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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

Sepulcro (42 page)

—La inmoralidad en la vida rebaja el arte a la altura del barro —respondió Fromilhague con terquedad.

Muy pronto, casi todos los comensales se habían enzarzado en el debate.

—Está usted muy callada,
madomaiséla
Léonie —oyó una voz cerca de su oído—. ¿Acaso no le interesa a usted la literatura?

Se volvió hacia Audric Baillard.

—Me entusiasma leer —dijo ella—, pero con una compañía como ésta encuentro que es muy difícil hacer saber a los demás las opiniones que una tenga.

Él sonrió.

—Ah, desde luego.

—Y confieso —siguió diciendo, sonrojándose un poco— que gran parte de la literatura contemporánea me resulta absolutamente tediosa. Página tras página no encuentra una más que conceptos, expresiones exquisitas, ideas muy inteligentes, de acuerdo, ¡pero nunca pasa nada!

Una sonrisa destelló en los ojos de él.

—¿Son los cuentos los que le incitan la imaginación?

Léonie sonrió.

—Mi hermano Anatole siempre me ha dicho que tengo un gusto que deja mucho que desear, y supongo que en el fondo tiene razón. La novela más apasionante que he leído es
El castillo de Otranto,
pero también soy una gran admiradora de los cuentos de fantasmas de Amelia B. Edwards y de cualquiera de los que haya escrito monsieur Poe.

—Tenía talento. Un hombre atormentado, desde luego, pero genial cuando se trata de captar el lado oscuro de la naturaleza humana, ¿no le parece?

Léonie sintió un aguijonazo de placer. Había tenido que soportar demasiadas
soirées
en París, a cada cual más tediosa, en las que la mayoría de los invitados nunca le hicieron ningún caso, además de que no tenían nada interesante que decir y estaban convencidos de que sus propias opiniones no valían la pena. Monsieur Baillard parecía muy distinto.

—Desde luego —señaló—, completamente de acuerdo. Mi preferido, entre los cuentos de monsieur Poe, aunque debo confesar que me produce pesadillas cada vez que lo leo, es «El corazón delator». Un asesino enloquece al oír los latidos del corazón del hombre que ha asesinado y que ha escondido debajo de la tarima. ¡Es brillante!

—La culpa es una emoción poderosa —dijo él sin alterarse.

Léonie lo miró con atención durante unos momentos esperando a que se explicara mejor, pero él se limitó a sonreír.

—¿Me permite que sea un poco impertinente y que le haga una pregunta, monsieur Baillard?

—Por supuesto.

—Viste usted… Bueno —calló, indecisa, pues no deseaba ofenderle.

Baillard sonrió.

—¿De manera poco convencional? ¿Lejos de los uniformes de costumbre?

—¿Uniformes?

—Al menos, el uniforme que hoy en día gasta un caballero a la hora de la cena —dijo él con ojos centelleantes.

Léonie suspiró aliviada.

—Sí, eso es. Aunque no es exactamente eso, sino el hecho de que, como ha dicho mi hermano, tiene usted fama de llevar siempre algo amarillo.

—En memoria de los camaradas que cayeron —repuso. A Audric Baillard pareció que se le nublase el rostro—. Ésa es la razón.

—¿Combatió usted en Sedán? —le preguntó, y entonces vaciló un instante—. Mi padre luchó por la Comuna. Yo no llegué a conocerlo. Fue deportado a las colonias, y…

Por un instante, Audric Baillard había puesto su mano sobre la suya. Ella percibió su piel, fina como el papel, a través del tejido de sus guantes, y sintió la levedad de su tacto. Léonie no supo exactamente qué se había apoderado de ella en ese instante, y tan sólo supo que una angustia que nunca había sido consciente de sentir encontró una repentina expresión por medio de las palabras.

—¿Siempre es correcto luchar por aquello en lo que uno cree, monsieur Baillard? —inquirió en voz baja—. A menudo me lo he preguntado. ¿Aun cuando el coste para quienes nos rodean sea tan grande?

Él le estrechó los dedos.

—Siempre —dijo él con voz queda—. Y recordar a los que hayan caído en la lucha.

Momentáneamente, el ruido de las conversaciones y de los cubiertos pareció alejarse de ella. Las voces, las risas, el chinchín de la cristalería y de la plata. Léonie lo miró directamente y notó que su mirada, sus propios pensamientos, parecían ser absorbidos por la sabiduría y la experiencia que refulgía en sus ojos claros, sosegados.

Entonces volvió a sonreírle. Se le arrugaron los ojos y se quebró ese instante de intimidad.

—Los buenos cristianos en los comienzos, así como los cataros creyentes, estaban obligados a llevar una cruz amarilla prendida en sus vestimentas para significarse. —Con los dedos rozó el pañuelo amarillo girasol que llevaba en el bolsillo—. Yo lo llevo a modo de recuerdo.

Léonie ladeó la cabeza.

—Es profundo lo que usted siente por ellos, monsieur Baillard —dijo ella, y sonrió.

