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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

Sepulcro (87 page)

Léonie encontró el presbiterio, junto a la iglesia, sin mayor dificultad. No parecía que hubiera allí dentro ninguna señal de vida. No ardía ninguna vela en el interior, al menos que ella alcanzase a ver.

Con una creciente inquietud, llamó a la recia puerta. No acudió nadie a abrir, no contestó nadie. Llamó con más fuerza.

—¿Hay alguien?

Al cabo de unos momentos resolvió probar en la iglesia. Siguió la línea oscura del edificio de piedra hasta la parte posterior. Todas las puertas, tanto al frente como en el lateral, se hallaban cerradas. Una lamparilla de aceite que apenas daba luz chisporroteaba sin ganas, colgada en un gancho de hierro.

Cada vez más impaciente, Léonie acudió a la casa del otro lado de la calle y llamó. Oyó pasos renqueantes en el interior y una mujer de edad avanzada descorrió la reja de metal que protegía la puerta.

—¿Quién va?

—Buenas noches —saludó Léonie—. Tengo una cita con el párroco Gélis, pero no me contesta nadie.

La dueña de la casa miró a Léonie con hosquedad y desconfianza y no dijo nada. Léonie introdujo la mano en el bolsillo y sacó un
sou,
del que la mujer se apoderó en el acto.


Ritou
no está —dijo al fin.


¿Ritou?

—El sacerdote. Se ha ido a Couiza.

Léonie se quedó mirándola.

—No puede ser. Recibí una carta suya hace menos de una hora, en la que me invitaba a que viniera a visitarle.

—Yo lo vi marchar —dijo la mujer con manifiesto placer—. Es usted la segunda persona que viene en su busca.

Léonie impidió con la mano que la mujer cerrase la reja, dejando pasar nada más que una fracción de luz del interior a la calle.

—¿Y quién ha venido antes? —preguntó—. ¿Un hombre?

Silencio. Léonie sacó una segunda moneda.

—Un francés —dijo la anciana, escupiendo la palabra como si fuera un insulto.

—¿Cuándo fue?

—Antes de que anocheciera. Todavía había luz.

Perpleja, Léonie retiró los dedos. La reja se cerró de inmediato.

Se dio la vuelta y se abrigó con la capa para protegerse del aire de la noche. Sólo pudo suponer que en el tiempo que había invertido el chico en hacer el viaje a pie desde Coustaussa hasta el Domaine de la Cade, el párroco Gélis había decidido dejar de esperar y se había visto incapaz de aplazar su partida por más tiempo. Tal vez le hubieran requerido por algún otro asunto urgente e imprevisto.

Cada vez más ansiosa por volver a casa después del viaje infructuoso, Léonie tomó papel y lápiz del bolsillo de la capa y dejó una nota para decir que lamentaba haber perdido la oportunidad de verle, añadiendo que haría lo posible por ir a visitarle al día siguiente. La introdujo por la ranura del buzón del presbiterio y se apresuró para regresar a donde la estaba esperando Pascal.

Pascal condujo los caballos aún a mayor velocidad que en el viaje de ida, aunque cada minuto que pasaba se le antojaba a Léonie interminable, y poco le faltó para llorar, aliviada, al ver por fin las luces del Domaine de la Cade. Él frenó al enfilar la avenida, que estaba resbaladiza por el hielo, y Léonie tuvo ganas de saltar en marcha y de adelantarse a la carrera.

Cuando por fin se detuvieron, bajó de un salto y subió corriendo las escaleras de la entrada, poseída por un terror sin nombre y sin rostro, el terror que le inspiraba la posibilidad de que hubiera ocurrido algo en su ausencia. Abrió la puerta de un empellón y se precipitó al interior.

Louis-Anatole llegó corriendo hacia ella.

—¡Está aquí! —exclamó.

A Léonie se le heló la sangre en las venas.

