—Puaj. Tus hamburguesas están podridas.
—No es ternera, sino venado —respondió David desde detrás del caballete—. El dueño de la tienda es cazador. ¿No te gusta?
—No es lo que esperaba. —Aunque quizá fuese una bendición. Sus expectativas habían caído muy bajo los últimos años—. Pero no está mal.
Abrió una botella de vino tinto que sacó del botellero de la cocina.
—Tenemos que celebrar el éxito de tu inauguración y tu debut en Washington —añadió, llevando dos copas y un sacacorchos a la mesa—. Brindemos por Judith y todos sus nuevos descubrimientos.
Cuando cenaban, David le pidió algo:
—Me gustaría que el jueves celebraras Acción de Gracias conmigo. Esto es muy solitario. Con el invierno a la vuelta de la esquina, las noches son cada vez más frías y los pájaros, las únicas criaturas vivas con las que he hablado, emigran al sur.
Era extraño cómo la vida de David se había convertido en un eco de la suya. Ambos estaban solos en sus respectivos aposentos, acosados por el silencio y la falta de contacto humano.
—Vendré —dijo ella—. Haré la compra y me ayudarás a cocinar.
Se levantó de la mesa, sacó un pedazo de papel y un lápiz de un cajón de la cocina y empezó a escribir.
—¿Qué haces?
—La lista de cosas que tengo que traer el jueves.
—¿Cómo qué?
—Ropa, zapatos, gorros, guantes. Tu anorak de invierno. Alambrera para el tulipero.
Se había convertido en su cómplice, planeaba con meses de antelación, se anticipaba a sus necesidades. Quizá sólo fuera un gesto egoísta; no quería que descubriesen a su marido muerto comprando calcetines en Wal-Mart. Pero también le procuraba cierto consuelo anotar su tradicional menú de Acción de Gracias: pavo y arándanos, salchichas, apio, setas, cebollas y relleno, boniatos y judías verdes, panecillos de masa fermentada.
—¿Qué quieres que traiga?
—Fruta fresca —replicó David sin dudar—. Y cerveza de importación. Y unos buenos filetes… quiero sábanas limpias para la cama y Woolite y una cuerda de tender con pinzas. Libros, revistas y el
New York Times
del domingo. Más lienzos, más pintura y mucho más papel higiénico.
Sarah garabateó una serie de abreviaturas, hasta que él llegó a su última petición:
—Y comprueba cómo está Nate. Ya sabes cómo se deprimió con la muerte de mamá. Quizá puedas animarlo.
—Sí. Quizá pueda —respondió ella.
Esa noche recogieron edredones y almohadas de los gélidos dormitorios y los extendieron en la alfombra ante el fuego.
—Es como un picnic de invierno —dijo Sarah mientras abrían otra botella de vino. En la segunda copa, se había quitado el suéter. En la tercera, se había desabrochado la blusa. David se sacó la camisa por encima de la cabeza, dejando al descubierto un torso no tan liso y musculoso como el de Nate, pero que seguía siendo el cuerpo de un hombre atractivo.
Bien, pensó Sarah. Había llegado el momento de tocar a su marido; de posar las manos en él y sentir la profundidad de su cambio. Dejó la copa, extendió los dedos de la mano derecha y le tocó el torso.
Lo que tocó estaba frío, muy frío. Frío como el lecho del río. Era natural, se convenció. La cabaña estaba helada. De todos modos, se estremeció cuando retiró la mano.
—Pareces de hielo —murmuró, y él asintió.
—Hazme entrar en calor.
Resurrección
Al volver a casa el domingo por la mañana, Sarah abrió la puerta y la sorprendió una imagen primaveral. Unas azucenas adornaban la mesa del zaguán y los crisantemos florecían en la cocina. Las rosas rojas de la sala se mezclaban ahora con el rosa y el blanco, así como con el amarillo de las bocas de dragón que se abrían en el piano. Cada habitación era un caleidoscopio de pétalos, lo que ella consideró la versión de Nate de un mutis, hasta que vio la tarjeta de Judith en la mesa del zaguán. «Las flores son para ti, lo que sobró de la inauguración. Disfruta del momento».
Sarah arrugó la tarjeta. Vaya si lo disfrutaba. Se imaginó la sonrisita de Judith, el arco de sus cejas perfiladas cuando la mañana del sábado le abrió la puerta un Nate de ojos adormilados. Pues que así sea. Entró en la cocina y arrojó la tarjeta a la basura. Una bromita de los dioses.
En la nevera, Nate había dejado una nota tan lacónica como la suya.
Siento no haberte visto. Llámame.
Sí, lo llamaría. Lo llamaría en horario laboral y contaría al contestador de su casa que estaba muy ocupada. Quizá podían verse después de Acción de Gracias.
En el dormitorio, Nate había hecho la cama con precisión hospitalaria. Sarah alzó una almohada e inhaló el aroma del cabello de Nate, luego sacó las fundas e hizo un ovillo con la sábana de arriba, lo que dejó al descubierto la sábana bajera con su test Rorschach de manchas frescas. Se mareó al recordar los suaves labios de Nate y se acostó en la cama abrazando las sábanas contra el pecho. Cinco minutos; eso era todo lo que se permitiría. Cinco minutos para absorber el dulce narcótico, retroceder cuarenta horas a los cuidados de sus cálidas manos.
