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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

Sepulcro (43 page)

¿A qué se debe que, cuando duermo, cuando entro en el bosque, oiga música en el viento?

—La música es una forma artística que entraña tanto la organización de los sonidos como del silencio,
madomaiséla
Léonie. Hoy la consideramos poco más que un entretenimiento, una diversión, un pasatiempo si quiere, pero en el fondo es mucho más. Piense en cambio en el saber, e imagine que se expresara en términos tonales, es decir, en una melodía, en una armonía, o en términos de ritmo, es decir, de tempo, de metro, e incluso en términos de la calidad del sonido, el timbre, la dinámica, la textura sonora. Dicho de manera muy sencilla, la música no es sino una respuesta personal a la vibración.

Ella asintió.

—Tengo entendido que en determinadas situaciones puede proporcionar un vínculo entre este mundo y el más allá. De modo que una persona pueda pasar de una dimensión a otra. ¿Le parece que puede haber algo de verdad en semejantes afirmaciones, monsieur Baillard?

—No existe ningún patrón que la mente humana pueda inventar y que no exista con anterioridad dentro de los límites de la naturaleza —precisó él—. Todo lo que hacemos, lo que escribimos, lo que anotamos, no es más que un eco de las costuras más profundas del universo. La música es el mundo invisible, pero hecho visible por medio del sonido.

Léonie sintió que le daba un vuelco el corazón. Se estaban aproximando al fondo del asunto que de veras le importaba. Tenía que ser valiente. En todo momento, lo supo entonces, había ido avanzando hacia ese instante, hacia el punto en el cual habría de decirle irremisiblemente que había encontrado el sepulcro oculto en el bosque, y que había llegado hasta allí guiada por la promesa de los arcanos secretos que contenía su libro. Un hombre como Audric Baillard lo entendería sin duda. Y sabría decirle lo que tanto ansiaba saber.

Léonie respiró hondo.

—¿Está usted familiarizado con el juego del tarot, monsieur Baillard?

No se le alteró la expresión del rostro, pero sí miró con mayor agudeza.

En efecto, casi como si se estuviera esperando esa pregunta.

—Dígame una cosa,
madomaisela
—indagó él por fin—. ¿Su pregunta guarda relación con las cuestiones sobre las que hemos hablado anteriormente? ¿O no tiene nada que ver?

—Ambas cosas. —Léonie notó que se le ponían las mejillas coloradas—. Aunque lo cierto es que se lo pregunto porque… porque encontré un libro en la biblioteca. Estaba escrito de una manera muy anticuada, las propias palabras que se empleaban en él resultaban un tanto oscuras, y sin embargo había algo… —Hizo una pausa—. No estoy muy segura de haber adivinado el verdadero sentido que encierran.

—Siga, se lo ruego.

—Ese texto, que afirma ser un testimonio real, estaba… —calló, sin saber si realmente debía revelarle o no la autoría del texto.

Monsieur Baillard se ocupó de terminar el pensamiento que ella no había conseguido rematar.

—Escrito por su difunto señor tío —dijo él, sonriendo ante la cara de sorpresa que ella no pudo disimular—. Sé muy bien a qué libro se refiere.

—¿Lo ha leído?

Él asintió.

Léonie respiró aliviada.

—El autor, es decir, mi tío, hablaba de la música entretejida en la tela del mundo corpóreo. Nombraba ciertas notas musicales que, según dice, podrían servir para invocar a los espíritus. Y hablaba de que las cartas estaban asociadas tanto con la música como con el lugar en sí, de unas imágenes capaces de cobrar vida sólo durante el transcurso de esta… de esta comunicación entre ambos mundos. —Calló un momento—. Se mencionaba además una tumba que se encuentra dentro de las lindes de esta propiedad, y un suceso que una vez tuvo lugar en dicha tumba. —Levantó la cabeza—. ¿Tiene usted conocimiento de que eso haya sucedido alguna vez, monsieur Baillard?

La miró con ojos serios.

—Así es. Sí, así es.

Antes de embarcarse en esa conversación, su intención había sido ocultarle a él la realidad de la expedición que había hecho, pero bajo la sabiduría de sus ojos, que parecían escrutarla a fondo, se dio cuenta de que no iba a poder, y seguramente tampoco iba a querer disimular.

—Yo… yo la encontré —dijo ella—. Se encuentra en un paraje muy elevado, en el bosque, al este.

Léonie volvió el rostro, completamente arrebolado, hacia las ventanas abiertas. Ansió de pronto verse lejos de allí, al aire libre, lejos de las velas, de la conversación, del aire estancado del comedor, del calor reinante. Y entonces tuvo un estremecimiento, como si una sombra se hubiera colado tras ella.