No, por favor. Por Dios, no. Victor Constant, no.

La puerta se cerró de golpe tras ella.

C
APÍTULO
93

B
onjorn, madomaiséla.

La voz llegó de las sombras. En un primer momento, Léonie creyó que sus oídos la engañaban.

Él asomó de las sombras para saludarla.

—He estado demasiado tiempo ausente…

Dio un salto y se abalanzó hacia él con los brazos abiertos.

—Monsieur Baillard —exclamó—. ¡Bienvenido, sea usted bienvenido!

Él sonrió mirando a Louis-Anatole, que daba saltos a su lado cambiando el peso de un pie a otro.

—Este jovencito ha cuidado muy bien de mí —dijo—. Me ha enretenido tocando el piano… de maravilla.

Sin esperar más invitación, Louis-Anatole atravesó a la carrera las baldosas rojas y negras y se lanzó sobre el teclado del piano para ponerse a tocar.

—Escúchame, tía Léonie —le gritó—. He encontrado esto en el taburete del piano. Y lo he aprendido a tocar yo solo.

Una obsesiva melodía en la menor, cadenciosa y agradable, que sus manos pequeñas se esforzaban por tocar sin desafinar. Música al fin oída. Ejecutada con verdadera destreza por el hijo de Anatole.

Sepulcro, 1891.

Léonie notó que las lágrimas le anegaban los ojos. Sintió que Audric Baillard le tomaba de la mano, notó su piel fina y seca como el papel. Permanecieron juntos, escuchando hasta que se difuminaron los últimos acordes.

Louis-Anatole descansó con las manos en el regazo, respiró hondo como si también él pretendiera captar las últimas reverberaciones de la melodía en el silencio ya casi absoluto, se dio la vuelta para mirarlos y mostró una mirada de orgullo que le iluminó el rostro.

—Ahí está —dijo muy ufano—. La he ensayado. Es para ti, tía Léonie.

—Tiene usted un gran talento,
sénher
-dijo monsieur Baillard, y aplaudió.

Louis-Anatole resplandeció de contento.

—Si no puedo ser soldado cuando sea mayor, entonces viajaré a América y seré pianista.

—Nobles oficios los dos —rió Baillard. Y acto seguido la sonrisa desapareció de su rostro—. Ahora, mi distinguido y muy dotado amigo, hay algunas cosas que su tía y yo debemos comentar. Si nos disculpa…

—Pero es que yo…

—No tardaremos, pequeño —le aseguró Léonie con firmeza—. Y no tengas ninguna duda de que te llamaremos en cuanto hayamos terminado.

Louis-Anatole suspiró, se encogió de hombros y, con una sonrisa, echó a correr hacia las cocinas llamando a Marieta.

Tan pronto como se marchó, monsieur Baillard y Léonie entraron enseguida en el salón. A tenor de sus precisas y cuidadosas preguntas, Léonie le explicó todo lo que había acontecido desde que él se marchara en enero de Rennes-les-Bains, y le habló de los hechos trágicos, desconcertantes e incluso surrealistas que habían sucedido, y de sus recelos de que Victor Constant pudiera en efecto haber regresado.

—Le escribí contándole nuestros problemas —dijo ella, incapaz de contener el tono de reproche que asomaba en su voz—, pero no tuve forma de saber si había recibido usted mis comunicaciones.

—Unas me llegaron, en efecto, y otras sospecho que se perdieron —dijo él en un tono sombrío—. De la trágica noticia de la muerte de madame Isolde sólo he tenido conocimiento esta misma tarde, nada más regresar. Me dolió mucho saberlo. Lo lamento.

Léonie lo miró y vio qué cansado estaba, qué frágil era su aspecto.

—Llevaba ya algún tiempo sumida en la mayor de las desdichas —le dijo en voz baja. Unió ambas manos—. Y dígame: ¿dónde ha estado usted? He echado en falta su compañía…, no sabe usted cuánto.

