De nuevo en Virginia, dentro de la seguridad de su hogar, Nate le llevó la maleta al dormitorio y preguntó si debía quedarse.
Sarah le besó en la mejilla.
—No, gracias. Voy a echarme una siesta.
Cuando el coche de Nate se perdió de vista, Sarah fue directamente al cuarto de baño y abrió el armarito del lavabo. Sacó una caja blanca rectangular con un remolino púrpura: prueba de embarazo, fácil de usar; resultados rápidos y fiables en un 99 por ciento. Era un resto de cuatro años atrás, cuando había intentado quedarse embarazada por primera vez. A la sazón había sido la cliente más fiel de la marca, pues se hacía un prueba al mes, la perpetua estudiante, todavía a merced del sistema de los más y los menos.
Cuánto había odiado esos pequeños menos azules, cada uno, un electrocardiograma plano. Había experimentado cada guión azul como una resta dolorosa, como si se hubiese arrancado algo de su cuerpo. Lo que no había comprendido era que, incluso después de su primer éxito, su primer más glorioso, podían arrebatarle la victoria, el más se convertía en menos, como un maestro caprichoso que hubiese cambiado de opinión.
Ahora extrajo el dispositivo, envuelto en papel de aluminio como si fuese una barrita nutritiva, de la caja. El brillante papel contenía una tira blanca y violeta de plástico, que parecía un cruce entre un termómetro y un depresor lingual. Las palabras del folleto de instrucciones le resultaron de lo más familiar: «Sitúe el extremo absorbente bajo el flujo de orina durante sólo cinco segundos». Cuando hubo terminado, dejó la prueba encima del lavabo y se lavó las manos.
La ventanilla oval del plástico blanco contenía un pequeño círculo del tamaño de los agujeros de las perforadoras de oficina. Alrededor de ese círculo empezó a aparecer una débil voluta azul que se extendió en horizontal hasta alcanzar el diámetro perfecto, inequívocamente negativo. No estaba embarazada.
Sarah tomó aire y se preparó para la tristeza que esperaba, la marea de decepción que siempre aparecía tras esos pequeños suspensos azules. Esperó tensa y expectante, pero la emoción que surgió fue de lo más sorprendente; se sintió optimista, eufórica. Se miró en el espejo y rompió a reír, porque por primera vez en su vida le aliviaba ver ese menos, un indicador no de fracaso, sino de liberación.
Qué sensación tan maravillosa, no querer estar embarazada, estar satisfecha con la única vida que contenía su cuerpo. Sólo ahora comprendió de verdad la obsesión con que había perseguido un embarazo saludable. Se había convertido en la fuerza motriz de su vida en los últimos años, desplazando todos sus otros pensamientos hasta que el resto de su vida había parecido insignificante. Se había equivocado al basar su felicidad en algo que no podía controlar. Se había vuelto pasiva, con toda esa espera; pasiva y enojada, y demasiado dura con David.
Claro que seguía queriendo un hijo; ese deseo no desaparecería. Pero había mejores formas de afrontarlo, formas que no implicaban utilizar a su cuñado como un involuntario banco de esperma. Entretanto, había otras cosas que podían crecer en su interior. Cosas como generosidad, ambición y alegría. Sarah arrojó la prueba de embarazo a la papelera y pensó que ahora, por fin, había despertado.
Dos días después, Nate la llamó desde el despacho.
—¿Qué haces por Nochevieja?
—Acostarme temprano.
—Deberías venir a una fiesta conmigo.
Sarah se arrellanó en las almohadas.
—No soy una persona de Nocheviejas.
—Vamos, Sarah. —La voz de Nate adquirió la zalamería que Sarah había empezado a notar unos días antes—. Creo que esto te gustará. Se ha convertido en mi ritual anual para empezar el año.
—¿Quién da la fiesta?
—Es una sorpresa.
A Sarah no le gustaban las sorpresas; había tenido demasiadas en los últimos meses. Se imaginó a David, solo en la cabaña, mirando otra película. En justicia, debía pasar la Nochevieja con él. Había planeado ver a los hermanos de forma equitativa, para dar a su vida cierta sensación de equilibrio. Pero aquí estaba Nate, cálido, vivo y prometiendo una fiesta, y quizás ése sería el mejor modo de concluir su relación.
Porque no podía seguir; lo había sentido con toda concreción en las últimas cuarenta y ocho horas. Por muy encantador que fuese Nate, eran muy distintos y su amor no era más que un refugio temporal. Pronto ella tendría que decir adiós a su guapo cuñado y tal vez esta fiesta fuese una bonita despedida, la culminación adecuada de las últimas seis semanas.
—De acuerdo. ¿Por qué no?
A las tres de la tarde del 31 de diciembre, Sarah aparcó ante la casa de Nate. Su equipaje consistía en joyas, perfume y ropa interior de encaje, unos zapatos de tacón de Strass, el vestido color borgoña de Washington y, metido en el neceser, su viejo diafragma.
