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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras

Sandokán (10 page)

El parao se defendía con tesón. Daba bandazos tremendos, se enderezaba como un caballo encabritado, hundía la proa en el agua y había momentos en que caía de tal modo que parecía que no lograría recobrar la vertical.

Seguir luchando contra aquel mar era una locura. Había que dejarse conducir al Norte, como seguramente lo hicieron los otros dos paraos.

Yáñez, que comprendía la imprudencia de seguir en la ruta, pensó rogar a Sandokán que cambiara el rumbo, cuando resonó mar adentro una detonación y pasó silbando una bala por encima de la cubierta.

Un grito estalló a bordo ante una agresión que nadie esperaba en tan críticos momentos.

Sandokán se lanzó a proa.

—¡Todavía hay cruceros que vigilan! —exclamó. En efecto, el agresor era un gran buque inglés a vapor. ¿Qué hacía en pleno mar con aquel huracán?

—¡Viremos! —gritó Yáñez—. Ese barco sospecha que somos piratas y que nos dirigimos a Labuán.

Un segundo cañonazo retumbó y otra bala pasó por el cordaje del parao.

Los piratas se precipitaron hacia los cañones, pero Sandokán los detuvo con un gesto.

No había necesidad de combatir, pues el buque, a pesar suyo, tuvo que dejarse arrastrar hacia el norte. En muy pocos minutos se alejó lo suficiente para que su artillería resultara inútil.

—¡Lástima que me encontrara en medio de esta tempestad! —dijo Sandokán—. ¡Lo hubiera asaltado, a pesar de su mole y de su tripulación!

—Ha sido mejor así, Sandokán —dijo Yáñez.

—¡Que el diablo se lo lleve y lo hunda en los abismos!

—Qué haría en pleno mar mientras todos buscan refugio?

—¿Estaremos en las cercanías de Labuán? preguntó el portugués.

—Eso sospecho —repuso Sandokán—. ¿Ves algo delante de nosotros?

—Nada, excepto montañas de agua.

—Sin embargo, me late fuerte el corazón.

—El corazón suele equivocarse —sonrió Yáñez.

—Pero el mío no. ¡Mira!

—¿Qué ves?

—Un punto oscuro hacia el Este. Lo vi a la claridad de un relámpago.

—Pero aun cuando estemos cerca de Labuán, ¿cómo atracar con semejante tiempo?

—¡Atracaremos, Yáñez, aunque se haga pedazos el barco!

En ese momento gritó un malayo desde lo alto:

—¡Tierra frente al asta de proa!

—¡Labuán! —gritó con alegría Sandokán.

Atravesó el puente, pese a las olas que lo barrían, y poniéndose al timón lanzó el parao hacia el Este.

A medida que se acercaban a la costa el mar parecía redoblar su furia, como si quisiera impedir el desembarco.

Olas monstruosas saltaban en todas direcciones, y el viento extremaba su fuerza desde las alturas de la isla. Sandokán no cedía y, con la mirada vuelta hacia el Este, continuaba impávido su camino, aprovechando la luz de los relámpagos para orientarse.

Muy pronto estuvo cerca de la costa.

—¡Prudencia, Sandokán! —dijo a su lado Yáñez.

—¡No temas, hermano!

—Cuidado con las escolleras.

—Las sortearé.

—¿Dónde vas a encontrar refugio?

—¡Ya lo verás!

A corta distancia se vislumbraba confusamente la costa, contra la cual se estrellaba el mar con indecible furor.

—¡Atención! —gritó Sandokán a los piratas que maniobraban.

Empujó el parao hacia adelante con una temeridad que pondría los pelos de punta a los más intrépidos lobos de mar, atravesó un paso estrecho entre dos rocas enormes y penetró en una pequeña bahía que, al parecer, terminaba en un río.

La resaca era tan violenta dentro de aquel refugio, que el parao corría grave peligro. Era cien veces más fácil desafiar la ira de los elementos en mar abierto que en ese sitio, barrido por las olas que se amontonaban unas sobre otras.

—No es posible intentar nada —dijo Yáñez—. Si nos acercamos el barco se irá al fondo hecho astillas.

Tú eres muy buen nadador, ¿no es cierto? —le preguntó Sandokán.

—Como nuestros malayos.

—¿No tienes miedo a las olas?

—No, no les temo.

—Entonces saltaremos a tierra.

—¿Qué quieres hacer?

En lugar de responder, Sandokán gritó:

—¡Paranoa, a la barra!

El dayako agarró el timón que le entregaba Sandokán.

—¿Qué hago, capitán?

—Por ahora mantener el parao a través del viento —dijo Sandokán—. Ten cuidado y no lo arrojes sobre los bancos.

Enseguida se volvió hacia los marineros. —Preparen la chalupa. Cuando la ola barra la cubierta, la sueltan y la dejan ir.