Él apretó unos contra otros los dedos largos y esbeltos de ambas manos, como si hiciera en silencio una oración.

—Si no hubiera sido un asunto de la máxima importancia para mí —susurró él—, le aseguro que nunca la hubiera dejado sola. Pero es que recibí aviso de que una persona…, una persona a quien llevaba yo esperando muchos, muchos años, por fin había regresado. No obstante… —Hizo una pausa, y en el silencio Léonie percibió el dolor aplastante que había en sus palabras—. No obtante, resultó que no era ella.

Léonie se distrajo momentáneamente. Tan sólo le había oído hablar una vez con tanto afecto, pero tuvo la impresión de que la muchacha a la que se refirió con tanta ternura había muerto muchos años antes.

—No estoy segura de haber entendido del todo bien lo que quiere usted decir, monsieur Baillard.

—No —dijo él con dulzura. Y un aire de determinación se adueñó de sus rasgos—. De haberlo sabido, nunca me hubiera marchado de Rennes-les-Bains. —Suspiró—. Sin embargo, he aprovechado mi viaje para prepararles un refugio a usted y a Louis-Anatole.

En los ojos verdes de Léonie centelleó la sorpresa.

—Pero si ésa es una decisión que tomé tan sólo hace una semana —objetó—. O menos. Usted lleva fuera de la región casi diez meses. Cómo es posible que…

Él sonrió, tranquilo.

—Tiempo atrás empecé a temer que llegara el día en que fuera necesario.

—Pero cómo…

Él alzó una mano.

—Sus sospechas son acertadas, madame Léonie. Victor Constant se encuentra en efecto en los alrededores del Domaine de la Cade.

Léonie se puso en pie de un brinco.

—Si tiene usted pruebas, es preciso que demos cuenta a las autoridades. Por el momento, se han negado a tomarse en serio mis temores.

—No tengo pruebas. Tan sólo sospechas bien fundadas. Pero no me cabe ninguna duda de que Constant ha venido con una idea fija en la mente. Es preciso que se marchen hoy mismo, esta noche. Mi casa en el monte está preparada, esperándoles. Daré las indicaciones precisas a Pascal. —Calló unos instantes—. ¿Viajarán con ustedes tanto él como Marieta, que ahora es su esposa, según tengo entendido?

Léonie asintió.

—Les he confiado a los dos mis intenciones.

—Debe usted permanecer en Los Seres todo el tiempo que desee. Desde luego, hasta que su regreso no comporte el menor riesgo.

—Gracias, gracias.

Con lágrimas en los ojos, Léonie miró alrededor, recorriendo con la mirada toda la estancia.

—Lamentaré mucho tener que abandonar esta casa —dijo Léonie en voz baja—. Para mi madre, para Isolde, fue un lugar inquietante. Para mí, a pesar de todas las penalidades que he tenido que sufrir, y de las que esta casa ha sido testigo, ha sido un lugar que me ha colmado de felicidad. —Calló—. Hay una cosa que debo confesarle, monsieur Baillard.

Él aguzó la mirada.

—Le di mi palabra de que no regresaría al sepulcro —dijo ella con sosiego—. Y la he cumplido, se lo aseguro. En cuanto a las cartas, debo decirle que aquel día, cuando me despedí de usted en Ren-nes-les-Bains…, antes del duelo y de que Anatole…

—Lo recuerdo —dijo él con suavidad.

—… decidí tomar el camino de vuelta a casa por el bosque, por ver si con un golpe de suerte podría encontrar yo el tesoro. Tan sólo quería ver las cartas del tarot.

Miró a monsieur Baillard, contando con encontrarse un gesto de decepción e incluso de reproche pintados en su rostro. Con asombro, vio que estaba sonriendo.

—Y encontró el lugar.

Fue una afirmación, no una pregunta.

