David planeó ir de compras el martes siguiente y se preparó dejándose crecer una barba de siete días. Cuando llegó el momento, se armó de una gorra de béisbol, una mochila y unas gafas oscuras que convirtieron el amanecer en un fulgor de medianoche. Pedaleó por carreteras secundarias siempre que le fue posible, volviendo el rostro cuando le pasaba un vehículo. Las montañas eran agotadoras y sus piernas, débiles; tuvo que empujar la bicicleta en algunas subidas, por lo que el trayecto en coche de cuarenta y cinco minutos a Jackson le llevó casi tres horas. Daban las nueve cuando llegó al hipermercado, una hora más tarde de lo previsto, pero cuando buscó vehículos de conocidos en el aparcamiento, no divisó ninguno.
Una vez dentro, desvió el rostro de las cámaras de seguridad. Se quitó las gafas y recorrió apresuradamente los pasillos agenciándose indiscriminadamente sedal y anzuelos, calzoncillos y calcetines, una sudadera, vaqueros, una espátula, cinta. Cada minuto fue un atroz ejercicio de paranoia. Se encogía ante cualquier posible encuentro y siempre mantenía un pasillo de distancia entre él y los otros compradores, pero era una precaución innecesaria. Los desconocidos estaban aislados en sus propias preocupaciones, más atentos a los precios que a la gente.
La única persona que lo miró a los ojos fue la cajera, que sonrió y preguntó:
—¿Crédito o débito?
David había pasado automáticamente su tarjeta por la máquina; la Exxon Visa que Sarah apenas usaba. Ahora tendría que firmar con su nombre en un papel con fecha, la primera prueba tangible de su vida después de la muerte.
—Lo siento, ¿puedo pagar en efectivo?
—Claro. Pulse cancelar.
Fuera, se detuvo junto a los cortacéspedes y vació las bolsas de plástico en la mochila, sorprendiéndose de las pocas provisiones que le cabían dentro. Tras echar un vistazo a su alrededor, se descalzó, se puso los vaqueros nuevos encima de los pantalones cortos y se anudó la sudadera a la cintura. Se metió el sedal en los bolsillos y ató los calcetines al manillar de la bicicleta, lo que le dio el aspecto de un sin techo ciclista. Pero nadie se detuvo, nadie lo miró. Qué tonto, haber imaginado que llamaría la atención. Probablemente podía cruzar la ciudad en bicicleta tan desapercibido como cualquier otro ciclista.
Sólo en la salida del aparcamiento, cuando un Accord azul se detuvo a su izquierda, sintió que se le revolvían las tripas. Allí estaba Margaret, la mujer ubicua, concentrada en la luz roja. Despacio, muy despacio, evitando los movimientos bruscos, giró el manillar a la derecha y se dirigió a la gasolinera de la esquina. Se detuvo detrás de un surtidor hasta que el último vestigio de azul hubo desparecido calle abajo, y luego se alejó de la ciudad pedaleando con furia.
Un kilómetro y medio después, cuando el último de los restaurantes de comida rápida daba paso a los campos de los agricultores, se detuvo ante un prado de zanahorias silvestres y dejó la bicicleta en la hierba. El corazón le latía con fuerza, le sudaban las manos. Miró los pastos desde la alambrada, preguntándose si Margaret lo habría reconocido. En tal caso, se hubiera detenido para mirarlo. Aún recordaba su silueta, a unos palmos de distancia, y lo extraño que se había sentido huyendo de los vecinos, encogiéndose ante cualquier contacto humano. Su intercambio de palabras con la cajera había sido su primer amago de conversación en siete días. Sin teléfono en la cabaña, ni televisión, ni ordenador, la radio despertador de la mesilla de noche era su única compañía, y la recepción era tan débil que sólo podía sintonizar la emisora local de música country. Prefería el sonido de los chotacabras y hasta los graznidos de los cuervos que ahora se reunían ante él, saltando entre las varas de oro.
Dos semanas más tarde, cuando sentado en la terraza ojeaba un periódico de la tienda, se encontró con el anuncio de su funeral. Sábado a las cuatro de la tarde, capilla Jefferson. En lugar de flores, se aceptaban donaciones para la clínica rural.
Lo leyó tres veces, preguntándose si podía permitirse otro viaje a la ciudad. Más que el servicio, lo que le atraía era ver a Sarah y evaluar sus sentimientos. Pero ir a la ciudad era arriesgado. Su escapada al Wal-Mart lo había dejado atemorizado, temeroso de que Sarah, Margaret, Carver, llamaran a la puerta. Sin embargo, con cada día que pasaba en soledad, se fue convenciendo de su invisibilidad. El cerebro humano manipulaba los datos visuales y los convertía en objetos comprensibles y esperados. Nadie había esperado verlo en el Wal-Mart, como nadie esperaría verlo en su propio funeral.
El día siguiente, metió en la mochila una botella de agua, una bolsa de frutos secos y una novela de bolsillo. Se había afeitado la barba varios días antes, pero confiaba en las gafas oscuras y la gorra de béisbol. La mayoría de las personas que lo conocían estarían dentro de la capilla. Si llegaba tarde y guardaba las distancias, las probabilidades de que lo detectasen eran escasas.