Nate salió a recibirla a la calle y llevó la bolsa de Sarah al maletero de su coche.
—¿Nos vamos ya?
—Sí. Tenemos que coger un avión.
Nate entró en el edificio y no vio cómo el color se escurría del rostro de Sarah. No advirtió cómo se apoyaba en el coche e intentaba respirar. Éste era su castigo por elegir al hermano equivocado. David habría sabido cuánto odiaba volar, cuánto temía que la atasen a una estructura metálica y la lanzasen al cielo. Desde la infancia había sufrido las dudas de la falta de rigor científico; las ondas de radio y los motores a reacción sólo le habían producido estupefacción. Le parecía más concebible Dios en el cielo que su aparato de televisión.
Volar en avión era un milagro que sólo se atrevía a intentar tras semanas de adaptación mental. Ante la perspectiva de un viaje inminente, siempre se tomaba cierto tiempo para reconciliarse con la posibilidad de la muerte. Ahora, con sólo unas horas para el despegue, se sentía al borde de la hiperventilación. «Respira se dijo, casi doblándose sobre las rodillas, respira hondo». La espontaneidad era un don.
—¿Estás bien? —preguntó Nate cuando volvió a salir.
—Sí. Sólo un calambre.
El aeropuerto de Charlottesville tenía seis puertas y una sala de espera diminuta, donde Sarah pidió dos vodkas con tónica. Nate dejó un billete de avión en la barra, ante ella: Nassau, Bahamas.
—No llevo bañador —dijo Sarah mientras exprimía la lima en su bebida.
—Puedes comprar uno en el hotel.
—Y no he traído el pasaporte.
Nate lo sacó de su americana y lo dejó junto al billete de avión.
—Lo saqué de tu cajón cuando te dejé en casa después de Navidad. Llevo un tiempo planeando esto.
Ya lo creo, pensó Sarah. Los hermanos McConell estaban siempre tan seguros, tan convencidos de que ella los seguiría… ¿Y por qué no iban a estarlo? Nunca les había dado razones para esperar lo contrario. Quizás ése era el momento de irse, de decirle a Nate que había dado demasiado por supuesto. Su relación había estado bien mientras duró, pero ella tenía que aprender a estar sola, sin sustituir a un hermano por otro.
Sarah miró el fondo de su copa. Lo más sensato era dar media vuelta, pero su alma ansiaba sol, y al otro lado de las ventanas de la terminal, Virginia seguía encerrada en un gris invernal. Treinta minutos después, Nate la sostenía del codo mientras subían la escalerilla de un avión de veinte plazas. Señaló la primera fila con un gesto y Sarah sonrió débilmente:
—¿Primera clase?
Se sentó y estiró las piernas, rozando con los pies la cortina que separaba la cabina de los pilotos. Cuando los propulsores cobraron vida, murmuró la única oración que le vino a la cabeza: «Si muero antes de que despierte, a Dios ruego que mi alma se lleve». En mitad de la tercera repetición, las ruedas dejaron el suelo y experimentó la turbadora sensación de que se hundía, como si la cola del avión fuese a rozar y sacar chispas del asfalto, pero al otro lado de la ventanilla el mundo se redujo a un suave mosaico de campos cultivados, y los cuadrados verdes y dorados aliviaron su mente con la ilusión de mullidos aterrizajes. Cerró los ojos y el embotamiento del vodka se fundió con el zumbido del metal.
Esa noche se sentó junto a la pared de cristal de un restaurante encaramado en una pirámide de nuestros días. Los balcones del hotel bajaban en zigzag como escalones de cemento, y Sarah los siguió con la vista hasta el borde de la piscina rodeada de palmeras.
—Nadie que salte desde aquí puede matarse. Como mucho romperse los tobillos, saltando de planta en planta.
—Una idea encantadora —dijo Nate—. ¿Una botella de vino?
Abajo, a lo lejos, la música de unos tambores metálicos les llamaba mientras ellos pedían croquetas de marisco y ensalada César. La canción siguió internándose en el desierto, un Hamelín de
reggae
que incitaba a los comensales a salir y unirse a la fiesta. Finalmente un ascensor de cristal los llevó a la planta baja, donde un vasto casino enmoquetado en rojo se interponía entre ellos y las puertas que daban a la playa.
—Voy un momento al aseo.
Sarah dobló a la derecha y, cuando volvió, Nate estaba sentado a la mesa de la ruleta, amontonando torrecitas de fichas en diferentes números. Había perdido tres mil dólares en seis minutos, un hecho que dejó a Sarah estupefacta. Si David hubiese perdido ese dinero lo habría estrangulado, pero comprendió que no podía ejercer control alguno sobre Nate. Él era su amante, su pareja de baile, su alternativa al Zoloft. Era su cuñado y éste era su elemento, este mundo de casinos, hoteles de cinco estrellas y escapadas de fin de semana. Todo era muy bonito, pensó Sarah. Muy cómodo. Y, en última instancia, no tenía nada que ver con ella.
