Abrió el armario del zaguán y sacó otra corona de enredaderas entrelazadas en forma de trébol, con un ramillete de piceas y saúco saliendo del centro.
Sarah cerró los ojos e inhaló el limpio aroma del cedro.
De un modo u otro, David siempre conseguía superarla. Los regalos de Navidad de David siempre eran un poco más meditados, su gusto para las películas, el vino y los muebles, algo más sofisticado. Suponía que por eso había simpatizado con Nate durante tantos años, porque él también sabía qué era ser el inferior de un par, atrapado en competir con un perfeccionista incansable. ¿Y cómo se sentiría Nate ahora, si supiera que seguía compitiendo con David, que su aro de diamantes había sido igualado por este círculo de verdor?
—Mi regalo es mucho menos original —se disculpó ella cuando David sacó el lazo.
—Bueno, el tamaño importa. —Arrancó el papel—. Vaya. ¡Un televisor!
—Una pantalla plana HD Ultravision.
—Pero no tengo parabólica.
—No es para eso. Abre el otro regalo.
Dentro de la caja más pequeña David encontró un reproductor de DVD.
—Tengo un montón de películas en el coche. Algunas son tus favoritas de casa y unas pocas son nuevas. También he visto que tu tienda alquila DVD.
—Sí —dijo sonriendo—, la mayoría para adultos.
—Se me ocurrió que las imágenes de otras personas, te ayudarían cuando aquí estuviese todo demasiado tranquilo.
David asintió.
—Supongo que es una señal de fracaso. Si fuera un hombre mejor, sería capaz de entretenerme todo el día con libros, la pintura y largos paseos por el bosque. Pero la verdad es que me muero por un poco de tecnología.
—¿Te gustaría ver algo ahora?
—¿Qué has traído?
—La trilogía de
El señor de los anillos, El jovencito Frankenstein, El show de Truman
, algunas comedias recientes.
Durante el resto del día compartieron la cabaña con hobbits, magos y elfos, y vieron a los personajes de Tolkien iniciar su lento descenso a los infiernos. Las voces parecían confortar a David; introdujo disco tras disco en el reproductor con un celo casi turbador. Por la noche, cuando ambos iban de una lámpara a otra para apagar las luces, el último resplandor de la habitación fue el de la pantalla que proyectó sombras azules en las paredes. David parecía poco dispuesto a apagarla. Cuando por fin lo hizo, la oscuridad en la cabaña fue completa.
La tarde siguiente acordaron decorar un árbol de Navidad.
—Dentro no —insistió David.
Le parecía un derroche cortar un árbol cuando el pequeño cedro al pie de la terraza pedía a gritos un cambio de imagen. Se sentaron juntos ante el televisor a enhebrar palomitas y arándanos sobrantes de la comida de Acción de Gracias. Sarah recortó estrellas y medias lunas de la caja vacía de la pantalla y las forró con papel de aluminio. Perforó pequeños agujeros con la punta de un cuchillo y las ensartó en hilo de pescar. Luego salió al bosque a recoger piñas que untaría de manteca de cacahuete y alpiste. Cuando llegó el momento de decorar el árbol, se pusieron guantes para protegerse los dedos del cedro.
—¿Qué ponemos arriba? —preguntó Sarah mientras colgaba la última estrella.
David fue a buscar la corona en forma de trébol y, desde un punto elevado de la terraza, la colocó en la copa del árbol.
—Una lástima que no tengamos luces. Sólo el sol y la luna —dijo Sarah.
Esa tarde accedió a posar de nuevo con la bata y el camisón. Los había dejado en la cabaña, pensando que tal vez David querría estudiar la trama de la tela. Ahora, mientras miraba el río, su mente viajó por la cordillera Azul, bajó al prado y las colinas del condado de Albemarle y llegó al límite urbano de Charlottesville. A esa hora, Nate probablemente estaba con un cliente o comprobaba cotizaciones en su ordenador. Tendría el auricular de un teléfono en los labios y los dedos en un teclado, pulsando retorno, retorno, retorno.
Por el rabillo del ojo vio que David se detenía ¿Le habría leído el pensamiento? ¿Podía oler a Nate en su cabello? Pues adelante. Que sospechara. Que la pintase como Emma Bovary, la desventurada esposa del médico rural, planeando su siguiente escapada a los brazos de su amante.
Posar era un aburrimiento. Le recordaba lo que siempre le había molestado de David: su costumbre de observar. Era un trabajo de médico, eso de mirar, escrutar, examinar los cuerpos de otros en busca del menor indicio. Lo mismo podía decirse del pintor, absorto en la observación, que intenta ver más allá del velo del ojo humano corriente. Disección, retrato, ¿cuál era la diferencia? David estaba condenado a mirar por partida doble.
—Dejémoslo —dijo ella, y él accedió.