A las cuatro menos cinco llegó al bosque que rodeaba el campus de la universidad. Apoyó la bicicleta en un pino y siguió una ruta tortuosa, lejos del concurrido patio con su imponente perímetro de edificios de ladrillo de los que, de pronto, podría salir un colega. Cuando vio la capilla de piedra, pasó al lado opuesto de un seto situado veinte metros a la izquierda. Allí se tendió de costado en la hierba, sacó un libro de la mochila e inclinó la cabeza sobre las páginas, de modo que la gorra le tapaba la cara. Protegido por las gafas, cerró los ojos y escuchó los sonidos que atravesaban flotando las ventanas de la capilla. Amazing Grace, Be Still My Soul, un recitado colectivo del Salmo 21, luego una larga ristra de oradores, distinguibles sólo como alto, tenor y bajo. Transcurrió media hora antes de oír al reverendo, su volumen más elevado que el de los otros, usar palabras como «Cristo», «redención» y «cielo». Una flauta entonó el Ave María de Gounod y se hizo el silencio en la bendición, roto por el órgano con Onward Christian Soldiers.
Se volvió a mirar entre el ramaje cuando el historial humano de su vida salió por las puertas de la capilla. Primero Sarah y su hermana, Anne, del brazo; luego el marido de Anne con sus dos hijas, seguido de Nate con su última rubia. El reverendo los reunió en una hilera que recibió a los congregados: administradores, miembros del cuerpo docente, varios estudiantes pacientes suyos. Su pareja de squash, su dentista, los dueños de su restaurante preferido. Tres primos, dos antiguos compañeros de universidad, la mayor parte de la comunidad médica de Jackson. El número de congregados le produjo una lúgubre satisfacción.
Sarah parecía soportar los pésames con una paciencia admirable; aceptó el apretón de manos de un decano al que despreciaba, un beso de la señora Foster mientras sus hijos daban patadas a los arbustos. Cuando la mayoría de los asistentes se hubo marchado, se sentó sola en un banco de hierro forjado y él la siguió desde el otro lado del seto. David no vio, en aquella cara, el profundo sufrimiento que le habían causado los abortos, sino sólo un rostro demacrado, cansado.
Se agachó de inmediato, porque ella había hecho algo extraño. Se había levantado y vuelto en su dirección, como llamada por una voz familiar. Sarah recorrió el seto con la vista, luego miró al cielo y finalmente regresó a la capilla, puso la mano en el muro exterior y empezó a seguir su contorno, desapareciendo de su vista. David volvió a la posición anterior, en la entrada de la capilla, y vio a Sarah aparecer por el otro lado. Nate le ofreció el brazo y la acompañó al coche mientras su novia los seguía, unos pasos más atrás. Los tres subieron a un Accord azul y, por segunda vez ese verano, David observó cómo Margaret se llevaba a Sarah.
Se acabó la función, pensó él. No habría cortejo fúnebre, ni procesión en coche hasta el cementerio. No había nada que enterrar o incinerar, ningún cadáver que untar con maquillaje repugnante. Supuso que todos se reunirían en su casa, y se preguntó si debía seguirlos.
El sol de las cinco y media se inclinaba sobre las Allegheny. Si no se marchaba pronto, tendría que pedalear por las montañas en la más completa oscuridad. Pese a ello, siguió dudando porque, al observar a Sarah, el placer malsano, adictivo, había vuelto. Por muy vergonzoso que fuese, quería saber qué le pasaba a su mujer por la cabeza, qué secretos le revelaría su calma desprevenida.
Dejó pasar diez minutos antes de encaminarse a su casa no por las calles habituales, sino por campos y callejones que le llevaron hasta el bosque que daba a su jardín trasero.
Dejó la bicicleta en una pendiente junto al lado este de la casa y se arrodilló detrás de una pantalla de zarzamoras. A su izquierda, una hilera de coches revelaba la identidad de los invitados de Sarah. Su contable conducía un Audi plateado; el BMW sería de Nate. La ranchera granate pertenecía a su enfermera preferida, Anna Marie.
En el jardín, los asistentes rodeaban a Sarah mientras Margaret servía té en vasos de color azul transparente. Nate estaba algo alejado, junto a las budelias, acariciando el brazo desnudo de su novia. Qué extraño, pensó David, que las sombras de los árboles formasen una línea divisoria entre él y el mundo bañado por el sol. Aunque los presentes mencionaban su nombre, había caído un telón entre su vida y el drama de ahí abajo. Al apoyarse en un pino blanco y cerrar los ojos, sintió que su exilio era completo.
Al cabo de dos horas, todos los vehículos se habían ido salvo el de Nate. David bajó la pendiente, se pegó al muro trasero de la casa y echó un vistazo a la cocina. Anne preparaba una tetera; la fiable, la buena de Anne, siempre digna de confianza. Disponía las tazas en una bandeja, llenaba un azucarero morado. David se desplazó a la ventana de la sala y la vio depositar la bandeja en la mesa de centro. Le sirvió una taza a Sarah, que estaba sentada en el sofá, y otras dos a Nate y a su novia, sentados en los sillones del otro lado. David sonrió al ver a su hermano sorber educadamente; Nate no solía beber té.
