Poco después oyó que Sarah cruzaba de nuevo el pasillo. Entró en la cocina y se detuvo ante la puerta del sótano. Era evidente que lo había visto. La puerta se abriría de un momento a otro, se encendería la luz y Sarah bajaría. Pues adelante. Era el momento. Estaban solos, la casa en silencio. Tres semanas de separación habían puesto a prueba su matrimonio. Explicaciones, del todo inadecuadas, le pasaron por la cabeza. Pero cuando decidía cuáles serían sus primeras palabras, oyó unos pasos que corrían por el pasillo. Qué extraño. Esperó otros diez minutos, pero parecía que el peligro había pasado.
David puso la radio despertador a las cinco de la mañana. Al día siguiente, de madrugada, se levantaría y saldría de Jackson antes de que alguien pudiera reconocerlo. Entretanto, se echó una manta de punto sobre los hombros, se recostó en los cojines y abrió la Biblia. «En el principio Dios creó los cielos y la tierra. La tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas».
Desde esa noche, había sabido que debía volver para hablar con Sarah, pero sólo había regresado esta última semana, durmiendo en el sótano de noche y mirando el bosque de día, intentado estudiar la cara de Sarah, intuir si ella lo querría. La había visto comer en el jardín, caminar por la calle, leer en la cama con copas de vino tinto. Y sí, la había visto desnudarse de noche, el cabello cayéndole en los ojos, frotándose crema en las piernas, las rodillas, los muslos.
El encuentro en el supermercado había sido del todo accidental; él no creía que Sarah comprase en esa parte de la ciudad. Se había planteado, brevemente, revelarse precisamente entonces, pero en su lugar huyó asustado a la sección de lácteos y de ahí al almacén, donde sorteó cajas hasta salir por la entrada de mercancías. Esa noche había permanecido despierto en el sótano, convencido de que había llegado el momento de subir. Pero temía la respuesta de ella, la ira y la conmoción.
Sólo esta noche, en Halloween, mientras contemplaba el trasiego de niños desde el bosque, había sentido que era el momento adecuado. Al verla abrir la puerta a todos los que llegaban, había ansiado el mismo cálido recibimiento. El suyo era el espíritu que volvía la víspera del día de difuntos para contarle una historia de muerte y resurrección. Todo lo que quedaba ahora era pedirle perdón.
Por fin él guardó silencio y la estudió desde el otro lado de la mesa. Y ella tampoco tuvo nada que decir durante cierto tiempo, sorprendida por lo extraño de ver ese cuerpo sentado en su cocina.
Parecía su marido. Tenía los mismos ojos y las mismas manos. Y su relato, aunque exasperante, encajaba con lo que ella sabía. Explicaba la aparición en la casa y el supermercado. Confirmaba su sensación de ser observada. Y las explicaciones eran esenciales, ¿verdad? Cada problema requería su solución, cada rareza, un contexto lógico. Dios la librase de una vida llena de misterio.
Sin embargo, seguía habiendo algo surrealista en esa visita a medianoche, en esa cara de una palidez antinatural y una historia conveniente en exceso. ¿Por qué las palabras de David eran tan similares a sus propias narraciones mentales, las ficciones meticulosas que ella había construido durante los tres últimos meses para explicar su larga ausencia? Se había inventado tantos cuentos enrevesados, tantas razones lógicas que explicasen la desaparición y el regreso de David, que ahora el relato de su marido parecía el mero eco de sus propios pensamientos.
Advirtió que su silencio empezaba a ponerle nervioso. Cruzaba y descruzaba las manos por debajo del tablero de cristal. «Bien, que el muy cabrón se muera de vergüenza. Que se pudra en el infierno. Mejor ser cadáver que espía».
—¿Qué piensas? —preguntó él.
Sarah tomó aire.
—¿Por qué estás aquí?
David pareció sorprenderse.
—Quería verte… saber si estabas bien.
—Me has visto varias veces y has dicho que parecía estar bien.
—Quería hablar contigo y explicarte lo sucedido.
—Para sentirte mejor.
—Me lo merezco. Pero pensé que quizá tú te sentirías mejor, también.
No era así, y Sarah se preguntó la razón. Cualquier mujer normal habría deseado desesperadamente ver de nuevo a su marido y le habría causado una gran alegría este milagroso indulto de su viudedad. Ella había deseado un milagro tan profundamente como cualquier doliente, y una parte de ella nada deseaba más que acercarse a David y abrazarlo con un amor intenso y violento. Pero tan sólo podía pensar en la antigua advertencia: «Cuidado con lo que deseas…». Porque no había nada normal en un marido que se escondía en los bosques, que espiaba su propio funeral y miraba por las ventanas. Nada de eso le recordaba al hombre con quien se había casado. Y, además, no se tragaba esa súbita necesidad de confesión.
—¿Por qué estás aquí precisamente ahora?
Miró a David a los ojos y por una vez él respondió sin pensar.
