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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras

Sandokán (2 page)

—Embárcalos en aquellos dos paraos, y cédele la mitad a Giro Batol, el javanés.

El malayo se alejó rápidamente, volviendo junto a su banda, compuesta de hombres valientes hasta la locura, y que a una simple señal de Sandokán no hubieran dudado en saquear el sepulcro de Mahoma, a pesar de ser todos mahometanos.

—Ven, Yáñez —dijo Sandokán en cuanto los vio embarcados.

Pero en ese momento los alcanzó un feísimo negro, uno de esos horribles negritos que se encuentran en el interior de casi todas las islas de ¡a Malasia.

—Vengo de la costa meridional, jefe blanco —dijo el negrito a Yáñez—. He visto un gran junco que va hacia las islas Romades.

—¿Iba cargado?

—Sí, Tigre.

—Está bien, dentro de tres horas caerá en mi poder.

—¿Después irás a Labuán?

—Directamente, Yáñez.

—¡Adiós, Sandokán, que te guarde tu buena estrella!

—No temas, seré prudente.

Sandokán saltó al barco. De la playa se elevó un entusiasta grito:

—¡Viva el Tigre de la Malasia!

—¡Zarpemos! —ordenó el pirata.

—¿Qué ruta? —preguntó Sabau, que había tomado el mando del barco más grande.

—Derecho a las islas Romades —contestó el jefe. Volviéndose hacia la tripulación, gritó:

—¡Tigrecitos, abran bien los ojos! ¡Tenemos que saquear un junco!

Los dos barcos con los cuales iba a emprender el Tigre su audaz expedición, no eran dos paraos corrientes. Sandokán y Yáñez, que en cosas de mar no tenían competidor en toda la Malasia, habían modificado sus veleros para hacer frente con ventaja a las naves enemigas. Conservaron las inmensas velas, pero dieron mayores dimensiones y formas más esbeltas a los cascos, al propio tiempo que reforzaron sólidamente las proas. Además eliminaron uno de los dos timones para facilitar el abordaje.

A pesar de que ambas naves se encontraban todavía a gran distancia de las Romades, apenas difundida la noticia de la presencia del junco, los piratas empezaron a ejecutar las operaciones necesarias para disponer el combate.

Se cargaron los dos cañones; llevaron al puente balas y granadas de mano, fusiles, hachas y sables de abordaje. Sandokán parecía participar de la ansiedad e inquietud de sus hombres. Paseaba de popa a proa con paso nervioso, escrutando la inmensa extensión de agua, mientras apretaba con rabia la empuñadura de oro de su magnífica cimitarra.

A las diez de la mañana desapareció en el horizonte la isla de Mompracem, pero el mar continuaba desierto. Ni un penacho de humo que indicara la presencia de un vapor, ni un punto blanco que señalara la cercanía de un velero.

Una gran impaciencia comenzaba a apoderarse de las tripulaciones; los hombres subían y bajaban las escalillas maldiciendo.

De pronto, poco después de mediodía, se oyó gritar desde lo alto del palo mayor:

—¡Nave a sotavento!

Sandokán lanzó una rápida mirada al puente de su barco y otra al del que mandaba Giro Batol, y ordenó:

—¡Tigrecitos, a sus puestos!

Los piratas obedecieron con presteza.


Araña de Mar
—dijo Sandokán—, ¿qué más ves?

—La vela de un junco.

—Hubiera preferido un barco europeo —murmuró Sandokán frunciendo el ceño—. No tengo odio alguno contra las gentes del Celeste Imperio. Pero, quién sabe... Volvió a sus paseos y no dijo nada más.

Al cabo de media hora volvió a oírse la voz de Araña de Mar.

—¡Capitán! Creo que el junco nos ha visto y está virando.

—¡Giro Batol! ¡Impídele la fuga!

Un instante después se separaban los dos barcos y, describiendo un gran semicírculo, se dirigían hacia el buque mercante a velas desplegadas.