Y pasaron los números rojos del reloj digital: diez, once, doce minutos. Suspirando, se levantó, sacó la sábana bajera y llevó la culpable ropa de cama al lavadero. Mientras la lavadora se llenaba de agua, metió un tapón de detergente y, cuando la carga casi nadaba, añadió otro más. Arriba, abrió el armario de la ropa blanca y sacó un juego de sábanas de franela, suaves e inocentes como un saco de dormir infantil.
Acostada en su cama recién hecha, pulsó el botón del contestador.
«Hola, querida —la voz de Margaret fue un rayo de sol—. Tengo la nevera llena de sobras de la inauguración. Judith lo ha traído esta mañana. Ven a cenar y ayúdame a vaciarla un poco».
Luego venía Nate, que llamó el sábado por la noche.
«Hola, Sarah. Sólo llamaba para ver cómo estabas. Llámame cuando vuelvas».
Después volvió Margaret, repitiendo la invitación del día anterior.
«¿Dónde estás? No puedo comerme todo esto yo sola». De manera que a las cinco Sarah estaba en la cocina de Margaret, rodeada de encimeras de granito que parecían un bufé frío: crema de queso con gelatina de pimiento rojo, salmón con salsa de eneldo, un cuenco de crema de espinacas para untar con sus correspondientes pedazos de pan.
—Tienes buen aspecto. —Margaret admiró el color de sus mejillas—. ¿Por fin has podido dormir?
—Sí.
Sarah sonrió. Nunca antes había apreciado el efecto tranquilizador del sexo.
Margaret sirvió dos copas de vino tinto.
—Espero que te gustara la inauguración. Todo el mundo seguía hablando de eso. Judith aún estaba emocionada cuando vino ayer. Se preguntaba dónde estabas.
Sarah mojó una rebanada de pan en la crema de espinacas.
—Hacía tan buen tiempo que fui a pasear por el río.
—Bien, pues llámala. Tiene que consultarte algunos asuntos.
—Claro. ¿Cómo están tus hijas? ¿Vendrán por Acción de Gracias?
Sarah era experta en cambiar de tema: «No, ha perdido el bebé, pero ¿no están preciosos los cerezos?».
—Beth viene el miércoles para ayudarme a hornear nuestros pasteles habituales: el de pacana y calabaza y el de manzana. Siempre hacemos de más, para que puedan llevarse alguno a casa. Y Kate vendrá el jueves con su novio.
—¿El que trabaja en la tienda de música?
—Sí, el pinchadiscos en ciernes.
—¿No te gusta?
—No es una cuestión de gustos; supongo que es muy agradable. Pero es uno de esos tipos agradables que siempre parece perdido. —Margaret mojó un pincho de pollo en un plato de
chutney
de mango—. ¿Comerás con nosotros el día de Acción de Gracias?
Sarah no levantó la vista del vino.
—Gracias, pero voy a visitar a Anne.
—Oh, bien. ¿Cómo está?
—Muy ocupada con todas las actividades de sus hijas. Clases de danza y lecciones de música y esas cosas.
—Lo recuerdo muy bien. —Margaret le puso una montaña de arándanos en el plato—. ¿Y qué vas a hacer estos días?
—Me encargo de la campaña de recogida de alimentos, así que estaré mandando un montón de cajas a los franciscanos.
—¿Necesitas que te eche una mano?
—No. —Sarah montó una loncha de salmón con tres alcaparras en una galleta salada—. Un estudiante se encargará de la carga y descarga.
—Los hombres sirven de algo.
—Sí, en efecto. —Sarah se ruborizó. Los dedos le temblaron levemente y una alcaparra cayó al suelo. Se inclinó para recogerla y, cuando alzó la vista, detectó una sonrisa en la comisura de los labios de su amiga—. Torpe de mí.
—No es eso. —Margaret se echó a reír—. Es tu expresión. Siempre sé cuando ocultas algo. Tu mirada es tan obvia…
Sarah miró al fondo de su copa, donde el pie formaba una pupila negra.
—Sí —murmuró—, tengo un secreto. Un gran secreto.
Imaginó a David metido en el río hasta los muslos, con el agua goteando por sus botas altas de pescador. La caña silbaba sobre el agua y mientras escuchaba, Sarah abrió la boca y dejó caer las sílabas.
—Me he acostado con Nate. Pasó después de la inauguración. Estábamos borrachos y la mañana siguiente apenas podía recordar lo sucedido. Pero ahí estaba él, acostado a mi lado. —Se echó a reír. Al decirlo en voz alta, sonaba casi cómico—. Estaba tan avergonzada que me marché. Desde entonces no he respondido a sus llamadas. Fue una estupidez… No volverá a pasar.
Margaret guardó silencio hasta que Sarah espetó:
—¡Qué!
Margaret sonrió.
