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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

Sepulcro (68 page)

Léonie se quitó el sombrero y los guantes antes de sentarse frente a él.

—Ha mejorado bastante, por suerte. Nos sorprendió el mal tiempo de la semana pasada y mi tía se cogió un resfriado. Hubo que llamar al médico, pero ya ha pasado lo peor. Cada día que pasa se encuentra más fuerte.

—Su salud pende de un hilo —dijo él de pronto—, pero aún es pronto. Todo se arreglará a su tiempo.

Léonie lo miró extrañada ante esta incongruencia, pero en ese momento volvió el chiquillo con una bandeja de latón en la que traía dos copas muy historiadas y una jarra de plata que parecía una cafetera, aunque tenía dibujos en forma de rombos. Y se le escapó la ocasión de preguntar.

—Viene de Tierra Santa —indicó su anfitrión—. Regalo de un viejo amigo, de hace ya muchos años.

El criado le entregó una copa llena de un líquido rojo y espeso.

—¿Qué es esto, monsieur Baillard?

—Un licor de cerezas que hacen aquí,
guignolet.
Reconozco que soy bastante aficionado. Sabe particularmente bien cuando se toma con galletas de pimienta negra. —Hizo un gesto, y el chiquillo ofreció el plato a Léonie—. Son una especialidad del pueblo, se pueden comprar casi en cualquier parte, pero le aseguro que éstas, que son las que hacen en el establecimiento de los Fréres Marcel, son de largo las mejores que he probado nunca.

Léonie dio un sorbo de
guignolet
y tosió inmediatamente. Era dulce, sabía intensamente a cerezas silvestres, pero era desde luego muy fuerte.

Monsieur Baillard dio un sorbo y dejó la copa en la mesa que tenía al lado del sillón.

—Ha regresado usted antes de lo que esperábamos —dijo ella—. Mi tía me llevó a creer que estaría usted fuera del pueblo hasta noviembre al menos, tal vez hasta la Navidad.

—Resolví mis asuntos pendientes antes de lo que esperaba, de modo que he regresado, así es. Corren algunas habladurías por el pueblo. Pensé que, estando aquí, podría ser de más utilidad.

¿Utilidad?
A Léonie le pareció una palabra realmente extraña, pero no dijo nada al respecto.

—¿Y dónde ha estado, monsieur?

—He ido a visitar a unos antiguos amigos —respondió en voz baja—. Además, tengo una casa en el monte, en un pueblecito que se llama Los Seres, y que no está lejos de la antigua fortaleza de Montségur. Quería asegurarme de que estaba en buenas condiciones en el caso de que tenga que pasar allí un tiempo, como es de prever.

Léonie frunció el ceño.

—¿Es así, monsieur? Tenía la impresión de que había alquilado aquí su casa para evitarse los rigores del invierno en el monte.

Le centellearon los ojos.

—He vivido muchos inviernos en el monte,
madomaiséla
—admitió con dulzura—. Unos muy duros, otros no tanto. —Calló un instante y pareció que se dejaba llevar por otros pensamientos—. Pero dígame, dígame —dijo al fin, rehaciéndose una vez más—. ¿Qué me cuenta de usted? ¿Cómo han ido estas últimas semanas? ¿Ha tenido nuevas aventuras,
madomaiséla
Léonie, desde la última vez que nos vimos?

Ella lo miró a los ojos.

—No he vuelto al sepulcro, monsieur Baillard —contestó—, si a eso se refiere.

El sonrió.

—Pues claro que me refería a eso.

—Aunque debo confesarle que el asunto del tarot ha seguido interesándome. —Examinó la expresión de su rostro, el cual, curtido por el paso del tiempo, no delató nada que ella pudiera captar—. He comenzado una serie de pinturas. —Vaciló—. Las imágenes que hay en las paredes.

—¿De veras?

—No son más que estudios, a mi parecer. No, mejor dicho, son meras copias.

