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Authors: Laura Brodie

Tags: #Intriga

Sé que estás allí (21 page)

—¿Qué hiciste ahí? —preguntó Margaret.

—Paseé. Leí. Sobre todo, fantaseé.

—¿Comiste algo?

—Sí —respondió Sarah—. Estoy bien alimentada.

—¿Has podido dormir?

Sarah sonrió, intuyendo que la nube despejaba.

—A veces, aún paso parte de la noche vagando por la casa. Despierto desorientada y durante un rato no consigo ver con claridad. Pero está mejorando.

Siento haberte mentido —añadió—. No quería importunarte con explicaciones.

—Bueno, tendrías que llamar a Anne. Puedes seguir con la historia de que estabas en mi casa.

—Gracias.

—Y se me ha ocurrido… —Margaret hizo una pausa, y echó un vistazo a la habitación y a todos sus muebles polvorientos—. Desde que David murió, parece una estupidez que las dos vivamos solas en unas casas tan grandes… Mencionaste que te estabas planteando mudarte a un sitio más pequeño, y he pensado que podrías venir a mi casa temporalmente. —Fijó los ojos en Sarah—. Mis hijas sólo vienen de visita un par de fines de semana al año. La casa suele estar vacía. Podrías quedarte con la
suite
de invitados, con la sala y el baño privados.

—¿La que tiene un ventanal que da al porche?

—Exacto. Podríamos probarlo unos meses. Tráete algunos muebles y almacena el resto. Cambia el papel pintado y las cortinas… lo que quieras. Y lo puedes considerar un alojamiento temporal, mientras vendes tu casa y encuentras otra.

Qué bonito detalle, pensó Sarah. Este era el antídoto de Margaret a su aislamiento. El piso franco para la mujer desesperada.

—Quiero ayudarte a pagar la hipoteca.

—Claro. Y vaciaría algunos armarios de la cocina y varios estantes de la nevera.

—¿Pediríamos otra línea de teléfono?

—Y otro cable para tu ordenador.

—¿No te molestaría
Grace
?

—No me molestará ninguna criatura que te acompañe.

Sarah sonrió. Margaret no tenía ni idea de qué criaturas la acompañaban.

Rodeó la mesa y se sentó en el sofá junto a Margaret. Le pasó el brazo por los hombros e inhaló el tranquilizador aroma del champú de camomila.

—Eres un encanto. Me lo pensaré.

Dos días después, cuando sonó el teléfono, Sarah se encontró con la tranquila voz de tenor de Nate.

—Me gustaría hablar contigo.

Durante ocho días Sarah había estado cribando las llamadas para evitar la canción de sirena de su voz.

—¿Puedo venir a tu casa? —preguntó Nate.

No. No podría sentarse con él en el sofá recién exorcizado por Margaret. Ni sentarlo a la mesa de la cocina, donde había estado el fantasma de David. El dormitorio era el único espacio donde Nate parecía encajar. Y ésa era una tentación a la que ella quería resistirse.

—Hay una cafetería agradable en la calle mayor, frente a la estafeta de correos —indicó Sarah.

—Perfecto. Puedo estar ahí a las nueve y volver a Charlottesville a almorzar.

—Muy bien.

La mañana siguiente, Sarah llegó a la cafetería quince minutos antes. No quería estar hombro con hombro con Nate en la barra, ni tener que charlar con conocidos que esperasen que los presentara. Aprovechó esos minutos previos para pedir una discreta mesa del fondo donde pasarían desapercibidos y tomarse el capuchino despacio, la nata a cucharaditas. De vez en cuando alzó los ojos a las paredes de ladrillo a la vista, donde había sacos de arpillera marcados con el nombre de varios países: Costa Rica, Ecuador, Guatemala, México. Tantísimos lugares donde le gustaría ir.

Cuando Nate entró lo saludó con la mano, un breve movimiento de los dedos, intentando no parecer una mujer que ha esperado quince minutos. Se le antojó que la chica de la barra sonreía algo excesivamente a Nate y él devolvió la sonrisa, el constante Casanova. Pidió un café de la casa; solo, sin leche, sin azúcar, sin espuma. Nate no era hombre de espumas.

—¿Cómo te fue en Acción de Gracias?

—Bien. ¿Y a ti?

—Nada especial. —Dejó el café en la mesa y plegó el abrigo en el respaldo de la silla—. Fui a comer con un amigo soltero; pedimos langosta.

Sarah cayó en la cuenta de que era la única familia inmediata de Nate, su único vínculo con los pavos rellenos y el calcetín de Navidad. El año pasado, Nate había pasado el día de Acción de Gracias en Carolina del Norte con la familia de Jenny, pero por lo general venía a su casa y las hijas de Anne suministraban el ambiente familiar.

Nate sopló el café mientras echaba un vistazo a su alrededor. Cuando habló lo hizo muy bajo, su voz, apenas un susurro.

—Sé qué has estado evitándome. —Rio brevemente—. Es la primera vez en la vida que una mujer no me devuelve las llamadas… Supongo que crees que hemos cometido un terrible error.

—¿No lo crees tú?