Mientras se ponía el suéter y los vaqueros, Sarah echó un vistazo al lienzo. Extraño, el contorno de su cuerpo no estaba suavizado del modo habitual; parecía fundirse en la ventana, el camisón, difuminarse en las cortinas. Los cuadros más recientes de David mostraban la misma confusión: árboles y agua y pájaros en movimiento, cada uno más amorfo que el anterior. Se preguntó si la cabaña estaría afectando su salud mental; todo ese aislamiento, y la oscuridad del bosque en invierno.
—Parece que estás entrando en una nueva fase artística.
—Una nueva fase mental. Veo las cosas de forma distinta.
—¿De forma borrosa?
David se encogió de hombros.
—El mundo no es tan claro como parece.
La mañana siguiente, mientras ella hacía el equipaje en el dormitorio, David le agradeció su visita.
—Te echaré de menos en las fiestas. Has iluminado este sitio con los adornos, y las películas.
—Tengo una sorpresa más, antes de irme.
Introdujo la mano en la bolsa y le tendió un sobre color manila. David sacó de su interior un puñado de billetes de cien dólares.
—Es el dinero de la exposición de Jackson. —Sarah se colgó la bolsa al hombro—. Judith me envió el cheque la semana pasada. Ocho mil dólares. La otra mitad ha ido a la galería. También te llegará dinero de la exposición de Washington. Sé que Judith ha vendido como mínimo dos de tus obras, y los precios doblaban los de Jackson.
David vertió los billetes en la cama y pasó el dedo índice por la ancha frente de Benjamín Franklin.
—Puedes darle un descanso al cajero automático. —Sarah lo besó en la mejilla—. Feliz Navidad.
Nochebuena llegó con Sarah sentada junto a Anne en una iglesia presbiteriana, mientras Nate y el marido de Anne, Ben, las flanqueaban como unos paréntesis o un par de sujetalibros. Presenciaban la representación infantil; los bancos estaban repletos de niñas y niños engalanados con terciopelo rojo y pana verde. Las niñas más pequeñas coloreaban los programas con lapiceros ocultos en el cantoral, mientras que los niños espiaban con los programas enrollados a modo de periscopio.
—¿Cuándo fue la última vez que entraste en una iglesia? —preguntó Sarah a Nate.
—¿El funeral de David cuenta?
Sarah negó con la cabeza.
—Seguramente la Pascua pasada. A veces Jenny me llevaba a su iglesia, pero sólo he ido si alguna mujer me lleva. No soy creyente.
Sarah se quedó algo sorprendida; conocía a pocas personas que admitieran no ser creyentes. La mayoría de sus amigos eran deístas confusos; tenían fe en un creador, pero no en Cristo. Hasta David había mantenido una fe imprecisa en un designio inteligente, diciendo que si Albert Einstein creía en Dios, ¿quién era él para ponerlo en duda? Sin embargo, Sarah dudaba, aunque no en el sentido tradicional. No dudaba tanto de la existencia de Dios como de la capacidad de los seres humanos para inspirar amor divino.
Pero aquí, en esta limpia iglesia blanca, donde el pastor leía el Evangelio de Lucas mientras las ninfas con alas de ángel y los niñitos con cayados representaban un retablo silencioso, Sarah imaginó un motivo de gracia. Estos niños se merecían la intervención divina; antes de la adolescencia, la mayoría de los niños conservaban indicios del cielo. ¿Cómo lo dijo Wordsworth? «Nubes de gloria arrastramos, pues de Dios venimos».
El breve sermón del pastor pareció reconocerlo. La Navidad, dijo, era un momento para apreciar a los niños, para recordarnos que toda vida es sagrada, que cada niño está tocado por el Espíritu Santo. Invitó a todos los niños presentes a que formaran una fila y dio a cada uno un clavel rojo, ofreciendo bendiciones mientras ponía los tallos en sus suaves manitas.
Esta era una comunión que Sarah podía admirar: sin vino, sin hostia, sin salvador que devorar, sólo un pequeño regalo de la naturaleza ofrecido con una o ración. Se sintió escarmentada por su simplicidad. Había pasado ocho días buscando la felicidad en sus tarjetas de crédito, descubriendo qué medida de satisfacción podía derivarse del plástico. Y había cierto consuelo en esas tarjetas y todas sus promesas de vestidos de seda y hoteles de lujo. Sin embargo, en última instancia, la felicidad no podía salir de una cuenta bancada. Mirando a los niños, supo que cualquier esperanza de una nueva vida tendría que crecer dentro de ella.
Miró de reojo a Nate, preguntándose si sentiría lo mismo: «que los niños eran el único consuelo» de este mundo, la única recompensa por tanto sufrimiento. Aún no había hablado con él de anticoncepción, intentaba encontrar el momento oportuno. Y quizás ahora, si Nate le daba alguna señal, como un comentario acerca de lo encantadores que estaban los niños, o un cómplice apretón de manos… pero en lugar de eso permaneció sentado con la vista baja, mirando el programa.
—Ha sido una representación preciosa —dijo Sarah cuando salían.
Nate hizo un gesto de indiferencia.
—La misma que hacíamos de niños.
