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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

Sepulcro (69 page)

Ella no lo creyó, aunque al mismo tiempo se le desbocó el corazón.

—¿Y eso fue lo que hizo mi tío, monsieur Baillard? ¿Me está pidiendo que acepte que mi tío, por medio de la intervención de las cartas e invocando al espíritu del lugar, quiso entrar en contacto con el diablo Asmodeus? ¿Y que entonces vio que era incapaz de dominarlo? ¿Quiere decir que todas esas historias que hablan de las bestias son en realidad muy ciertas? ¿Que mi tío fue responsable, moralmente al menos, de las matanzas que se produjeron en el valle? ¿Y que además lo sabía?

Audric Baillard le sostuvo la mirada.

—Lo sabía, sí.

—Y por esa razón se vio obligado a recurrir a los servicios del abad Sauniére —siguió diciendo ella—, para alejar al monstruo que el había puesto en libertad. —Calló un momento—. ¿Todo esto lo sabe mi tía Isolde?

—Todo esto sucedió antes de que ella llegara. No lo sabe.

Léonie se puso en pie y se acercó a la ventana.

—Yo no lo creo —dijo bruscamente—. Esas historias… Diablos, demonios. Esas historias no tienen cabida en el mundo moderno. —Bajó la voz, pensando en lo lastimoso de todo ello—. Esos niños… —susurró.

Volvió a pasear de un lado a otro, ocasionando el crujido y el rechinar de los tablones del suelo, que así parecían protestar.

—Yo no lo creo —repitió, pero con menos certidumbre en la voz.

—La sangre quiere más sangre —sentenció Baillard en voz baja—. Hay determinadas cosas que concitan el mal. Un lugar, un objeto, una persona pueden, a fuerza de malquerer, atraer en ellos las circunstancias adversas, las maldades, los pecados.

Léonie se detuvo. Sus pensamientos iban por otros derroteros. Contempló a su amable anfitrión, y entonces se recostó en su asiento.

—Aun suponiendo que pudiera yo aceptar tales cosas, ¿qué hay de las cartas de la baraja, monsieur Baillard? A menos que yo no lo haya entendido bien, usted está dando a entender que puede existir una fuerza que propicie tanto la buena voluntad como a la malquerencia, según sean las circunstancias en que se use.

—Así es. Considere que una espada no es un instrumento ni del bien ni del mal. Es la mano que la esgrime la que la convierte en una cosa o en otra, no el acero.

Léonie asintió.

—¿Y qué hay de la procedencia de las cartas? ¿Quién fue el que las pintó? ¿Cuándo? ¿Con qué intenciones? Cuando leí el libro de mi tío por vez primera, me pareció entender que lo que estaba diciendo era que los cuadros de la pared del sepulcro tal vez, y a saber cómo, pueden bajarse de la pared e imprimirse en las cartas.

Audric Baillard sonrió.

—Si ése fuera el caso,
madomaiséla
Léonie, sólo habría ocho cartas, y resulta que hay una baraja completa.

Se le encogió el corazón.

—Sí, supongo que sí. Eso no lo había pensado.

—No obstante —siguió hablando—, eso no significa que no haya algo de verdad en lo que acaba de decir usted.

—En cuyo caso, monsieur Baillard, dígame: ¿por qué esos ocho retablos en concreto? —En sus ojos verdes centelleaba la luz de una nueva idea—. ¿Podría ser que las ocho imágenes que siguen impresas en la pared sean las mismas que mi tío quiso invocar? ¿Podría ser que en otra situación, en una comunicación diferente entre los mundos, fueran otros retablos, imágenes de otras cartas, las que resultaran visibles en las paredes? —Hizo una pausa—. ¿Tomadas tal vez de cuadros?

Audric Baillard permitió que una tenue sonrisa asomase a sus labios.

—Las cartas más elementales, las simples cartas de jugar a los naipes, se remontan a una época desdichada, en la que una vez más los hombres, llevados por la fe al crimen y a la opresión y a extirpar de la tierra a toda costa lo que consideraban herejía, precipitaron al mundo en un baño de sangre.

—¿Los albigenses? —quiso saber Léonie, al recordar algunas conversaciones entre Anatole e Isolde sobre la trágica historia que vivió el Languedoc en el siglo XIII.

Asintió con gesto de resignación.

—Ay,
madomaiséla,
si las lecciones se aprendieran a la primera… Pero mucho me temo que no es así.

En la gravedad de su voz, a Léonie le pareció que tras sus palabras asomaba una sabiduría capaz de abarcar siglos enteros. Y ella, que nunca había tenido el menor interés por los sucesos del pasado, se encontró deseosa de comprender cómo había desembocado un hecho en otro.

—No hablo de los albigenses,
madomaiséla
Léonie, sino de las guerras de religión que se produjeron más adelante, los conflictos del siglo XVI, entre la dinastía católica de Guise y lo que podríamos llamar, simplificando tal vez más de la cuenta, la dinastía de los Borbones, que eran hugonotes. —Alzó ambas manos y las dejó caer—. Como siempre ha sido, como tal vez haya de ser siempre, las exigencias de la fe muy pronto se unieron indisolublemente a las del territorio y el control.