El aire del atardecer era gélido; sería una noche fría, para pasarla en el bosque. A su derecha, una escalera de cemento conducía a la puerta del sótano y, muy silenciosamente, bajó y giró el pomo. La puerta no estaba cerrada con llave: eso no había cambiado en las últimas tres semanas. Cruzó el espacio a oscuras y se tendió en el sofá. Una media pared separaba lo alto de la escalera de la habitación principal; si alguien bajaba desde la cocina, tendría unos instantes para esconderse detrás del sofá.
El atardecer se transformó en noche y la habitación quedó completamente a oscuras, pero no encendió ninguna luz. Permaneció echado, escuchando las voces de arriba. De vez en cuando, una palabra destacaba: «ayer»; «ceremonia»; «río»; «David». El resto era una bruma de sílabas, combinada con pasos en la cocina. «Esto —pensó—, es como estar enterrado: yacer bajo tierra, paralizado en la oscuridad, con el murmullo de los vivos encima».
Oyó un cambio de tono, retazos de despedidas. Pasos en el pasillo y la puerta de la entrada se cerró, a lo que siguió la partida gradual de los coches. Las dos hermanas se quedaron en la cocina, el cadencioso contralto de sus voces puntuado por el repiqueteo de los platos en el fregadero. El agua gorgoteó en las cañerías del sótano cuando alguien tiró de una cadena, luego los pasos se desplazaron por el suelo y subieron la escalera.
Otros quince minutos y la casa estaba en silencio. David se sentó, encendió la lámpara y esperó que sus ojos se acostumbraran a la luz. Se posaron en la estantería de la pared opuesta, repleta de antiguos libros en rústica. En la cabaña, el único libro decente era una antología de relatos que se había leído dos veces en las últimas dos semanas. Los otros eran libros que no había querido en casa, novelas de tercera categoría y libros de texto de la universidad. David se acercó a la estantería y tocó el lomo de los libros. Aquí estaban los que quería, clásicos cuya lectura llevaba su tiempo: Guerra y paz, Huckleberry Finn, David Copperfield. A Sarah no le harían falta para sus clases de estudios de la mujer. Los amontonó en el sofá, junto con una pila de National Geographic, una edición de Penguin de las tragedias de Shakespeare y la guía de las aves de Norteamérica de Fielding.
Cuando retrocedió para evaluar los libros, sintió que faltaba algo. Quizá fuese el haber visto la muerte tan de cerca o el silencio del bosque pero, por primera vez en su vida adulta, quería leer la Biblia. Arriba tenían un ejemplar maravilloso, un regalo de su madre cuando cumplió doce años. «De lectura obligada, aunque sea para entender a Shakespeare», le había dicho ella. Atento al menor ruido del piso de arriba, David se quitó los zapatos y se acercó a la escalera.
Subió los peldaños de uno en uno, comprobando si crujían antes de apoyar el peso. Una vez arriba, giró el pomo y abrió la puerta silenciosamente, sólo un resquicio, para comprobar que todo estaba despejado antes de entrar en la cocina. Dejó la puerta entreabierta para no tener que manipular el pomo cuando volviese a bajar. Entró en la sala, sacó la Biblia del estante y recolocó los otros libros para disimular el hueco. Se detuvo a ojear el Nuevo Testamento, donde las palabras de Jesús aparecían en rojo encendido, como para mantener la sangre de Cristo eternamente en la conciencia. «Nuestro amigo Lázaro se ha dormido; mas ahora voy a despertarlo».
Alzó la vista en cuanto oyó los pasos. Sarah bajaba la escalera, sus piernas ahora visibles. Qué estúpido de su parte, no haber caído en que quizá seguía despierta. Unos pasos más y ella tendría una clara perspectiva de la sala. Se planteó esconderse, pero cualquier movimiento podría atraer su atención, así que se quedó quieto como una lámpara, observando los dedos que se desplazaban barandilla abajo y más abajo, y luego a la derecha, lejos de él, en dirección al pasillo. Sarah no alzó la vista. David oyó los pies descalzos de Sarah cruzando el pasillo y entrando en el dormitorio; esperó a que la puerta se cerrase, pero el sonido no llegó. Sarah había abierto la puerta del vestidor, entraba y salía del cuarto de baño. Con un clic, el pasillo oscureció y David supo que Sarah había apagado la luz general y dejado sólo una lámpara, probablemente la de la mesita de noche. Esperó de nuevo a que se hiciera el silencio y después, Biblia en mano, pasó rápidamente de la sala a la cocina y bajó al sótano, cerrando suavemente la puerta tras él. Por el rabillo del ojo había visto a Sarah ante el tocador, en apariencia ajena a su presencia. David se sentó en el sofá e, inmóvil, esperó que siguiese el silencio.