El se inclinó hacia delante.

—¿Y ha probado a hacerlas todas?

—No, la verdad es que no —respondió, aunque le había parecido una pregunta extraña—. Sólo las que hay al principio. Las que llaman arcanos mayores, pero ni siquiera todos ellos. He descubierto que siento rechazo ante la idea de dibujar algunas de las imágenes. Por ejemplo, El Diablo.

—¿Y La Torre?

Entornó los ojos verdes.

—Así es. La Torre tampoco. ¿Cómo ha sabido…?

—¿Cuándo dice que comenzó a pintar esas ilustraciones,
madomaiséla?

—La tarde del día en que tuvimos la cena de gala. Sólo quería entretenerme, pasar las horas desocupadas mientras esperaba. Sin la menor conciencia, sin intención de ninguna clase, de pronto vi que me había retratado yo misma en el cuadro, monsieur Baillard, y por eso me sentí deseosa de continuar.

—¿Me permite preguntarle en cuál de ellos ha hecho su autorretrato?

—En La Fuerza. —Calló un instante, y se estremeció al recordar la complejidad de las emociones que en aquel momento sintió—. Aquella cara era mi cara. ¿Por qué cree que fue así?

—La explicación más evidente sería que usted reconoce en sí misma la característica de la fuerza.

Léonie aguardó, esperando algo más, hasta que de nuevo le quedó claro que monsieur Baillard había dicho todo cuanto iba a decir al respecto.

—Reconozco que cada vez me siento más intrigada por mi tío y por las experiencias que describe en su librito titulado
Les tarots
—siguió hablando Léonie—. No es mi deseo presionarle, ni llevarlo a obrar en contra de su criterio, monsieur Baillard, pero me he preguntado si conocía usted a mi tío en la época en que se produjeron los acontecimientos que relata en su libro… —Escrutó su rostro en busca de alguna señal que le diera ánimo o bien que manifestara su contrariedad o incluso su rechazo ante las preguntas que le estaba haciendo. Pero su expresión era imposible de interpretar—. He comprendido, si no estoy en un error, que aquella situación se produjo… exactamente en el periodo comprendido entre el momento en que mi madre se marchó del Domaine de la Cade y la fecha en que mi tía y mi tío se casaron. —Vaciló—. Imagino, sin ninguna intención de ser irrespetuosa, que era por su propia naturaleza un hombre solitario. No le atraía la compañía de los demás, vaya.

Calló una vez más, dando a monsieur Baillard la oportunidad de darle una respuesta. Una vez más permaneció en absoluto silencio, inmóvil, las manos surcadas por las venas y recogidas en el regazo, aparentemente contento de escucharla.

—Por algunos comentarios que ha hecho tía Isolde —siguió diciendo Léonie—, deduje que usted había intervenido a la hora de presentar a mi tío y al Abbé Sauniére, cuando éste fue nombrado titular de la parroquia de Rennes-le-Cháteau. Ella también insinuó que hubo algo desagradable, rumores, incidentes que se atribuyeron al sepulcro y que precisaron de la intervención de un sacerdote.

—Ah. —Audric Baillard apretó las yemas de los dedos de ambas manos, unas con otras.

Ella respiró hondo.

—Tengo… ¿Llevó a cabo el abad Sauniére un exorcismo en nombre de mi tío? ¿Es eso? ¿Tuvo lugar ese… acontecimiento en el sepulcro?

Esta vez, tras hacer la pregunta, Léonie no se precipitó. Dejó que fuera el silencio el que obrase el efecto de la persuasión. Durante un tiempo interminable, o al menos eso le pareció, el único sonido fue el tictac del reloj en la repisa de la chimenea.

En alguna habitación, desde la otra punta del pasillo, le llegó el tintineo de la loza y el inconfundible roce de una escoba en el suelo de tarima.