—¿Y las cartas datan de esa época? —preguntó con urgencia.

—Las cincuenta y seis cartas originales, ideadas tan sólo para pasar las largas tardes de invierno, imitaron en gran medida la tradición de un juego italiano, el
tarrochi.
Cien años antes de la época a que me refiero, los reyes y los nobles cortesanos de Italia inventaron y pusieron de moda esta clase de entretenimientos. Cuando nació la República, las cartas más altas, con las figuras de la corte, fueron sustituidas por el maître y la Maítresse, el Fils y la Fille, como ya ha visto usted.

—«La Fille d'Épées» —puntualizó ella, acordándose del cuadro que había en la pared del sepulcro.

—Así es. Y fue más o menos en la misma época, en vísperas de la Revolución, cuando se transformó en Francia el inofensivo juego del tarot en algo muy distinto. En un sistema de adivinación, una forma de vincular lo visto, y lo conocido, con lo invisible y lo desconocido.

—¿Así que la baraja ya estaba en el Domaine de la Cade?

—Las cincuenta y seis cartas se hallaban en poder de la casa, si quiere, y no de los individuos que la habitaron. El ancestral espíritu del lugar obró sus efectos sobre la baraja; las leyendas y los rumores invistieron a las cartas de otro sentido, de otro propósito. Las cartas estaban a la espera, ya lo ve usted, de alguien que supiera completar la secuencia.

—Mi tío —dijo ella, y fue una afirmación, no una pregunta.

Baillard asintió.

—Lascombe leía los libros que publicaban entonces los cartománticos de París, las obras antiguas de Antoine Court de Gébelin, los escritos contemporáneos de Eliphas Lévi y de Romain Merlin, y quedó completamente seducido por sus lecturas. A la baraja de cartas que heredó le añadió los veintidós arcanos mayores, los que representan los elementos fundamentales de la vida y lo que hay tras ellos, y colocó aquellos que deseaba invocar en la pared del sepulcro.

—¿Mi difunto tío pintó las veintidós cartas adicionales?

—Así es. —Calló unos instantes—.
Madomaiséla
Léonie, ¿cree usted sinceramente que a través de la intervención de las cartas del tarot, en un lugar específico y en las condiciones que posibilitan tales cosas, es posible invocar a los demonios, a los espectros?

—No parece creíble, monsieur Baillard, y sin embargo me parece que, en efecto, lo creo. —Guardó silencio un momento y pareció pensar—. Lo que sin embargo no entiendo es cómo controlan las cartas a los espíritus.

—Ah, no. Eso sí que no —replicó Baillard al punto—. Ése es el error que cometió su señor tío. Las cartas tal vez sirvan para invocar a los espíritus, sí, pero nunca podrán controlarlos. Todas las posibilidades están contenidas en las imágenes, todos los rasgos de carácter, todos los deseos humanos, lo bueno y lo malo, todas nuestras largas y entreveradas historias. Pero si es puesto en libertad, todo ello puede adquirir vida propia.

Léonie frunció el ceño.

—No lo entiendo.

—Los retablos que hay en la pared son las huellas de las últimas cartas que se invocaron en ese lugar. Pero si uno fuese a alterar por medio de un pincel los rasgos de una de las cartas, adoptarían por el contrario otras características. Las cartas pueden relatar historias distintas —dijo él.

—¿Y esto mismo sucedería con esas cartas en cualquier parte? —preguntó ella—. ¿O sólo sucede en el Domaine de la Cade, en el sepulcro?

—Se trata de una combinación única,
madomaiséla,
de imagen y sonido y espíritu del lugar. Ese lugar en ruinas, y sólo ése —precisó—. Al mismo tiempo, el lugar influye en las cartas. Por ejemplo, podría darse el caso de que La Fuerza actualmente se adscriba de manera específica a usted. Por medio de su espíritu artístico.

Léonie lo miró con extrañeza.

—Pero es que yo no he visto las cartas en sí. Desde luego, no he querido pintar cartas, sino sólo imitaciones, sobre un papel corriente, de aquello que vi en las paredes del sepulcro.

Él sonrió despacio.

—Las cosas no siempre quedan adheridas a algo,
madomaiséla.
Además, usted ha pintado algo más que su autorretrato en las cartas, ¿no es así? Ha pintado también a su hermano y a su tía en esas imágenes.

Ella se puso colorada.

—Son imágenes que tienen la intención de servir de regalo —adujo ella—. Como recordatorio del tiempo que hemos pasado aquí.

—Es posible. —El inclinó la
cabeza,
a un lado—. Por medio de esas imágenes, sus historias, las de ustedes, pervivirán mucho más allá del tiempo en que pueda usted relatarlas con su propia voz.

—Monsieur, me está atemorizando —dijo ella de un modo cortante.

—No es ésa mi intención.

