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Authors: Laura Brodie

Tags: #Intriga

Sé que estás allí (27 page)

BOOK: Sé que estás allí
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—¿Te duele aquí? ¿O aquí?

No, el dolor estaba bajo el flequillo, donde un cardenal del tamaño de una pelota de golf se había hinchado en tonos lavanda, lima y azulón.

—El cuerpo es frágil —había dicho David mientras le apartaba el cabello de la frente—. Debes cuidarte.

Sarah recordó esas palabras junto al río, abrazándose con fuerza la cintura. Lo había amado por la ternura que le profesó esos días, sobre todo después de la muerte de los padres de ella, cuando quería sentirse guiada, mimada y reconfortada; había amado sus cuidados casi paternales. Sólo recientemente la autoridad de David había empezado a crisparla, y la infelicidad que ella sentía con su vida se había manifestado como insatisfacción hacia él. Entonces había comprendido cómo era posible que un hombre, sin hacer nada equivocado, se equivocase a diario, día tras día.

Ahora había llegado el momento de las decisiones. Si David se iba, ella debía decidir si seguirlo: dejar la casa, la facultad, la ciudad y, sobre todo, a Margaret. El único propósito de Año Nuevo que tenía por ahora era despedirse de Nate, algo que no había conseguido en las Bahamas. Le había parecido descortés acabar con la relación después de que él se hubiese gastado tanto dinero y ella había querido disfrutar del ron y la playa sin resquemores entre ambos.

Pero ahora ya no había excusas. Sarah lanzó una piedra a la orilla opuesta. Tendría que poner fin a su aventura con Nate y decidir qué hacer respecto a David.

Durante las semanas siguientes, arraigó la indecisión. El invierno le robó cualquier iniciativa y reanudó su antigua costumbre de quedarse en la cama hasta mediodía y andar por la casa con calcetines gruesos y albornoz. Pasaba en la cocina sus escasas horas de actividad, pues experimentaba una creciente prodigalidad hacia la tienda de comestibles. Para cenar se preparaba
pad thai
y sopa de coco y jengibre; para desayunar, cocía pan de calabacín con crema de queso y pina.

—Pretendo convertirme en una gorda alegre —le explicó a Margaret cuando llegó al té de los viernes con una bandeja de
muffins
de chocolate.

—¿En lugar de flaca y amargada? —preguntó Margaret con una sonrisa.

—Me conoces demasiado bien.

Había tomado una decisión que había logrado cumplir: no volvería a ir a Charlottesville. La pasividad era casi una estrategia; si no iniciaba nada, Nate acabaría por cansarse de ser él quien hiciera el trayecto en coche. Las montañas formaban una barrera natural que animaba a ambos a integrarse de nuevo en sus respectivos valles.

Pero cuando Nate se ofrecía a visitarla, ella no se resistía. La visitó dos veces en enero, la primera vez a mediados de mes, cuando un viernes llamó desde el despacho ofreciéndose a traer una cena india. Sarah era incapaz de rechazar a un hombre que traía comida, y por primera vez ese año se puso pendientes y un collar.

Nate la agasajó con
pakoras
, pan de ajo y
vindaloo
. Las especias les hicieron sudar y después de la cena se ducharon juntos, lavando el cuerpo del otro hasta que se sintieron mutuamente inmaculados. Por unos instantes, Sarah se olvidó de Jenny, de David y de todas las sombras que había entre ellos. Siempre que ella y Nate permanecieran en un universo privado, decidió disfrutar de su compañía un poco más.

Sin embargo, durante su segunda visita el mundo exterior se inmiscuyó. Decidieron ir a ver una película, algo insustancial pero que lograra sacar a Sarah de casa. Por desgracia, no había considerado con cuántos conocidos se encontraría en una pequeña ciudad del tamaño de Jackson, y ya en las taquillas del cine dos antiguas alumnas miraron a Nate y soltaron una risita.

—Sentémonos atrás —dijo Sarah cuando entraron en el cine.

—Pero los asientos son mucho mejores aquí —replicó Nate, que siguió andando.

A medio pasillo divisó a un trío de maestras de la escuela de primaria. Margaret estaba en el extremo y la saludó con una leve inclinación. Sarah intentó devolver el saludo con espontaneidad y Nate se sentó cuatro filas por delante. En plena película, cuando él le pasó el brazo por el hombro, sintió las miradas de las mujeres siguiendo los dedos de él, y cada caricia en su cabello fue otro castigo público. Permaneció inmóvil hasta que acabaron los créditos, cuando un adolescente se acercó con una fregona y una bolsa de basura.

Sus visitas a la cabaña no eran mucho mejores. La ausencia de color en el paisaje parecía restar vitalidad al espíritu de David. Pintaba poco y se pasaba horas cortando leña con una concentración frenética, los brazos arriba y abajo, implacable como una perforadora. Era como si intentara matar algo, batallar contra el invierno o quizá despejar un camino para ver lo que tenía por delante. Cuando descansaba ante la pantalla del televisor, apoyaba el hacha junto a su botín, un nivel que ya alcanzaba el metro de altura y seguía subiendo de forma inquietante. «El centro no se sostendrá —pensó Sarah mientras lo observaba desde el otro lado de la habitación—. Todo se vendrá abajo».