—Así es. Pero le doy mi palabra —dijo Léonie, apresurándose a seguir— de que si bien miré las cartas, las devolví al lugar en que estaban escondidas. —Calló un instante—. Sin embargo, no quisiera dejarlas allí, en el terreno de la finca. Es posible que él las descubra, y en ese caso…

Mientras ella hablaba, Audnc Baillard buscó algo en el amplio bolsillo de su traje blanco. Sacó un cuadrado de seda negra, un paquete de tela que a ella le era familiar, y lo abrió. La imagen de La Fuerza era la primera, la que estaba visible sobre las demás.

—¡Las tiene usted! —exclamó Léonie, y avanzó varios pasos hacia él. Se detuvo—. ¿Usted sabía que yo había estado allí?

—Tuvo usted la bondad de dejar sus guantes a modo de recuerdo. ¿No se acuerda?

Léonie se sonrojó hasta la raíz de sus cabellos cobrizos.

Él dobló los pliegues de seda negra.

—Fui allí porque, al igual que usted, no creo que estas cartas deban caer jamás en poder de un hombre como Victor Constant. Y además… —Hizo una pausa—. Además, creo que es posible que las necesitemos.

—Usted me desaconsejó que recurriese al poder de las cartas —objetó ella.

—A menos que no quedara más remedio —añadió él en voz baja—. Pero mucho me temo que esa hora por fin haya llegado.

Léonie notó que se le desbocaba el corazón.

—¡Marchémonos ahora mismo! —Con un estremecimiento, fue de pronto consciente de la pesada tela de las enaguas de invierno, de las medias que le causaban un escozor molesto. Las peinetas de madreperla con que llevaba sujeto el cabello, un regalo que le había hecho Isolde, parecieron clavársele en el cuero cabelludo como si fueran dientes afilados—. Vayámonos. Ahora mismo.

Sin previo aviso, vino a su memoria el recuerdo de aquellas primeras y felices semanas que había pasado en el Domaine de la Cade, que habían pasado juntos Anatole, Isolde y ella, antes de que sobreviniera la tragedia. Recordó cómo en aquel ya lejano otoño de 1891 era la oscuridad lo que más temía, la oscuridad impenetrable y absoluta en contraste con las brillantes luces de París.

//
était une fois.
Erase una vez…

Era una muchacha bien distinta en aquel entonces, una joven inocente, a la que no habían rozado las tinieblas ni las pesadumbres. Las lágrimas la impidieron ver. Tuvo que cerrar los ojos.

El ruido de unos pasos a la carrera por el vestíbulo puso en fuga sus recuerdos. Se volvió en redondo, en dirección a los ruidos, en el preciso instante en que se abría de golpe la puerta del salón y Pascal entraba sin resuello.


Madama
Léonie,
sénher
Baillard —gritó—. Hay…, hay hombres. ¡Ya se han abierto camino, han atravesado el portón!

Léonie fue corriendo a la ventana. A lo lejos, en el horizonte, vio una hilera de antorchas llameantes, doradas y ocres, nítidas sobre el negro cielo de la noche.

Y entonces, más cerca, oyó el ruido de unos cristales al romperse.

C
APÍTULO
94

L
ouis-Anatole entró en la estancia a la vez que lograba soltarse de Marieta y se arrojó a los brazos de Léonie. Estaba pálido y le temblaba el labio inferior, pero hizo un esfuerzo por sonreír.

—¿Quiénes son? —preguntó con un hilillo de voz.

Léonie lo estrechó en sus brazos.

—Son hombres malos, pequeño.

Se volvió a la ventana, cubriéndose los ojos ante el cristal. Todavía a cierta distancia, la muchedumbre avanzaba decidida hacia la casa. Cada uno de los hombres portaba una tea encendida en una mano y un arma en la otra. Parecía un ejército a punto de entablar una batalla. Léonie dedujo que sólo estaban a la espera de que Constant diese la orden de pasar al ataque.

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