Sarah volvió a estudiar a Nate la mañana del día de Navidad, mientras sus sobrinas se las veían con una montaña de regalos. Anne y Ben se pasaban todos los años; la mayor parte de estos juguetes y artilugios estarían rotos u olvidados en cuestión de meses. Pero durante una hora maravillosa las niñas eran totalmente felices, y se preguntó si Nate apreciaba la singularidad de aquello.
Los últimos dos días Nate se mostró inquieto, probablemente, como había predicho Margaret, aburrido por toda esa domesticidad: el ponche de huevo, las galletas glaseadas y la colección de figuritas de porcelana Hummel. Hasta Sarah se sintió algo avergonzada por la ingenua hospitalidad de su hermana; Anne parecía ajena al cambio operado entre Sarah y Nate. Había alojado a Nate en la habitación de invitados, mientras que Sarah dormía arriba en la cama de su sobrina menor, la niña en el suelo, en un saco de dormir de
La sirenita
, formando una barrera que Nate nunca podría cruzar. En toda la visita, él sólo consiguió rozar la mano de Sarah con los dedos. Sólo pareció sentirse a gusto después de la comida de Navidad, cuando salió con las dos niñas a montar en trineo, ayudándolas a subir a sus naves plateadas Por los solares vacíos de la urbanización y a bajar a toda velocidad hasta el viejo estanque.
La risa de las niñas se colaba por las ventanas de doble acristalamiento, mientras Sarah miraba desde el comedor. Cuando Nate entró tenía las mejillas rojas, como ella las recordaba de Vermont.
—Se te dan bien los niños —le dijo Sarah cuando él colgaba el abrigo junto a la puerta.
—Me gustan los juegos —replicó él.
—Serás un buen padre, algún día.
Nate se echó a reír.
—Supongo. —Bajó la voz hasta convertirla en un susurro, mientras se despojaba de la bufanda—. Si quieres que te sea sincero, nunca he conocido a una pareja que no haya perdido diez años de su vida cuando sus hijos cumplían los dos años. Te chupan toda la energía.
—Siempre había considerado los hijos como un principio —sugirió Sarah.
Nate se pasó los dedos por el cabello.
—El principio del fin.
Sarah se quedó inmóvil mientras él entraba en la sala y se sentaba con Ben para ver un partido de fútbol americano.
—Creo que me echaré un rato —dijo antes de retirarse a la habitación color lila de su sobrina.
Allí se quedó mirando los símbolos de la vida infantil: los pósteres de Hogwarts pegados con celo a la pared, el tocador cubierto de brillo de labios, esmalte de uñas y esferas de nieve, y las fotografías de Orlando Bloom embutidas en el marco del espejo. Nunca había esperado que a Nate le importasen esas cosas, nunca imaginó que le gustase jugar a las casitas. Tampoco había pensado que se casaría con ella, ni que le pasaría una pensión para los hijos, o le sostendría la mano en la sala de partos. Pero sí lo había imaginado como un tío ejemplar, de la clase que traía regalos maravillosos en todas las fiestas. Y había asumido, como mínimo, que Nate se alegraría por ella si en algún momento conseguía que otra vida se aferrase a su cuerpo.
Pero ahora sabía la verdad; que si le contaba que no había usado ningún método anticonceptivo, Nate se horrorizaría. ¿Y por qué no? Ella estaba horrorizada. Horrorizada por su capacidad de engañarse a sí misma.
Claro que un hombre como Nate no había pensado en las consecuencias. Era asunto de la mujer, ocuparse del incómodo tema de la contracepción. Probablemente Nate había saltado de una cama a otra durante toda su vida sin siquiera posar la vista en una píldora anticonceptiva. Por lo que ella sabía, era posible que él ya fuese padre; tal vez había poblado toda la costa este de niñitos de cabello oscuro.
Sarah miró la repisa de la ventana, donde las muñecas de su sobrina estaban sentadas como jueces acusatorios, desde su ventajosa posición de sana esterilidad. Oh, en qué desastre se estaba convirtiendo su vida.
La mañana siguiente, Sarah hizo la maleta y esperó en el porche mientras Nate la llevaba al maletero.
—Ojalá pudierais quedaros unos días más. —Anne retiró unas motas de los hombros del abrigo de Sarah—. A las niñas aún les queda una semana de vacaciones.
—Gracias —replicó Sarah—, pero Nate tiene trabajo y yo ya he dejado a
Grace
bastante tiempo sola.
—Ya sabes que no puedes pasarte toda la vida con un gato —la reprendió Anne.
—No te preocupes —sonrió Sarah—. También me compraré un pez.
¿Cómo iba a decirle a su hermana que la normalidad de su mundo la hacía avergonzarse de su propia y extravagante existencia? Esta casa, estas fiestas, el rostro serio de su hermana, eran todo un examen de realidad. Mientras se despedía de sus sobrinas, abrigadas con el pijama al otro lado de la puerta de cristal, Sarah pensó que estaba mal vivir como lo hacía, manteniendo relaciones amorosas demasiado secretas y extrañas para poderlas compartir con su familia más cercana.