—Has cortado la electricidad.
Sarah echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír. Claro.
Cada octubre cerraban la cabaña y cortaban la electricidad. Este año se había olvidado hasta que recibió una llamada de su vecino Rich, que trabajaba para la compañía eléctrica. Cuando le preguntó si quería que le cerrasen la electricidad durante el invierno, ella había respondido que sí, gracias. Hacía doce días de eso, tiempo suficiente para que la cabaña se congelase. Se imaginó el aliento de David cristalizándose en sus labios mientras temblaba en la cama, y la imagen se fundió con todas las visiones previas que había tenido de su cadáver.
—¿Y quieres que conecte de nuevo la electricidad? —El tono de Sarah era sarcástico.
—Sí. Pero no es sólo eso. De verdad, Sarah. —Levantó las manos por encima de la mesa y las extendió, pero instintivamente Sarah retiró la suya—. Quiero que vengas al río. Quiero que estemos juntos, lejos de todo, solos. Ven conmigo a la cabaña.
Qué inquietante, el modo en que esas palabras sintonizaban con los deseos de ella. Llevaba mucho tiempo queriendo irse de esta gran casa, huir de la tibia compasión de los conocidos; sin embargo, sentía que algo en ella se resistía a la voluntad de David. Hasta ahora él había controlado toda la secuencia de acontecimientos. La había abandonado, espiado, transformado en un objeto de lástima entre los vecinos. No le debía nada, al muy cabrón. Pero el enfado requería energía y, junto con la indignación, llegó una abrumadora sensación de agotamiento.
—No lo sé.
Sarah miró a su alrededor, en busca de objetos concretos: la nevera, el triturador de basura, su resplandeciente encimera de mármol. Se le ocurrió que, en los últimos años de su vida, la limpieza había reemplazado a la ambición. Había cuidado de su cocina como si fuera el sustituto de un hijo; había limpiado sus superficies y sus ventanas, había buscado la sensación de progreso en sus armarios a la última.
Esto no era lo que había deseado para su vida.
—Estoy cansada —murmuró.
—Claro.
David alzó las palmas, en un gesto conciliador.
—Piénsalo. Dormiré esta noche en el sótano, si te parece bien, y volveré a la cabaña mañana por la mañana. Puedes decidir si quieres o no reunirte conmigo. Pero, Sarah —y ahora se inclinó hacia ella—, quiero que sepas que yo no planeé esto. No quería abandonarte. Este camino simplemente se abrió ante mí y tuve que seguirlo. Sé que no es una excusa. No hay excusas. Pero, por favor, ven al río.
Dicho esto, se levantó de la mesa y se dirigió a la escalera del sótano. Sarah oyó los pasos que bajaban, luego cruzó los brazos sobre la mesa y descansó la cabeza en ellos.
La mañana siguiente, Sarah despertó en la cama con Grace a sus pies. La luz que entraba por las ventanas se proyectaba en rectángulos oblicuos sobre la colcha, devolviendo a la casa sus mundanos tonos pastel. El reloj marcaba las siete de la mañana y estaba a punto de volverse y cerrar los ojos cuando recordó al hombre del sótano. Recordó aquellos ojos, junto con el ritmo de su voz, e imaginó a David como su Viejo Marinero, su espíritu errante recitando un prolongado mea culpa. «Agua, agua por todas partes».
Se levantó, esperó a que se le pasara el mareo y fue a la cocina. La habitación no conservaba indicio alguno de la figura que la había ocupado la noche anterior. Un par de tórtolas de cerámica, marcadas con una S y una P, dominaban de nuevo la mesa de cristal. Su trivialidad desafiaba cualquier noción de que éste había sido el emplazamiento de un milagro: un hombre muerto que había vuelto a casa. Abrió la puerta del sótano y aguzó el oído, atenta a señales de vida. No oyó ningún hombre roncando o vistiéndose, ningún sonido del televisor con las noticias de la mañana. Al bajar la escalera del sótano, la habitación apareció objeto a objeto: el sofá imperturbable, los libros polvorientos, los cojines y la manta de punto dispuestos de la forma habitual. No encontró ninguna nota, ningún aroma, ningún desorden, nada a lo que aferrarse como prueba de la visita de David.
Era de esperar. Todos los fantasmas huyen al amanecer. Pero ¿se había levantado de la cama anoche, o era todo un complejo producto de su imaginación? ¿Y cuál era la diferencia entre los sueños y la realidad, en una vida que se pasaba mayoritariamente en la cama?
Se sentó en el sofá y apoyó la cara en las manos, su cráneo frágil como un tarro de cristal fino, soplado con delicadeza. «Necesito una aspirina», pensó; no, necesitaba algo más fuerte. Unos cuantos Bloody Mary acabarían hasta con el fantasma más persistente. Sin embargo, una idea se mecía al compás de su tambaleante cuerpo: «Está vivo, vivo, vivo».