—Para librar el lugar de todo mal —dijo ella al fin—. ¿Es así? Una o dos veces me ha parecido entreverlo. Pero ahora comprendo que mi madre tal vez llegara a sentir su presencia, monsieur, cuando era una niña. Se marchó del Domaine tan pronto le fue posible.

C
APÍTULO
72

E
n algunas barajas de cartas del tarot —dijo Baillard con llaneza—, la que representa al Diablo toma por modelo la cabeza de Bafomet, el ídolo al que fueron acusados, es verdad que en falso, de adorar los Pobres Caballeros del Templo de Salomón.

Léonie asintió, aunque no le quedó nada claro qué relevancia pudiera tener esta digresión.

—Se decía que existía un presbiterio de los templarios no muy lejos de aquí, en concreto en Bézu —siguió explicando—. Nunca llegó a existir tal cosa. En lo que se refiere a los datos históricos, ha habido ciertas confusiones que se han perpetuado en la memoria colectiva, debido sobre todo a una superposición completamente arbitraria de los albigenses con los Caballeros del Temple. Es verdad que existieron en un mismo momento histórico, pero apenas mantuvieron los unos con los otros la menor relación. Se trata de una coincidencia puramente temporal, no de una superposición ni menos aún de una identificación.

—¿Y qué relación guarda todo esto con el Domaine de la Cade, monsieur Baillard?

El sonrió.

—Ya observó usted, durante su visita, la estatua de Asmodeus en el sepulcro,
¿é?
Me refiero a la que sustenta todo el peso del
bénitier
cargándolo a hombros.

—En efecto, la vi.

—Asmodeus, también conocido con los nombres de Ashmadia o Asmodai, con toda probabilidad es un vocablo que deriva del persa, de
aeshmadaeva,
que significa demonio de la ira. Asmodeus aparece en el deuterocanónico Libro de Tobit, y vuelve a aparecer en el Testamento de Salomón, que es una de las obras pseudoepigráficas del Antiguo Testamento. Es decir, se trata de una obra presuntamente escrita por Salomón y atribuida a él, aunque es improbable que esta atribución coincida realmente con la verdad histórica.

Léonie asintió, aun cuando su conocimiento del Antiguo Testamento era un tanto limitado. Ni ella ni Anatole habían asistido a la iglesia los domingos ni habían aprendido el catecismo. Las supersticiones religiosas, al decir de su madre, no concordaban con la sensibilidad moderna. Tradicional en lo tocante a la sociedad y las costumbres, Marguerite había sido, sin embargo, una vehemente anticlerical. Léonie de pronto se preguntó, por vez primera, si la violencia de los sentimientos de su madre en este terreno podría remontarse al ambiente que respiró en el Domaine de la Cade, donde a duras penas había soportado su infancia, y tomó nota para preguntárselo en la primera ocasión que se le presentase.

La voz sosegada de monsieur Baillard la sacó de sus reflexiones.

—La historia, en ese libro, nos relata que el rey Salomón invocó la ayuda de Asmodeus para la construcción del Templo, del gran templo que había de llevar su nombre. Asmodeus, un demonio asociado sobre todo a la lujuria, en efecto comparece, pero su presencia causa numerosos trastornos. Es él quien predice que el reino de Salomón un día habrá de quedar dividido.

Baillard se puso en pie, cruzó la estancia y tomó de un estante un tomo pequeño, encuadernado en piel de color marrón. Volvió las finísimas páginas con sus dedos delicados hasta encontrar el pasaje que buscaba.

—Dice así: «Mi constelación es como un animal que se reclina en su guarida —afirmó el demonio—. No me pidas demasiadas cosas, Salomón, porque con el tiempo tu reino habrá de ser dividido. Esta gloria a la que aspiras es puramente temporal. Nos podrás torturar durante un tiempo, pero entonces habremos de dispersarnos entre los seres humanos de nuevo, a resultas de lo cual se nos profesará adoración como a los dioses, porque los hombres no conocen el nombre de los ángeles que nos gobiernan». —Cerró el libro y alzó los ojos—. Testamento de Salomón, capítulo quinto, versículos cuatro y cinco.