Nate despachó la mesa con un simple movimiento de muñeca y juntos salieron a la piscina de formas irregulares, con cascadas, barras de bar y turistas achispados que derramaban ponche de ron en el cloro. En el bufé que había junto a la piscina, una mujer armada con un abanico de plumas de avestruz espantaba las moscas de unos montículos de mango y papaya. Nate condujo a Sarah más allá de la línea de palmeras, a la playa, donde una hoguera expelía miles de chispas al cielo nocturno.
—Me gustan estos fuegos artificiales —dijo ella, observando el reflejo en las aguas tranquilas; mujeres con vestidos de cóctel paseaban entre las llamas. Sarah se descalzó y siguió a Nate por la arena, lejos del fuego, la comida y las risas. Se adentraron en las sombras y él le puso la mano derecha en la espalda, le entrelazó los dedos con la izquierda y descansó la mejilla en su cabello. Y allí, en la fría arena, empezaron a bailar, el baile pendiente desde hacía diecisiete años. Apenas era un baile, ese lento movimiento, pero Sarah sintió que un círculo, se cerraba, que algo inconcluso se completaba por fin.
Algo en la arena, el agua y las palmeras le resultaba extrañamente familiar, hasta que cayó en la cuenta.
—Has estado aquí con Jenny.
Nate retrocedió un paso y la miró a los ojos.
—Sí. Dos veces. ¿Cómo lo has sabido?
—La fotografía en la mesa de tu casa.
Sarah se maravilló de no sentir nada; ni decepcionada ni traicionada. Le pareció del todo natural.
—¿Por qué rompisteis? —preguntó, mientras seguían el lento desplazamiento.
—Quería casarse… Y más que eso. Quería tener hijos de inmediato. Ya sabes lo que opino de los niños.
—Sí, lo sé. ¿Qué edad tiene Jenny?
—Veintinueve.
—Es joven, entonces.
—Sí, pero no lo aprecia.
Sarah apoyó la mejilla en el hombro de Nate.
—Hacíais muy buena pareja.
—¿Y tú y yo, Sarah? ¿Hacemos buena pareja?
Ella sonrió, pensando que nada había más lejos de la verdad.
—En esta noche precisa, en este preciso invierno, somos perfectos.
Propósitos
—¿Qué hiciste en Nochevieja?
David estaba ante una tabla de cortar, untando una fina rebanada de pan integral con mayonesa. Era el cuatro de enero y Sarah había ido como un acto de penitencia.
Se sentó a la mesa y contempló el río helado.
—Miré unos fuegos artificiales. ¿Y tú?
—Me acosté antes de medianoche. Pero por la mañana me vestí temprano y fui a pasear. Había caído la primera nevada del año y nunca había visto un mundo tan silencioso.
Se lavó las manos y vino a la mesa con un plato de emparedados de jamón.
—Había huellas de ciervos que se internaban en el bosque y las seguí unos cien metros, pero no encontré nada. El río estaba helado en los tramos llanos, así que caminé por encima y me alejé unos tres metros de la orilla, hasta que empecé a ver burbujas bajo mis botas. Entonces retrocedí al hielo más grueso y me quedé ahí, en el río, mirando los acantilados.
Lo dijo sin emoción en la voz, lo que hizo que Sarah se volviese hacia él.
—Suena bien.
David negó con la cabeza.
—Demasiado silencioso. He decidido que éste es el último invierno que pasaré aquí, en la cabaña.
—¿Adónde irás?
—No lo sé. Tengo que pensarlo.
David se llevó un emparedado al sofá y se puso la misma película de
El señor de los anillos
que había visto toda la mañana. Sarah se dijo que había cometido un error al introducir un televisor en la tranquila quietud de la cabaña. David nunca había sido un teleadicto en Jackson; allí había estado demasiado ocupado con los pacientes, la pintura y las cenas a las que acudían. Pero ahora su cabeza estaba llena de mundos bidimensionales. Suspiró, apartando la vista, y pensó que él tenía razón: no debía pasar otro invierno allí.
Se calzó las botas de montaña y el anorak de Gore-Tex y se dirigió a la puerta.
—Voy a dar una vuelta, ¿vienes? El no respondió.
Fuera la nieve se fundía, dejando charcos cubiertos por una fina capa de hielo. Pisó uno con la planta del pie y la superficie se resquebrajó en una amplia telaraña blanca, lo que le recordó el accidente de tráfico que ella y David habían sufrido años atrás. Por alguna razón, ella no llevaba el cinturón puesto y cuando un coche les embistió por detrás en un semáforo en rojo, su cuerpo salió disparado hacia delante y se dio de cabeza contra el parabrisas. Unas resquebrajaduras blancas se extendieron como corrientes eléctricas.
Recordó con qué suavidad la había examinado David cuando esperaban a la policía fuera del vehículo. Le había alzado los párpados con la yema de los dedos para buscar señales de conmoción cerebral en las pupilas y después, con igual dulzura, había recorrido con el dedo los huesos de la frente y los pómulos, la mandíbula y la nuca.