—Claro que no. No me arrepiento de nada.

—No, nunca lo harías —dijo Sarah, negando con la cabeza. Había algo nietzscheano en Nate, un punto del
Übermensch
capaz de contemplar toda su vida y declarar: «Así lo quise».

Ella nunca había querido nada. Toda su vida se había dejado llevar por la corriente, una perpetua Ofelia.

—David querría que fuésemos felices. —Nate había caído en el tópico.

—Felices por separado.

Sarah sabía algo que muy pocos reconocían: que David, el médico tranquilo, era capaz de enfurecerse. No a menudo, no por mucho tiempo. Sus arrebatos de ira eran tormentas seguidas de arco iris. Pero oh, los cielos se abrirían si David se enterase de que se había acostado con Nate.

—¿Sabes?, siempre estuve algo celoso de David. —Nate le sonrió a los ojos—. Lo que no implica que esté enamorado de ti, o que quiera que me quieras. Sólo digo que, mientras disfrutemos de la compañía del otro, por qué no aprovecharlo.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Sólo eso. —Nate hizo una pausa—. Judith me llamó por lo de la exposición en Washington. La inauguración es este viernes y quiere que los dos vayamos a pasar el fin de semana; los gastos del hotel Mayflower corren de su cuenta, dos habitaciones. Sé que te lo digo con poca antelación, pero deberíamos ir.

Sarah miró los sacos de arpillera con sus promesas de nuevos paisajes, nuevas calles, nuevos rostros.

—Y aquí viene lo mejor —siguió Nate—. He llamado al Kennedy Center y este sábado la Sinfónica Nacional y el coro de Robert Shaw interpretan
Carmina Burana
. Ya no quedan entradas, pero tengo un amigo que podrá conseguirnos unas si le llamo ahora mismo.

Dios, él la conocía bien.
Carmina Burana
era una de sus piezas musicales preferidas. Le gustaba ponérsela
fortísimo
mientras plegaba la ropa limpia.

Era evidente que Nate la estaba manipulando. Pero ¿por qué usar una palabra tan desagradable? ¿Por qué no llamarlo «mimando» «cortejando» o «tentando»?

Nate le cubrió la mano con sus dedos cálidos y ella notó el liso metal del anillo de boda de su padre.

—Podemos ir juntos el viernes por la tarde, nos registramos en el hotel y comemos en algún restaurante bonito antes de ir a la exposición. El sábado podemos visitar lugares de interés y hacer compras antes del concierto… Vamos, Sarah. Vive un poco.

Sarah no retiró la mano. Nate tenía razón; ella necesitaba vivir, más que un poco. Y quizás él pudiese ayudarla. Quizá, como Margaret había dicho, se podían hacer bien el uno al otro.

—Sí, me gustaría —dijo a Nate.

Capítulo 25

El viernes por la tarde, poco después de las cuatro, Sarah llegó al piso de Nate en Charlottesville. Por fuera parecía una casa de Santa Fe con arbustos típicos del sur, pero el interior era todo Nueva York. Muchos ángulos y superficies pulidas, mucho negro y gama de marrones. ¿Cuál era la palabra? ¿Chic? ¿Con estilo? ¿
Art déco
o
art nouveau
? La casa de Sarah olía a Laura Ashley, con cortinas floreadas, paredes en tonos pastel y montones de cojines. Este espacio, sin embargo, era un monumento a la tecnología doméstica: los sistemas de seguridad, la iluminación a distancia, los altavoces y los televisores de la sala, la cocina y el dormitorio. Pasó los dedos por el acero inoxidable de la cocina Jenn–Air, luego examinó su reflejo en el lustre de la nevera negra.

—Tu casa está impecable —dijo a Nate cuando él entró con una bolsa para trajes.

—Tengo una mujer de la limpieza que viene un día a la semana.

Por supuesto. Una vida repleta de mujeres esperándolo.

—¿Nunca te has planteado tener una mascota?

Le crispaba la perfección de todo aquello. Hubiera apreciado un muñeco mordido en la alfombra.

—No me importaría tener un perro, pero viajo tanto que no tendría sentido.

—¿Y un gato?

Nate se estremeció.

—Odio los gatos. Me dan grima.

Sarah sintió lástima de
Grace
, como si a la pobre criatura le hubiesen dado una patada.

—¿Quieres algo de beber para el camino? —Nate abrió su inmaculada nevera—. Tengo agua, agua con gas y zumo de tomate.

—Agua, gracias.

Mientras Nate programaba su sistema de seguridad, Sarah examinó las fotografías de la mesa: sus padres en Vermont, David en Navidad, Jenny en biquini en una playa tropical, con aguas turquesas y arenas deslumbrantes. Resultaba extraño que una ex novia ocupase un lugar tan destacado entre las fotografías familiares. Sarah lo tomó como una señal de que a Nate aún le importaba, lo que le parecía muy bien: pensar que él tenía el corazón en otra parte convertía el fin de semana en algo más inocuo.

Nate abrió la puerta.

—¿Tu coche o el mío?

Sarah replicó, con un gesto de desesperación:

—No te burles de mí.