En el exterior, los paseos de Sarah se hicieron más largos y solitarios. Veía los pinos encostrados de nieve, los enebros erizados de hielo y oía dolor en el sonido del viento. «Se debe poseer un espíritu de invierno», recitó al aire, y cuando volvió a la cabaña vio, por primera vez, «esa nada que no está ahí y la nada que está».

Capítulo 31

En casa, en el calendario de la cocina, Sarah marcó el 14 de febrero con un interrogante en rojo. Llevaba todo el mes temiendo la fecha, debatiendo cuál sería la etiqueta adecuada para una mujer con dos amantes, y cuando por fin cayó la tarde, compró un frasco de Royal Copenhagen y lo llevó a la mesa de la cocina, donde anudó un lazo rojo alrededor de la caja plateada, se sentó y se lo quedó mirando. Ella y David siempre habían pasado juntos el día de San Valentín; ni a los pacientes ni a los alumnos les estaba permitido interrumpir su cena anual y Sarah supuso que nada, ni siquiera la muerte, rompería la tradición. Si partía a la cabaña a las cinco y media, podía parar en el camino y comprar pizza y chocolate.

El timbre sonó cuando ya buscaba las llaves del coche, pero al abrir la puerta no vio a nadie. El porche, la escalera, el camino del jardín… estaban vacíos. Avanzó hasta la barandilla y miró las sombras del magnolio, donde David había esperado la noche de Halloween; no había nadie. Se encogió de hombros, retrocedió, dio media vuelta y soltó una exclamación.

—Sorpresa.

Nate estaba en el zaguán, con traje de trabajo, blandiendo dos langostas como si de un par de pistolas se tratase.

—Hoy había poco trabajo, así que he pensado que podía salir antes y preparar la cena. He aparcado calle abajo para que no me oyeses llegar y he entrado por detrás. —Sonrió ante la expresión de Sarah—. Lo siento, no pretendía asustarte.

—Estaba a punto de salir.

—¿Adónde?

—A buscar una pizza.

—Esto será mucho mejor que una pizza, ¿no crees?

Entró en la cocina y depositó las langostas en las dos cubetas del fregadero. Luego introdujo la mano en una bolsa marrón que había en el mostrador y sacó un manojo de espárragos frescos y una botella de Chardonnay.

—¿Tienes arroz?

—Sí, —Sarah lo siguió adentro—, pero no creo que…

—Oh, qué bonito.

Alzó el frasco de colonia que había en la mesa de la cocina.

Mientras Nate desataba el lazo, Sarah imaginó a David solo, los armarios de la cocina casi vacíos. Nunca había visto un calendario en la cabaña y esperaba que David no llevase la cuenta de los días. Mañana ya se lo compensaría.

—Ahora siéntate. —Nate le sirvió una copa de vino y ella tomó un sorbito—. Pon algo de música y relájate.

Cuando la cena estaba lista, Nate puso la mesa con velas y el nuevo mantel bordado de Sarah. Le ató un babero de plástico de la tienda de marisco al cuello y le trajo un plato con una langosta aún humeante y otro con espárragos, arroz
pilaf
y pan. Cuando el cascanueces rompió la pinza de la langosta, Sarah se estremeció al ver el líquido pálido y fibroso que corrió por su plato. Pero Nate no se arredraba ante nada. Cortó la cola de la langosta de Sarah, la abrió con un cuchillo de sierra y le entregó la carne intacta. Después de cenar, Nate sirvió Kahlúa en unas tacitas de café y se sentaron en el sofá de la sala, cálidos y con el estómago lleno.

—Tengo un regalo para ti.

Nate fue a la cocina y volvió con una cajita roja coronada con un lazo plateado.

Más joyas, pensó Sarah. Más diamantes. Pero cuando desenvolvió la caja, levantó un tarro con una etiqueta dorada. «Pintura de chocolate para el cuerpo», leyó.

—Esto es un regalo para ti —dijo ella.

—Para los dos. Espérame en el dormitorio. Voy a calentarla.

Sarah permaneció largo rato en el sofá, siguiendo con la yema del dedo las flores de la tapicería. Ésta debería haber sido la noche de David; ella debería haber sido más insistente. Debería, debería. Suspiró y se puso en pie. Mañana intentaría aminorar la marcha de este tren, pero ahora era San Valentín y Nate era un Eros encantador. Se sacó el suéter por encima de la cabeza mientras caminaba pasillo abajo.

Cuando Nate entró en el dormitorio, removiendo el chocolate con un largo pincel rojo, ella se cubrió con la colcha hasta la barbilla. Nate dejó el tarro en el tocador, se despojó de los zapatos y los calcetines, luego se desabrochó la camisa y la dejó en el taburete. Sarah admiró los músculos de su espalda, tantas líneas hermosas moviéndose al unísono. Con los pantalones puestos, se encaramó sobre la colcha, se sentó a horcajadas en las caderas de Sarah y, con el tarro en la mano izquierda, alargó el brazo derecho y le bajó la colcha hasta el pecho, alisándola justo encima de los pezones.