—Quienes se han marchado antes que nosotros no necesariamente han desaparecido,
madomaiséla
Vernier. —Se dio unos golpecitos en el corazón—. Es aquí donde siguen vivos. —Sonrió—. Usted no conoció a su padre, según dice, pero él pervive en usted. ¿No es así?

Con gran asombro, Léonie sintió que las lágrimas le desbordaban los ojos. Asintió, incapaz de controlar lo que pudiera decir. Fue en cierto sentido un alivio que el doctor Gabignaud le formulase una pregunta que se vio obligada a responder.

C
APÍTULO
43

L
os platos fueron sirviéndose uno tras otro en la mesa. La trucha recién pescada, rosácea, se desprendía de la espina como si fuera mantequilla, y a la trucha siguieron unas minúsculas costillas de cordero sobre un lecho de espárragos tardíos. A los caballeros se les sirvió un potente vino de Corbiéres, un tinto de los alrededores, sacado de la bodega de Jules Lascombe, excelentemente surtida. Para las damas se eligió un vino blanco, semidulce, de Tarascón, aromático, con cuerpo, algo oscuro, del color de una piel de cebolla caramelizada.

Enseguida se acaloraron las conversaciones, las opiniones que manifestaron unos y otros, surgieron discusiones encendidas, de religión o de política, del norte y del sur, de la ciudad y del campo, y al calor de las discusiones aumentó la temperatura reinante. Léonie miró de reojo a su hermano en varias ocasiones. Anatole se encontraba en su elemento. Sus ojos castaños centelleaban, relucía su cabello negro, y ella vio a las claras que se mostraba tan encantador con madame Bousquet que con la propia Isolde. Al mismo tiempo, no dejó de reparar en que tenía unas marcadas ojeras. Y a la luz danzante de las velas, la cicatriz de encima de la ceja destacaba de una manera llamativa.

A Léonie le llevó poco tiempo recuperarse de las intensas emociones que habían despertado en ella su conversación con Audric Baillard. Poco a poco dejó de sentirse cohibida e incluso azorada por haberse expuesto de un modo tan abierto, y tan inesperado, y esas sensaciones fueron dejando paso a la curiosidad que le produjo la razón de que lo hubiera hecho. Tras haber recuperado la compostura, se impacientó ante el deseo irreprimible de reanudar la conversación con él, pero monsieur Baillard se encontraba enzarzado en un profundo debate con el párroco, con Bérenger Sauniére. A su otro lado, el doctor Gabignaud parecía resuelto a llenar cada instante que pasara con su palabrería.

Sólo a la llegada de los postres se le presentó la ocasión de reavivar la llama.

—Tía Isolde dice que es usted todo un experto en muchos campos, monsieur Baillard. En los albigenses, en la historia de los visigodos, en los jeroglíficos de los egipcios. La primera noche que pasé en esta casa tuve ocasión de leer su monografía,
Diables et esprits maléfiques et phantómes de la montagne.
Hay un ejemplar aquí, en la biblioteca.

Él sonrió, y ella tuvo la sensación de que también él regresaba con agrado a su conversación aplazada.

—Yo mismo se lo regalé a Jules Lascombe.

—Tuvo que llevarle mucho tiempo reunir tantas historias en un solo volumen —siguió diciendo.

—No, no fue tanto —contestó él a la ligera—. Es cuestión tan sólo de escuchar al paisaje y al paisanaje, a las gentes que habitan estas tierras. Esas historias que usted dice, y que a menudo quedan registradas en forma de mitos o leyendas, que hablan de espíritus, demonios y criaturas extraordinarias, se hallan tan entretejidas en el carácter mismo de la región como los roquedales, los montes o los lagos.

—Claro, así es —dijo ella—. ¿Pero no le parece que al mismo tiempo hay misterios que no se pueden explicar?


Oc, madomaiséla, ieu tanben.
También yo creo que a veces no hay explicación.

A Léonie se le abrieron los ojos como platos.

—¿Usted habla el occitano?

—Es mi lengua materna.

—¿Usted no es francés?

Sonrió abiertamente

—No, por supuesto que no.

—Tía Isolde querría que los criados hablasen francés en la casa, pero recurren al occitano tan a menudo que ya ha dado la batalla por perdida. Ya ni siquiera les regaña…

—El occitano es la lengua de estas tierras. Del Aude, de Ariége, de Corbiéres, de Razés… y de más allá incluso, de parte de España y del Piamonte. Es la lengua de la poesía, de los cuentos, del folclore.

—Entonces, ¿usted es nativo de esta región, monsieur Baillard?


Pas luénh
—respondió, pasando a la ligera sobre su pregunta.

Comprendió de repente que él le podría traducir las palabras que había visto inscritas sobre la puerta del sepulcro, y acto seguido tuvo el vivido recuerdo del ruido de las garras sobre las losas, como si un animal atrapado arañase. Sintió un estremecimiento.