Dentro del Mercedes, Sarah se reclinó y absorbió el aroma a cuero nuevo. El lujo era algo maravilloso cuando era otro quien pagaba. Nate encendió el motor y una pantalla situada encima del reproductor de CD indicó la ruta desde el garaje hasta el hotel Mayflower. Ella necesitaba uno de ésos para su vida, algo que le mostrara cómo llegar del punto A al punto B.

Cuando Nate puso un disco, Sarah cerró los ojos.

—Duerme si quieres —dijo él—. Dos horas y habremos llegado.

A las seis de la tarde Sarah estaba en el vestíbulo del Mayflower admirando una fuente con luces cobrizas, donde el agua parecía una ducha de centavos recién acuñados. Nate había pasado por recepción y ahora se acercaba sosteniendo las llaves de plástico como si fueran una pareja de ases. «Cree que va a ligar», se dijo ella, y decidió decepcionarlo.

Subieron en un ascensor antiguo hasta la séptima planta y caminaron por una moqueta cubierta de flores de lis. La habitación de Sarah era una
suite
con cama de matrimonio, bañera de hidromasaje y una sala con un sofá y dos butacas estilo Reina Ana. Una nota en el minibar decía que todo era gratis, obsequio de Judith.

—Mira. —Nate se dirigió a un jarro con una docena de rosas—. La tarjeta es de Judith. Dice que la cena de esta noche corre de su cuenta, que guardemos el recibo.

Sarah acercó la cara a los pétalos. Le recordaron las rosas de la noche de la inauguración en Jackson; una vez más, Judith creaba el ambiente adecuado.

Nate descorrió las cortinas y contempló la vista.

—Hay un restaurante a tres manzanas de aquí, el Desert Inn. Tienen una carta excelente, una especie de tex–mex de calidad. He reservado para las siete. Claro que no tenemos que comer ahí, podemos ir donde quieras.

—Suena bien —replicó Sarah. Le gustaba que fuese otro quien condujera, hiciese las reservas, pagase las facturas.

—Tenemos media hora antes de ir a cenar. —Nate cruzó el umbral que separaba sus habitaciones adyacentes—. Dejo que te cambies.

Cuando Nate se hubo marchado, Sarah se echó en la cama, cogió el mando a distancia y miró el canal del tiempo. Una tormenta de nieve cubría Chicago, sepultando vehículos bajo montañas de metro y medio. En el mapa del país, la tira blanca que cubría el medio oeste era un vacío siniestro, pero por ahora el este resplandecía verde y vio a los neoyorquinos patinando sobre el hielo en manga corta, en el Rockefeller Center.

Diez minutos después, se levantó y sacó la tabla de planchar del armario. De lo alto de su maleta retiró un vestido de cóctel negro de tirantes. Era la única prenda que tenía y consideraba adecuada para una galería de Georgetown, pero no quería parecer demasiado arreglada, como si quisiera impresionar a Nate. No se recogería el pelo y sólo se pondría un poco de maquillaje. Llevaría pendientes pequeños y un collar sencillo, nada espectacular o caro. Una única gota de perfume, no más, y nada de brillo en los labios.

Se estaba poniendo el vestido recién planchado cuando Nate llamó a la puerta. Él también parecía deliberadamente informal, sin afeitar y vestido con una americana de
sport
y una camisa azul claro.

—He olvidado traer un bolso —dijo ella mientras plegaba la tabla de planchar y apagaba el televisor—. ¿Te importa si te meto unas cosas en el bolsillo?

Metió un peine, la llave de su habitación, una tarjeta de crédito y sesenta dólares en el forro de seda de la americana de Nate. Esta actitud propietaria hacia los bolsillos de un hombre era un gesto de mujer casada, pero Sarah pensó que eso, tratarlo con familiaridad, hacía a Nate menos intimidante.

Sarah abrió la puerta de la habitación.

—Vámonos pues, tú y yo.

El restaurante era un derroche de color y conversación, las paredes con alfombras navajo, el suelo, un llamativo mosaico de azulejos color naranja y burdeos. Se sentaron a una mesa junto a la ventana y sorbieron sus margaritas mientras Nate contemplaba a los viandantes, que iban sin abrigo en diciembre.

—El invierno todavía no ha llegado —dijo él.

—El invierno es un estado de ánimo —replicó Sarah.

—No, si vives en Vermont.

—¿Echas de menos Nueva Inglaterra?

—Echo de menos la vida que tenía en Vermont, pero no el estado en sí. Era demasiado frío y demasiado liberal para mi gusto, lleno de bohemios que se construían sus cabañas de madera en el bosque.

Sarah sonrió. Ella y David se habían planteado a menudo unirse a esos bohemios, escapar de la corriente conservadora del suroeste de Virginia. Pero su sangre meridional se había echado atrás ante la idea de esos largos inviernos.

—¿Crees que te quedarás en Charlottesville?

—No lo sé. Nueva York tiene cierto atractivo; aún tengo muchos amigos ahí. Pero pagaría una fortuna por un piso de una habitación con un armario por cocina. ¿Y tú? ¿Alguna vez te has planteado mudarte a la ciudad?

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