Léonie hizo una pausa antes de formular la pregunta que tenía en la punta de la lengua desde el primer momento en que oyó hablar de las cartas del tarot.

—¿Existe todavía esa baraja?

El la traspasó con sus ojos sabios.

—La baraja sobrevive —respondió al cabo.

—¿En la casa? —preguntó rápidamente.

—El abad Sauniére rogó a su tío que destruyera las cartas, que las quemase, para que nunca otro hombre pudiera caer en la tentación de servirse de ellas. Le pidió que destruyera el sepulcro. —Baillard negó con un gesto—. Pero Jules Lascombe era un erudito. No estaba en su mano destruir algo de tan antiguo origen, tal como el abad tampoco hubiera podido renunciar nunca a su Dios.

—Entonces, ¿las cartas están escondidas en alguna parte de la finca? Tengo la certeza de que no se encuentran en el sepulcro.

—Están a salvo —concluyó él—. Escondidas en donde se seca el río, en un lugar en el que se enterraba antaño a los reyes.

—Pero es que en ese caso…

Audric Baillard se llevó el dedo índice a los labios.

—Le he contado todo esto por pensar que puede ser una buena forma de domeñar su naturaleza curiosa,
madomaiséla
Léonie, y no para avivarla más. Entiendo el modo en que se ha visto arrastrada a esta historia, lo mucho que desea comprender mejor a su familia y los acontecimientos que han dado forma a las vidas de sus antepasados. Pero le vuelvo a repetir el aviso que ya le di: no hallará nada bueno si se empeña en encontrar las cartas, especialmente en una época en que las cosas se hallan en un precario equilibrio.

—¿En una época? ¿A qué se refiere, monsieur Baillard? ¿A que ya se acerca noviembre?

Quedó claro, por la expresión que había adoptado, que no estaba dispuesto a decir nada más. Léonie golpeó la tarima con la suela. Eran muchas las preguntas que aún tenía y que deseaba formular. Respiró hondo, pero él tomó la palabra sin dejarle añadir nada más.

—Ya es suficiente —dijo.

Por la ventana abierta les llegó el repicar de la campana de la pequeña iglesia de Saint-Celse y Saint-Nazaire, que daba las doce del mediodía. Una nota endeble, inapreciable, que señalaba el transcurrir de la mañana.

El sonido devolvió de golpe la atención de Léonie al presente. Había olvidado su tarea. Se puso en pie de un salto.

—Discúlpeme, monsieur Baillard, pero ya le he robado mucho tiempo. —Se puso los guantes rápidamente—. Y, por eso mismo, se me han olvidado otras responsabilidades con las que debía cumplir esta mañana. La oficina de correos… Si me apresuro, tal vez todavía…

Con el sombrero en la mano, Léonie atravesó corriendo la sala camino de la puerta. Audric Baillard, con su figura elegante e intemporal, se puso en pie.

—Si me fuera posible, monsieur, ¿me permitiría visitarle de nuevo? Adiós.

—Naturalmente,
madomaiséla.
El gusto es mío.

Léonie agitó el brazo y abandonó la sala corriendo por el pasillo para salir a la calle, dejando a Audric Baillard solo en su recogido salón, sumido en sus profundas reflexiones. El criado salió de las sombras y cerró la puerta tras ella.

Baillard volvió a sentarse en su sillón.


Si es atal es atal
—murmuró en su lengua materna. Las cosas serán como tengan que ser—. Pero tratándose de esta joven, ojalá no fuera así.

C
APÍTULO
73

L
éonie recorrió a la carrera la calle Hermite, estirándose los guantes sobre las muñecas y peleándose con los botones. Dobló la esquina bruscamente, a la derecha, para ir a la oficina de correos.

La doble puerta de madera estaba cerrada del todo. Léonie la aporreó con el puño y se puso a gritar.

—¿Por favor? —Sólo pasaban tres minutos de las doce. Alguien tendría que haber dentro, seguro—. ¿Hay alguien? Es muy importante.

No había señales de vida. Volvió a golpear la puerta, a llamar de nuevo, pero no acudió nadie. Una mujer malhumorada, con dos trenzas grisáceas, se asomó a la ventana de enfrente y le dijo a gritos que dejara de hacer ruido.

Léonie pidió disculpas, dándose cuenta de que era una estupidez llamar la atención de esa manera. Si hubiera llegado una carta para ella, una de monsieur Constant, estaba destinada a quedarse donde estaba al menos por el momento. No podía quedarse en Rennes-les-Bains hasta la hora en que se abriera de nuevo la oficina de correos por la tarde. Sencillamente, tendría que volver en otra ocasión.

Sus emociones eran confusas. Estaba indignada consigo misma por no haber logrado hacer lo único que se había propuesto en su visita a la localidad. Al mismo tiempo, tenía la sensación de haber hecho algo importante que le permitía disfrutar de ese aplazamiento.

Al menos, no tengo constancia de que monsieur Constant no haya escrito.

Su confuso razonamiento de un modo inesperado la animó.

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