Era una de esas naves pesadas llamadas juncos, de formas sin gracia y de dudosa solidez, que se usan mucho en los mares de la China. Apenas advirtió la presencia de los sospechosos paraos, contra los cuales no podía competir en velocidad, se detuvo y arboló una gran bandera. Al verla, Sandokán dio un salto adelante.

—¡La bandera del rajá Broocke, el exterminador de los piratas! —exclamó con acento de odio—. ¡Tigrecitos, al abordaje!

Un grito salvaje, feroz, se elevó en ambas tripulaciones, para quienes no era desconocida la fama del inglés James Broocke, convertido en rajá de Sarawack.

—¿Puedo comenzar? —preguntó Patán, apuntando con el cañón de proa.

—Sí, pero que no se pierda una sola bala.

De repente sonó una detonación a bordo del junco, y una bala de poco calibre pasó silbando por entre las velas del parao.

Patán hizo fuego. El efecto fue instantáneo: el palo mayor del junco, agujereado en la base, osciló con violencia y cayó sobre cubierta con las velas y todo el cordaje.

Una pequeña canoa tripulada por seis hombres se separó del junco y huyó hacia las islas Romades.

—¡Hay hombres que huyen en lugar de batirse! —exclamó Sandokán con ira—. ¡Patán, haz fuego contra esos cobardes!

El malayo lanzó a flor de agua una oleada de metralla, que echó a pique la canoa e hirió a todos los que la tripulaban.

—¡Bravo, Patán! —gritó Sandokán—. ¡Ahora deja ese barco tan raso como una mesa, pues todavía veo numerosa tripulación!

Los dos buques corsarios recomenzaron la infernal música de balas, granadas y metralla, destrozando el junco y matando marineros, que se defendían desesperadamente a tiros de fusil.

—¡Valientes! —exclamó Sandokán, admirado del valor de aquel grupo de hombres que quedaba en pie en el junco—. ¡Son dignos de combatir con los tigres de la Malasia!

Los barcos corsarios, envueltos en una espesa nube de humo, seguían avanzando, y en pocos instantes llegaron a los costados del junco. La nave de Sandokán lo abordó por babor y se lanzaron los arpeos de abordaje. —¡Tigrecitos, al asalto! —gritó el terrible pirata.

Se recogió sobre sí mismo como un tigre que se dispone a lanzarse sobre la presa, e hizo un movimiento para saltar; pero una mano robusta lo detuvo.

Se volvió con un grito de rabia. Era Araña de Mar, que se colocó con rapidez delante de él, cubriéndolo con su cuerpo.

En aquel instante disparaban del junco un tiro de fusil y Araña de Mar cayó herido sobre el puente.

—¡Ah, gracias, tigrecito! —dijo Sandokán—. ¡Me has salvado!

Se lanzó adelante como un toro herido, saltó sobre el puente del junco, y se precipitó entre los combatientes con esa temeridad loca que todos admiraban.

Toda la tripulación del mercante se le fue encima.

—¡Tigrecitos, a mí! —gritó, tumbando a dos hombres con el revés de la cimitarra.

Doce piratas treparon por los aparejos y se lanzaron a la cubierta, en tanto el otro parao arrojaba los arpeos y se aferraba al junco. Los siete sobrevivientes arrojaron las armas.

—¿Quién es el capitán? —preguntó Sandokán.

—Yo respondió un chino, adelantándose.

—¡Eres un héroe y tus hombres son dignos de ti! —le dijo Sandokán—. Le dirás al rajá Broocke que un día cualquiera iré a anclar en la bahía de Sarawack y veremos si el exterminador de piratas es capaz de vencer a los míos.

En seguida se quitó del cuello un collar de diamantes de gran valor y se lo dio al capitán.

—Toma, valiente. Siento haber destruido tu junco, que tan bien has sabido defender. Pero con estos diamantes podrás comprar otros diez barcos nuevos.