—Creo que la dama objeta demasiado. —¿No objetarías, si te hubieses acostado con tu cuñado?
—Mi cuñado es calvo, gordo y homosexual. Además no me extraña, por el modo en que Nate te estuvo mimando toda la noche. Y con Judith haciendo de celestina. Es natural, ¿no crees? Has perdido a tu marido, él ha perdido a su novia y a su hermano. Quizás os hagáis bien el uno al otro.
—No pareces muy convencida.
—Bueno… —Margaret titubeó—. No es el tipo de hombre que yo hubiera elegido para ti. Demasiado pulcro, para mi gusto. Prefiero hombres con imperfecciones más evidentes.
—Nate tiene imperfecciones.
—Ah; ahí lo tienes. —Margaret tomó un sorbo de vino—. Mi única pregunta es si de verdad te gusta Nate o si es sólo otro modo de aferrarte a David.
Una vez más, Sarah miró su copa de vino.
—Creo que me sigo aferrando a David de muchas maneras… Pero, para serte sincera, siempre me gustó Nate. Algo puramente físico, nunca una atracción emocional. Es difícil tener un cuñado tan guapo.
Una hoja moribunda aplastó su cara amarilla, con venas negras y manchas de vejez, en una ventana cercana. Sarah observó cómo el viento la arrancaba del cristal.
—Nuestros vecinos se horrorizarían si se enterasen de que me he acostado con mi cuñado. Y David sólo lleva tres meses muerto.
—Joder. —Margaret dejó con fuerza la copa en la mesa, lo que causó algunas salpicaduras rojas—. Ambas somos demasiado mayores para que nos importe lo que piensan los vecinos. La cuestión es: ¿qué piensas tú?
Sarah se encogió de hombros.
—Creo que me voy a esconder de Nate.
—Vale. Un buen plan —dijo Margaret con exasperación, mientras secaba la mancha de vino con la bayeta—. ¿Puedo preguntarte algo muy personal?
—¿Desde cuándo me pides permiso?
—De acuerdo. ¿Cuándo fue la última vez que David y tú tuvisteis relaciones sexuales?
Sarah casi soltó una carcajada. Iba a decir «ayer», sólo para ver la cara que ponía Margaret, pero en lugar de eso retrocedió a su último año de casada, a todos sus días apagados, grises y marrones: la cortesía amarga, la aburrida rutina, el ocasional beso en la mejilla. Después del tercer aborto, ella y David habían dejado de tener relaciones sexuales. El acto estaba contaminado, el amor y la muerte entrelazados, como siempre habían dicho los poetas. De todos modos, el día que David cumplió cuarenta y tres años, Sarah había imaginado su cuerpo como un regalo, algo gastado y deslucido, pero al menos un objeto tridimensional que podía adornarse con un lazo.
—Cuatro meses antes de su desaparición. —Sarah dirigió a Margaret una sonrisa mordaz—. ¿Crees que necesito terapia sexual?
Margaret no se inmutó.
—Creo que llevas demasiado tiempo de luto. Desde antes de que David muriese. Y creo que tienes derecho a disfrutar un poco de la vida, venga de donde venga ese disfrute.
Sarah no respondió, y Margaret alzó una bandeja de plata de la encimera.
—Basta de eso… Toma una tartaleta.
La mañana siguiente, mientras conducía una furgoneta azul por el campus, Sarah pensó en las palabras de Margaret. Era verdad que llevaba mucho tiempo de luto y, para ella, ese luto había tomado la forma de una hibernación: retirarse a soñar en su cueva victoriana. Supuso que había llegado el momento de reunirse con los vivos, dejar de lado su tristeza y encontrar cierto placer en el mundo. A fin de cuentas, si David podía resucitar, transformarse en una visión perdida de su juventud, ¿por qué no también ella? Sin duda tenía el tiempo y el dinero, y bastantes años por delante para que otra vida fuese posible. Pero le supondría un esfuerzo enorme despertar de estos últimos meses. Se imaginó a Rip Van Winkle despertando en la montaña con los miembros calcificados, los ojos aún empañados por el sueño. ¿Qué fuerza de la naturaleza interrumpió la prolongada siesta de ese personaje?
Nate había despertado su cuerpo con la presión de sus labios. Ése era el papel del príncipe del cuento, despertar a la mujer condenada a cien años de sueño. Pero ni siquiera sus dedos expertos habían logrado tocarle el corazón. Eso era trabajo suyo, se dijo. El objetivo al que debía consagrar su vida. De este día en adelante —juró Sarah al tráfico—, se dedicaría a despertar su espíritu durmiente.
Y tal vez éste fuera el principio, pensó mientras aparcaba ante la residencia universitaria Phi Kappa Epsilon. Así era como, desde hacía siglos, las viudas reparaban sus vidas rotas: saliendo de sus casas, de su frágil piel, para entrar en las vidas de extraños. Siempre había otras personas en una situación más desesperada, personas abiertas a la caridad de las mujeres solitarias. El único peligro que Sarah preveía en su moderada filantropía era que, al medir su vida con la escala del sufrimiento local, acabase por consolarse con la miseria de los otros.