—Pero… ¿son ciertas esas historias, monsieur Baillard? —le preguntó—. Las que hablan de espíritus malignos, fantasmas y demonios. ¿Son ciertas?


¿Vertat?
—dijo, y con sus pálidos ojos miró intensamente a los suyos durante unos segundos más de lo que habría sido necesario—. ¿Y quién podría asegurarlo,
madomaisela?
Hay quienes creen que el velo que separa una dimensión de otra es tan fino, tan transparente, por así decir, que casi resultaría invisible e impalpable. Otros en cambio insistirán en que todo eso es imposible, en que sólo las leyes científicas dictan aquello que podemos o no podemos creer. —Hizo una pausa—. Yo, por mi parte, sólo puedo decirle que las actitudes cambian con el tiempo. Lo que en un siglo se tiene por verdad irrebatible, en otro se considerará una herejía.

—Monsieur Baillard —continuó Léonie al punto—, cuando estuve leyendo su libro, no pude por menos que preguntarme si las leyendas se pliegan siempre al paisaje, a la naturaleza que nos rodea. ¿Recibieron su nombre el Sillón del Diablo o el Estanque del Diablo de los cuentos que se contaban por estos pagos o acaso surgieron esos cuentos para dar entidad a esos lugares?

El asintió y sonrió.

—Ésa es una pregunta muy perspicaz,
madomaisela.

Baillard hablaba con tono quedo, y sin embargo Léonie tuvo la sensación de que todos los demás sonidos se apagaban en presencia de aquella voz clara e intemporal.

—Lo que nosotros llamamos civilización no es más que la forma que tiene el hombre de intentar imponer sus valores sobre el mundo de la naturaleza. Los libros, la música, la pintura, todas esas creaciones artificiosas que han ocupado a los demás invitados en esta velada no son sino empeños por captar el alma de cuanto vemos a nuestro alrededor. No es más que una forma de tratar de extraer un sentido, de ordenar nuestras experiencias humanas y darles la forma de algo manejable, algo que podamos controlar.

Léonie lo miró atentamente unos instantes.

—Pero los fantasmas, monsieur Baillard, y los demonios… —dijo muy despacio—. ¿Usted cree en los fantasmas?


Benleu
—respondió él con su voz, al tiempo suave y contundente—. Tal vez.

Se giró hacia los ventanales, como si buscara a alguien que estuviera en ese momento del otro lado, y se volvió hacia Léonie.

—Esto es todo lo que pienso decir. En dos ocasiones, con anterioridad, el diablo que ronda por este lugar ha sido convocado. En dos ocasiones ha sido derrotado. —Miró a su derecha—. Recientemente, con la ayuda de nuestro amigo, ese de allí. —Hizo una pausa—. Yo no querría de ninguna manera volver a pasar por tiempos semejantes, a menos que no quede otra alternativa.

Léonie siguió su mirada.

—¿El abad Sauniére?

El no dio indicio de haberla oído.

—Estos montes, estos valles, estas piedras…, y el espíritu que les dio la vida, existían desde mucho antes de que aquí viniera nadie a tratar de captar la esencia de las cosas más antiguas por medio del lenguaje. Son nuestros temores los que se reflejan en esos nombres a los que usted hace referencia.

Léonie se paró a pensar en lo que le había dicho.

—Pues no estoy muy segura de que haya dado respuesta a mi pregunta, monsieur Baillard.

Él puso las manos sobre la mesa. Léonie observó las venas azuladas y las huellas de la edad sobre su piel muy blanca.

—Hay un espíritu que vive en todas las cosas. Aquí estamos, sentados cómodamente en una mansión que tiene varios cientos de años de antigüedad. Se trata de una estirpe establecida, cabría incluso decir que antigua, a juzgar por los criterios más modernos. Pero se encuentra en un lugar que tiene una antigüedad aún mayor, una antigüedad de milenios y milenios. Nuestra influencia en el universo no es más que un susurro. Su carácter esencial, sus cualidades de luz y de tinieblas, quedaron definidos milenios antes de que un hombre quisiera dejar su huella sobre el paisaje. Los fantasmas de quienes han vivido antes que nosotros están a nuestro alrededor, están absorbidos por el patrón que dibuja, por la música que respira, si lo prefiere usted, por el mundo.

Léonie se notó de súbito febril. Se llevó la mano a la frente. Con sorpresa, se la notó húmeda, fría. La sala daba vueltas, giraba a su alrededor, se desplazaba de lado. Las velas, las voces, las manchas desdibujadas de las criadas que iban de un lado a otro, todo iba difuminándose poco a poco.

Intentó concentrar sus pensamientos en aquello que la tenía ocupada, y dio otro sorbo de vino para apaciguar los nervios.

—La música —dijo, aunque su propia voz a ella le sonó como si llegara desde muy lejos—. ¿Puede explicarme mejor eso de la música, monsieur Baillard?

Vio la expresión que se pintaba en el rostro del caballero, y por un instante creyó que de alguna manera había acertado a comprender la pregunta no formulada que subyacía a sus palabras.

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