—Yo también conozco ese lugar —dijo él. Calló, aguardó y añadió entonces—: Y algo me hace pensar que hay una pregunta que desea usted hacerme.

Léonie se volvió de nuevo de cara hacia él.

—Había una inscripción en el arco de entrada de la puerta del sepulcro.

La recitó lo mejor que supo; las palabras, ajenas a ella, le sonaron torpes en sus labios.

—«Ai'ci lo tems s'en va vers l'Eternitat».

Sonrió.

—Tiene usted una buena memoria,
madomaiséla.

—¿Qué significa?

—El texto está ligeramente corrompido, pero en esencia significa esto: «Aquí, en este lugar, el tiempo se desplaza hacia la eternidad».

Por un instante se encontraron los ojos de ambos. Los de ella, vítreos, centelleantes como el champán que había bebido; los de él, firmes, tranquilos, sabios. Y le sonrió.

—Me recuerda usted muchísimo,
madomaiséla
Léonie, a una muchacha que conocí hace tiempo.

—¿Y qué fue de ella? —preguntó Léonie, momentáneamente distraída.

Él no dijo nada. Ella se dio cuenta de que estaba rememorando.

—Ah, ésa es una historia completamente distinta —continuó él con dulzura—. Es una historia que aún no está lista para que se cuente.

Léonie lo vio retraerse, envolverse en sus recuerdos. Su piel de pronto pareció transparente, las arrugas de su rostro fino, ahondarse, como si estuvieran labradas en piedra.

—Me estaba usted contando que encontró el sepulcro —dijo él—. ¿Llegó a entrar?

Léonie volvió mentalmente a aquella tarde.

—Sí.

—Así que también habrá leído la inscripción que hay en el suelo: «Fujhi, poudes; Escapa, non». ¿Y ahora ha descubierto que esas palabras la obsesionan?

A Léonie se le abrieron los ojos como platos.

—Sí, pero… ¿cómo es posible que lo sepa usted? Ni siquiera sé cuál es su significado, y sólo sé que se repiten sin fin en mis pensamientos.

Él hizo una pausa, y añadió entonces:

—Dígame,
madomaiséla:
¿Qué es lo que cree que encontró allí, en el interior del sepulcro?

—El lugar por el que rondan los espectros —se oyó decir sin haber querido decirlo, y supo que era verdad.

Baillard permaneció en silencio durante lo que pareció una eternidad.

—Antes me preguntó usted si creo en los espectros, en los fantasmas, da igual cómo se quieran llamar,
madomaiséla
—dijo al cabo—. Lo cierto es que hay espectros de muchos tipos distintos. Los que no hallan descanso porque han obrado mal, y que por tanto se ven obligados a buscar el perdón o la atrición o la expiación de sus pecados. También están aquellos a los que se ha causado un gran daño y que están condenados a caminar, a rondar, hasta que encuentren a un agente de la justicia que pueda defender su causa. —La miró—. ¿Buscó usted las cartas,
madomaiséla
Léonie?

Ella asintió y lamentó instantáneamente haberlo hecho, pues ese gesto bastó para que la sala comenzase a dar vueltas a su alrededor.

—Pero no las encontré. —Calló. De pronto se sintió fatal. Se le había revuelto el estómago como si estuviera a bordo de un barco con mar gruesa—. Todo lo que hallé fue una hoja de música, una partitura para piano.

Su voz sonó apagada, ahogada, esponjosa, como si estuviera hablando debajo del agua.

—¿La retiró de allí?

Léonie revivió el instante en que se metió en el bolsillo de la chaqueta de estambre la partitura, una vez escrito lo que escribió en el encabezamiento, a la vez que recorría la nave del sepulcro, y se vio salir de nuevo a la luz crepuscular del bosque. Y luego se volvió a ver en el acto de guardar la hoja entre las páginas de
Les tarots.

—Sí —repuso, pero se le atragantó la palabra—. La tomé.

—Léonie, escúcheme bien. Usted es una mujer que tiene firmeza y mucha valentía.
Forga e vertu,
buenas cualidades las dos cuando se emplean con sabiduría. Usted sabe cómo amar a los demás, y sabe hacerlo bien. —Miró al otro extremo de la mesa, donde estaba Anatole, y le brillaron los ojos, y miró a Isolde antes de dirigirse de nuevo a Léonie—. Temo que le aguarden grandes pruebas que deberá superar. Su amor, de hecho, será puesto a prueba. Se requerirá de usted que pase a la acción. Son los vivos los que tendrán necesidad de que les preste servicio, no los muertos. No regrese al sepulcro hasta que… y sólo si resulta absolutamente necesario que lo haga.

—Pero es que yo…

—Mi consejo,
madomaiséla,
es que devuelva
Les tarots
a la biblioteca. Olvide todo lo que ha leído. Es en múltiples sentidos un libro maravilloso, un libro que verdaderamente seduce, aunque ahora es preciso que se quite todo eso de la cabeza.