Pensó en subirse al coche y seguir a David a la cabaña de inmediato, pero el impulso se fue tan rápido como había llegado. No correría tras el hombre que la había dejado viuda. David la había tenido esperando tres meses; él podía esperar al menos veinticuatro horas. Tiempo suficiente para meditar las cosas. Por ahora, sólo una acción era necesaria: fue al teléfono y llamó a la compañía eléctrica.
En todo el día, Sarah no se duchó ni se vistió. Caminó por la casa vestida con una larga bata blanca, pensando: «Yo me he convertido en el espíritu ansioso y David es el hombre vivo. Pero ¿qué clase de hombre se escondería en una cabaña durante meses, sin llamar a su mujer ni a sus amigos?».
En el instituto, Sarah había soñado que viviría como un moderno Thoureau. Sola en el bosque, en una cabaña rústica, con la única compañía de una masa de agua; ése era el entorno de un genio. El frío, el hambre, la soledad no importaban. Las penurias de la independencia eran fáciles de olvidar en las ensoñaciones de un dormitorio bien caldeado.
Pero David tenía cuarenta y tres años, una esposa, un trabajo, una hipoteca. Demasiado mayor para dejarse llevar por una fantasía de boy scout.
Sacó su álbum de bodas del estante de la sala y se maravilló de la novia de ojos oscuros con el cabello coronado de paniculatas. Llevaba botones de perlas del pecho al ombligo y, a sus pies, una cola de más de medio metro de encaje se desplegaba en un charco de marfil. A su lado, Anne vestía seda color salmón y, encima de sus cabezas, los claveles de aire sustituían al muérdago. Las fotografías estaban repletas de besos de tíos y primos y amigos, David haciendo la payasada de besarla con pastel de boda en los labios. Pero no eran los besos, las migas o las perlas lo que sorprendió más a Sarah. Eran las sonrisas, el entusiasmo desmedido de todo aquello.
En los álbumes recientes, su expresión era más contenida. Estaba de pie ante una mesa llena de ensaladas y pasta fría: una comida del departamento. Su anfitrión deambulaba con una cámara y ella se había detenido para contentarlo, mientras David volvía la espalda. Parecía que sus alegrías se habían atemperado; sus placeres, matizado. La edad, se dijo, no aparece primero en las arrugas o las canas, sino en el modo en que se apaga la sonrisa.
Devolvió los álbumes al estante y se detuvo a examinar las pinturas que decoraban las paredes de la sala. David siempre había querido ser artista a tiempo completo, sumergirse en el camino que no había tomado. A muy pocas personas se les presentaba la posibilidad de transformar profundamente sus vidas; era mucho más sencillo mantener el curso marcado y reprimir el arrepentimiento a lo largo del camino. No podía culpar a David por intentar algo distinto y, sin embargo, un hombre valeroso debería haber actuado públicamente. Debería haber anunciado a la universidad, y al mundo entero, que abandonaba la medicina para dedicarse a pintar. Eso habría requerido coraje: soportar las miradas incrédulas y las sonrisas indulgentes, y dejar que toda la ciudad fuese testigo de su éxito o su fracaso. Pero ¿cómo podía haberlo hecho con una esposa, sentada en su casa enorme, esperando que pagase las facturas?
A Sarah le gustaba imaginar que lo habría apoyado, que no le hubiese importado volver a la casita de dos habitaciones e ir tirando únicamente con su sueldo. Y, tal vez, antes de los treinta años, cuando la vida aún era una gran aventura no enraizada en bienes materiales, habría sido posible. Sin embargo, en realidad, si el año anterior David hubiese acudido a ella diciéndole que quería dejar el trabajo para ser artista, ella no lo habría tolerado. Claro que lo habría consentido, rezongando entre dientes, pero frenándolo constantemente, un ancla gruñona y resentida.
Sarah meneó la cabeza mientras se alejaba de los cuadros. ¿Por qué siempre se culpaba a sí misma? David era el que había actuado mal —el mirón furtivo—, por muy razonable que sonara, por mucha justificación lógica que tuviese. Su marido era un hombre con pretensiones de superioridad moral; ni siquiera la muerte lo había hecho humilde.
A las ocho, Sarah se metió en la cama con el mando a distancia y permaneció acostada en la oscuridad mientras el parte meteorológico recorría la parte inferior de la pantalla. En algún punto entre la velocidad del viento y la presión atmosférica, oyó una voz que la llamaba al oído: «Sarahhh… Sarahhh». Salió de ese estado a medio camino entre el sueño y la vigilia, intuyendo que el sonido provenía de su habitación, de las sombras que rodeaban la cama. David había vuelto.
—Déjame en paz.
Sarah se tapó las orejas con la almohada, pero un chasquido en la voz de David hizo que se incorporase y vio una luz roja parpadeando en el contestador.
«Sé que estás ahí, Sarah. Por favor, responde al teléfono. Necesito que vengas al río. Los árboles siguen cambiando de tonalidad, te gustarían los colores».