—Pero, ¿quién es usted? —preguntó asombrado el capitán.

Sandokán se le acercó, le puso una mano en un hombro y le dijo:

—¡Yo soy el
Tigre de la Malasia
!

Y antes de que el capitán y sus marineros hubieran podido rehacerse de su aturdimiento y de su terror, Sandokán y los piratas volvieron a bajar a sus naves.

—¿Qué ruta? —preguntó Patán.

El
Tigre
extendió el brazo al Este y con voz metálica, en la que se advertía una vibración extraña, gritó:

—¡A Labuán!

III. La travesía

Abandonaron el desarbolado junco y volvieron a emprender su camino hacia Labuán. Sandokán encendió un cigarro y llamó a Patán.

—Dime, malayo —le dijo, mirándolo de tal modo que daba miedo—, ¿sabes cómo ha muerto Araña de Mar?

—Sí —respondió Patán, estremeciéndose.

—¿Sabes cuál es tu puesto cuando yo subo al abordaje?

—Detrás de usted.

—Y como tú no estabas, murió Araña en lugar de morir tú.

—Es verdad, capitán.

—Debiera fusilarte por esa falta; pero no me gusta sacrificar a los valientes. Sin embargo, en el primer abordaje te harás matar a la cabeza de mis hombres.

—¡Gracias, Tigre!

—¡Sabau! —llamó en seguida Sandokán—. Como fuiste el primero en saltar al junco detrás de mí, cuando haya muerto Patán tú le sucederás en el mando.

Los barcos navegaron sin encontrar otra nave. La fama siniestra de que gozaba el Tigre se había esparcido por esos mares y muy pocos barcos se aventuraban por ellos.

A eso de la medianoche aparecieron a la vista las tres islas que son los centinelas avanzados de Labuán. Sandokán se paseaba inquieto por el puente. A las tres de la madrugada gritó:

—¡Labuán!

En efecto, hacia el Este, donde el mar se confundía con el horizonte, apareció muy confusamente una sutil línea oscura.

—¡Labuán! —repitió el pirata, respirando como si le hubieran quitado un gran peso del corazón.

Labuán, cuya superficie no pasa de ciento dieciséis kilómetros cuadrados, no tenía la importancia que tiene hoy. Ocupada por orden del gobierno inglés con el objeto de suprimir la piratería, contaba en aquellos tiempos con unos mil habitantes, casi todos malayos y sólo unos doscientos de raza blanca. Hacía muy poco que habían fundado una ciudadela, Victoria, rodeada de algunos fortines construidos para impedir que la destruyeran los piratas de Mompracem, que varias veces habían devastado las costas. El resto de la isla estaba cubierto de bosques espesísimos, todavía poblados de tigres.

Después de costear varios kilómetros de la isla, los dos paraos se introdujeron silenciosamente en un riachuelo cuyas orillas estaban cubiertas de espléndidos bosques. Remontaron la corriente unos setecientos metros y allí anclaron a la sombra de los árboles. Ningún crucero que recorriera la costa habría podido sospechar la presencia de los piratas en ese lugar.

A mediodía Sandokán desembarcó, armado de su carabina y seguido por Patán.

Había recorrido unos cuantos kilómetros, cuando oyó ladridos lejanos.

—Alguien está cazando —dijo—. Vamos a ver.

Muy pronto se encontraron frente a un horrendo negrito, que sujetaba un mastín.

—¿Adónde vas? —dijo Sandokán, cortándole el paso.

—Busco la pista de un tigre.

—¿Y quién te ha dado permiso para cazar en mis bosques?

—Estoy al servicio de lord Guillonk.

—Dime, esclavo maldito, ¿has oído hablar de una joven a quien llaman la Perla de Labuán?

—¿Quién no la conoce en esta isla? Es el ángel bueno de Labuán, a quien todos adoran.

—¿Es hermosa?