Léonie no supo cómo reaccionar ante esta información, de modo que guardó silencio.

—Asmodeus, como ya dije con anterioridad, es un demonio al que se relaciona con los deseos carnales —continuó monsieur Baillard—. Es, de manera muy especial, enemigo de los recién casados. En el apócrifo Libro de Tobit al que me refería antes, atormenta a una mujer llamada Sara, matando a cada uno de sus siete esposos antes de que el matrimonio llegue a consumarse. A la octava ocasión, el arcángel Rafael instruye al último pretendiente de Sara para que ponga el corazón y el hígado de un pez sobre unas brasas al rojo. El humo maloliente que despide repele a Asmodeus y lo hace huir a Egipto, donde Rafael lo encadena una vez vencidos sus poderes.

Léonie se estremeció no ante sus palabras, sino ante el repentino recuerdo del tenue y sin embargo repugnante hedor que la asaltó cuando se hallaba en el sepulcro.

Un olor inexplicable a humedad, a humo, a mar.

—Estas parábolas parecen un tanto arcaicas, ¿no es cierto? —dijo su anfitrión—. Su pretensión no es otra que transmitir una verdad de mayores dimensiones, pero es corriente que sólo sirvan para oscurecer lo que pretenden aclarar. —Golpeó la cubierta del libro, de piel, con sus dedos largos y delgados—. En el Libro de Salomón también se dice que Asmodeus detesta estar cerca del agua.

Léonie se enderezó en su asiento.

—¿Y tal vez por eso lleva la pila del agua bendita sobre los hombros? ¿Podría ser eso, monsieur Baillard?

—Podría ser —reconoció—. Asmodeus aparece en otras obras, en otros comentarios religiosos. En el Talmud, por ejemplo, se corresponde con Ashmedai, un personaje mucho menos malévolo que el Asmodeus de Tobit, aunque sus deseos se centran en las mujeres de Salomón y en Betsabé. Años más tarde, a mediados del siglo XV, vuelve a parecer como demonio de la lujuria en el
Malleus Maleficarum,
un catálogo bastante simplista a mi entender de los demonios y sus maldades. Siendo coleccionista, se trata de un libro que tal vez conozca su hermano…

Léonie se encogió de hombros.

—Es posible que sí, claro.

—Hay quienes piensan que los distintos diablos tenían una fuerza especial en distintas épocas del año.

—¿Y cuándo se considera que es más poderoso Asmodeus?

—Durante el mes de noviembre.

—Noviembre —repitió. Se paró a pensar un momento—. Pero… ¿qué significa, monsieur Baillard, esta unión de la superstición y la suposición…, las cartas, el sepulcro, ese demonio con aversión al agua y odio al matrimonio?

Baillard devolvió el libro al estante y se acercó entonces a la ventana. Puso ambas manos en el antepecho, dándole la espalda.

—¿Monsieur Baillard? —dijo por animarle a seguir.

Él se dio la vuelta. Por un instante, el sol cobrizo que entraba por la amplia ventana pareció proyectar un halo de luz a su alrededor. Léonie tuvo la impresión de estar mirando a un profeta del Antiguo Testamento como los que se ven en los cuadros al óleo.

El volvió entonces al centro de la sala y se esfumó la ilusión.

—Significa,
madomaiséla,
que cuando las supersticiones de los lugareños hablan de que un demonio habita en estos valles, en estas laderas y bosques, cuando el tiempo se vuelve tempestuoso, no deberíamos pensar que todo eso no sean más que cuentos. Hay ciertos lugares, y el Domaine de la Cade es uno de ellos, en los que operan fuerzas ancestrales. —Hizo una pausa—. Como alternativa, hay personas que prefieren invocar a esos seres, comulgar con esos espíritus, sin llegar a entender que el mal es algo que no se puede dominar.

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