—Monsieur Baillard, verá, yo…

—Dijo usted que tal vez no haya entendido bien lo que dice el libro. —Hizo una pausa—. No es el caso, Léonie. Lo ha entendido usted muy bien.

Se sobresaltó al oírle llamar por su nombre, pero dijo lo que de todos modos iba a decir.

—Entonces, ¿es cierto? ¿Es verdad que las cartas sirven para invocar a los espíritus de los muertos?

Él no le contestó directamente.

—Si se reproduce el patrón exacto de sonido, de imagen y de lugar, eso es algo que, en efecto, puede suceder.

A ella le daba vueltas la cabeza. Deseaba hacerle un millar de preguntas, pero no hallaba las palabras precisas para formular la primera.

—Léonie —siguió él, y así la atrajo de nuevo hacia él—. Ahórrese la fuerza que tenga, guárdela para los vivos. Para su hermano. Para la esposa y el hijo de su hermano. Son ellos quienes la van a necesitar a usted.

¿
Esposa? ¿Hijo?

La confianza que había depositado en monsieur Baillard se fue instantáneamente al garete.

—No, comete usted un error. Anatole no tiene…

En ese momento, oyó la voz de Isolde desde el otro extremo de la mesa.

—Señoras, por favor.

En el comedor de inmediato resonaron las sillas al deslizarse en el suelo de madera pulida, según los invitados iban levantándose de la mesa.

Léonie se puso en pie con dificultad. Los pliegues de su vestido de seda verde caían hasta el suelo, como si fueran de agua.

—No le entiendo, monsieur Baillard. Creí que sí, pero ahora me doy cuenta de que estaba equivocada. Confundida. —Calló unos momentos, y sólo entonces se dio cuenta de que estaba sumamente embriagada. El esfuerzo que le supuso el mero hecho de permanecer en pie le resultó de pronto abrumador. Alargó la mano para afianzarse en el respaldo de la silla.

—¿Y seguirá usted mi consejo?

—Haré todo lo que pueda, se lo aseguro —dijo ella con una sonrisa torcida. Sus pensamientos trazaban círculos sucesivos. Ya no recordaba qué palabras se habían pronunciado en voz alta, qué otras habían resonado solamente en el interior de su cabeza, en medio del desorden en que se encontraba.


Ben, ben.
Me tranquiliza saberlo de sus propios labios. Aunque… —de nuevo hizo una pausa, como si estuviera indeciso o no supiera si debía o no seguir hablando—. Si llega un momento en que tenga usted necesidad de que actúen las cartas,
madomaiséla,
entonces más le vale tener esto muy presente. Puede recurrir a mí. Llámeme. Y yo la ayudaré.

Asintió, y de nuevo toda la sala dio vueltas a grandísima velocidad.

—Monsieur Baillard —dijo ella—, aún no me ha dicho qué significa la segunda inscripción. La que hay en el suelo.

—¿«Fujhi, poudes; Escapa, non»?

—Esas palabras, exactamente.

Se le nubló la mirada.

—«Podrás huir, pero no escapar».

PARTE VI

Domaine de la Cade

Octubre de 2007

C
APÍTULO
44

Martes, 30 de octubre

M
eredith despertó a la mañana siguiente con la cabeza como un bombo tras haber dormido francamente mal. La combinación del vino con el susurro del viento en los árboles y sus enloquecidos sueños le había impedido descansar. No tenía ninguna gana de pensar en la noche. Espectros, visiones… Lo que pudiera significar todo ello.

Era necesario que siguiera estando concentrada. Había ido allí para cumplir un cometido: eso era todo lo que realmente debía preocuparle.

Meredith se plantó debajo del chorro de la ducha hasta que se enfrió el agua, se tomó un par de paracetamoles y luego bebió una botella de agua. Se secó el pelo con la toalla, se puso unos vaqueros cómodos y un jersey rojo, y bajó a desayunar. Un plato descomunal de huevos revueltos, beicon y pan, acompañado con cuatro tazas de buen café francés, fuerte y dulce al mismo tiempo, y volvió a sentirse como un ser humano.

Comprobó que llevaba en el bolso todo lo necesario —teléfono, cámara, cuaderno, bolígrafo, gafas de sol y un mapa de la región— y acudió al vestíbulo a reunirse con Hal. Se encontró con una larga cola ante el mostrador de recepción. Una pareja de españoles se quejaban por tener demasiadas pocas toallas en su habitación; un hombre de negocios, francés, ponía en duda los cargos adicionales que se había encontrado en la cuenta; junto al puesto del conserje, una montaña de equipaje esperaba a ser transportada hasta el autobús de un grupo de ingleses que seguían viaje a Andorra.

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