—Creo que no hay mujer alguna que pueda igualarla.

Un fuerte estremecimiento de emoción agitó al Tigre de la Malasia.

—¿Dónde vive? volvió a preguntar después de un breve silencio.

—A dos kilómetros de aquí, en medio de una pradera.

—Basta con eso. Vete, y si aprecias la vida no vuelvas atrás.

Le dio un puñado de oro y se echó al pie de un árbol.

—Esperaremos la noche para espiar los alrededores —dijo.

Patán se tumbó a su lado, con la carabina en la mano. Hacia las siete de la tarde resonó un cañonazo. Sandokán se puso de pie de un salto, con el rostro demudado.

—¡Ven, Patán —exclamó—, veo sangre!

Se lanzó como un tigre a través de la floresta, seguido por el malayo que se veía en apuros para seguirlo.

IV. Tigres y leopardos

En menos de diez minutos llegaron los piratas a la orilla del río. Todos sus hombres habían subido a bordo de los paraos y estaban ocupados en bajar las velas, pues no corría viento.

—¿Qué sucede? —preguntó Sandokán subiendo al puente.

—Capitán, nos han descubierto —dijo Giro Batol—. Un crucero nos cierra el camino en la boca del río.

—¿Conque los ingleses vienen a atacarnos? —dijo el Tigre—. Está bien. Tigrecitos, empuñen las armas y salgamos al mar. ¡Enseñemos a esos hombres cómo se baten los tigres de Mompracem!

—¡Viva el Tigre! —gritaron con entusiasmo los tripulantes—. ¡Al abordaje!

U n instante después ambos barcos descendían por el río, y a los pocos minutos salían a plena mar.

A seiscientos metros de la costa navegaba a poca máquina un gran buque poderosamente armado. Se oía redoblar los tambores en su cubierta, llamando a la tripulación a sus puestos de combate.

Sandokán miró con frialdad al formidable adversario, sin que su mole le asustase en lo más mínimo, y gritó:

—¡Tigrecitos, a los remos!

Los piratas se precipitaron bajo cubierta, mientras los artilleros apuntaban los cañones. Los paraos volaban al impulso de los remos.

De pronto una bala de grueso calibre pasó, silbando por entre los mástiles.

—¡Patán —gritó Sandokán—, a tu cañón! No hay que perder un solo tiro. ¡Derriba los mástiles de ese maldito, desmóntale las piezas, y cuando ya no tengas la vista firme, hazte matar!

En ese momento un huracán de hierro atravesó el espacio y dio de lleno en los dos paraos, dejándolos rasos como lanchones.

Gritos espantosos de rabia y de dolor se alzaron entre los piratas, que fueron ahogados por otra andanada de artillería.

El crucero se alejó más de un kilómetro, dispuesto a recomenzar el fuego.

Sandokán, que había salido ileso, se levantó rápidamente.

—¡Miserables! —gritó, mostrando el puño al enemigo—. ¡Huyes, cobarde, pero yo te alcanzaré!

En un momento fueron acumulados en la proa de ambos barcos los mástiles de recambio, cajas llenas de balas, cañones viejos y maderos de toda especie, formando una sólida barricada. Veinte hombres de los más vigorosos volvieron a descender para manejar los remos, y los otros se agolparon en cubierta, temblorosos de furia, empuñando las carabinas y sujetando con los apretados dientes sus puñales.

El crucero avanzó a toda máquina, arrojando por la chimenea torrentes de humo negro.

—¡Fuego a discreción! —gritó el Tigre.

Y recomenzó por ambas partes la música infernal, respondiendo tiro a tiro, bala a bala y metralla a metralla. Los tres buques parecían dispuestos a sucumbir antes que a retroceder. En los paraos, con el agua ya en las bodegas, horadados en cien sitios, la locura se apoderó de sus tripulantes; todos querían subir a la cubierta del crucero y, si no vencer, morir al menos en el campo enemigo.

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