—Levanta la barbilla —dijo él, y Sarah obedeció.

Cuando el chocolate le tocó la piel estaba caliente, casi quemaba. Olió el azúcar mientras el fino pincel bajaba por el cuello hasta el hueco de la clavícula, donde Nate dibujó un círculo perfecto. Nate mojó nuevamente el pincel en el tarro y desde el círculo dibujó la clavícula derecha, acabando en el hombro. Pintó una pequeña estrella y luego siguió el mismo recorrido a la izquierda, una línea a lo largo de la clavícula y una estrella en el hombro. En la parte inferior del círculo pintó haces de luz que irradiaban al pecho y unió los puntos finales con un largo arco, de manera que las líneas se convirtieron en los segmentos rectangulares de un collar egipcio.

Volvió a mojar el pincel en la pintura y utilizó la mano libre para retirar la colcha hasta la cintura. Con gruesas pinceladas, le transformó los pechos en remolinos de chocolate, esculpiendo la voluta final con un giro de muñeca. Parecían los helados de cucurucho de Dairy Queen y Sarah rio ante la idea, el vientre contrayéndose de risa mientras Nate lo decoraba con corazones y flores. Se retiró de la cintura, bajó la sábana hasta las rodillas y, acostado a su lado, pintó sinuosas flechas desde las rodillas al interior de los muslos, cubriéndola de chocolate por todas partes.

Cuando estaba cálida y pegajosa, Nate dejó el pincel en el tarro y examinó el cuerpo pintado.

—Mi obra maestra.

Dejó el tarro en el tocador, acabó de desnudarse al pie de la cama y se acostó a su lado.

Recorrió con el dedo la rodilla derecha y probó el chocolate, luego acercó la boca al muslo izquierdo y empezó a seguir las flechas. Sarah cerró los ojos cuando los labios de Nate subieron, y cuando la lengua se hundió entre sus piernas, ella hundió la cabeza en la almohada. Nate se colocó encima, su boca desplazándose por el vientre y los pechos, sorbiendo flores, círculos y estrellas. La besó en el cuello mientras deslizaba los brazos bajo las rodillas y la atrajo hacia él. Cuando sus cuerpos se unieron, ella volvió la cabeza a un lado, abrió mucho los ojos y reprimió un grito.

David estaba en la ventana, pálido y mirando fijamente. Sus ojos tenían el filo de una cuchilla y ella jadeaba, jadeaba de horror y placer. Alzó la mano para apartar a Nate y bloquear la visión de los ojos de David, pero los dedos se hundieron en el pecho de Nate mientras él empujaba. Dos universos chocaban, materia y antimateria, y ella se echó hacia atrás, cerró los ojos y dejó que David mirase.

Cuando Nate yacía inmóvil, Sarah se levantó para ir al cuarto de baño.

—¿Adónde vas? —murmuró él desde las almohadas.

—A darme una ducha.

Nate se volvió y le dio la espalda.

El chocolate le resbaló por la piel como sangre mientras Sarah, sentada en el plato de la ducha, se sostenía la cabeza entre las manos. Las vetas marrones le recordaron su segundo aborto e instintivamente bajó las palmas y acunó su vientre. Debería haberse despedido de Nate semanas atrás, debería haber tenido la suficiente autodisciplina para alejarse. Así hubiera evitado esta indignidad, la mirada feroz de su moralista marido, el fisgón hijo de puta.

Cuando todo el chocolate se hubo escurrido por el desagüe, se secó y volvió a la habitación. Con Nate todavía dormido, cerró la puerta, entró en la cocina e inició el lento descenso al sótano. Al principio, la habitación parecía desierta; la única luz era una tenue lámpara y tardó unos segundos en acomodar la vista. Pero tras cierto tiempo vio la imagen de David formándose en un rincón, de espaldas a ella. Cuando se volvió, tenía el rostro retorcido, como si hubiera sufrido una apoplejía. Avanzó unos pasos, su mano derecha tanteando a ciegas, luego se detuvo y bajó el brazo.

—Maldita seas. —Su voz era un gélido susurro—. Malditos seáis los dos.

Sarah estaba preparada para sentirse culpable, para pedir disculpas, pero la ira de David desencadenó una reacción violenta. Del fondo del estómago le salieron seis meses de bilis.

—Maldito seas tú. ¿Qué coño esperabas? ¿Que me quedase aquí sentada durante meses, esperando qué decidías hacer con tu vida? Eres tú quien me dejó, ¿recuerdas? Eres tú el que ha estado escondido en el bosque. No te atrevas a maldecirme, cabrón.

David se tambaleó, como si lo hubieran abofeteado.

—Creía que cenaríamos juntos. Traía comida en la mochila. Pero vi a Nate subiendo por la calle, entrando por la puerta de atrás. Lo vi cocinar para ti, y servirte, y pintarte. —Se detuvo. Cuando levantó de nuevo la cabeza, su voz era tranquila—. Nunca dije que no pudieras tener tu propia vida. Pero, joder, Sarah. Es Nate. Te estás tirando a mi hermano.

Y entonces llegó la vergüenza, y le pesó en los hombros.

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