestres. Su proximidad al claro en el que había tenido lugar el duelo, en donde había caído Anatole, la descorazonaba de un modo insufrible. Eran demasiadas las cosas que tendría que contemplar si se adentrase en el bosque por aquella dirección.

Los dolores del parto comenzaron a primera hora de la mañana del viernes 24 de junio, festividad de San Juan Bautista.

Monsieur Baillard, gracias a sus redes ocultas de amigos y camaradas, se aseguró de contar con los servicios de una
sage-femme
de su aldea natal de Los Seres. Tanto ella como la comadrona llegaron con tiempo de sobra para asistir al parto.

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