¿Qué pretendía el Tigre de la Malasia? ¿Intentar el desembarco en aquella chalupa, mísero juguete para las tremendas olas? Los hombres se miraron llenos de ansiedad, pero se apresuraron a obedecer. A fuerza de brazo izaron la chalupa sobre la borda, después de haber puesto dentro dos carabinas, municiones y víveres.

—¿Qué intentas hacer? —preguntó Yáñez.

—Saltar a tierra.

—Nos estrellaremos contra las peñas.

—¡No! Sube a la chalupa, Yáñez.

—¡Tú estás loco!

Sandokán lo empujó y lo hizo entrar en la chalupa; luego subió él de un salto. Una ola enorme penetró en la bahía rugiendo.

—¡Paranoa! —gritó—. Disponte a virar, dirígete al norte y ponte a la capa. En cuanto se haya calmado el mar, vuelve aquí. Yo voy a atracar.

La montaña de agua, con la cresta cubierta de blanquísima espuma, se acercaba. Frente a las dos rocas se partió y entró en la bahía. En un abrir y cerrar de ojos envolvió al parao.

—¡Suelten! —ordenó Sandokán.

La chalupa, abandonada a sí misma, fue arrastrada por la gigantesca ola. Casi al mismo tiempo el parao viró y salió a mar abierto, desapareciendo detrás de una escollera.

—Nosotros desembarcaremos en Labuán a pesar de la tempestad —dijo Sandokán tomando un remo.

—¡Por Júpiter! —exclamó el portugués—. ¡Esto es una locura!

La chalupa se agitaba de un modo espantoso. Sin embargo, las olas la empujaban hacia la playa. La barquilla se remontó en la cresta de una ola y se precipitó en el abismo, chocando con violencia. Los dos piratas sintieron que les faltaba fondo bajo los pies. Se había hecho pedazos la quilla. Con otro tremendo golpe de mar la chalupa volvió a flotar en las alturas, hasta que las olas la hicieron estrellarse contra el tronco de un árbol, con tal fuerza que ambos piratas salieron disparados. Sandokán, que cayó en medio de un montón de hojas y ramas, se levantó en el acto y recogió las carabinas y las municiones.

Una nueva ola arrastró la chalupa y se la llevó mar adentro.

—¡Al demonio todos los enamorados! —gritó Yáñez al levantarse molido por el golpe.

—Pero todavía estás vivo, ¿no?

—¿Querías que me hubiera desnucado?

—No me consolaría nunca, Yáñez, si te pasara algo. ¡Mira, el parao!

El velero pasaba entonces por delante de la embocadura de la bahía, con la rapidez de una flecha.

—¡Qué compañeros tan fieles! —dijo Sandokán—. Antes de alejarse quisieron cerciorarse de que habíamos podido bajar a tierra.

Se quitó la faja roja y la desplegó al viento.

Un momento después resonó un disparo en el puente del velero.

—Nos vieron —dijo Yáñez—.¡Ahora, Dios quiera que nos salven!

El velero viró y emprendió su carrera hacia el norte. Yáñez y Sandokán se ocultaron bajo las enormes plantas para ponerse a cubierto de la lluvia, que caía a torrentes.

—¿Sabes dónde estamos, Sandokán?

—Creo que estamos cerca del riachuelo que sirvió de refugio a mi paso después de la batalla con el crucero.

—¿Está lejos de la quinta de lord James?

—No, a unos pocos kilómetros.

—Mañana registraremos los alrededores.

—¿Mañana? ¿Crees que puedo esperar? ¿No te das cuenta que estamos en Labuán?

—No podemos ponernos en marcha con este tiempo infernal, hermanito. ¿A qué quieres ir a la quinta? —Por lo menos para verla.

—Y luego cometer alguna imprudencia. Te conozco. Ten calma, hermano, piensa que somos dos y en la quinta hay soldados. Esperemos a que vuelvan los paraos.

—¡Si supieras lo que siento al encontrarme en esta isla!

—Me lo figuro, pero no te dejaré cometer locuras que puedan serte funestas. ¿Quieres ir a la quinta para averiguar si Mariana está allí? Iremos. Pero cuando haya cesado el huracán. Mañana, en cuanto despunte el sol, nos pondremos encamino hacia el riachuelo. Por ahora, refugiémonos bajo esa areca.

Sandokán estaba indeciso entre seguir o no a su fiel amigo; pero al fin hubo de ceder, y se dejó caer junto al tronco del árbol, lanzando un largo suspiro.

—¿Crees, Sandokán, que nuestros paraos podrán salvarse de una tempestad como ésta?

—¡Nuestros hombres son marineros valientes! —contestó el pirata—. Verás cómo salen del atolladero.

—Y si naufragan, ¿qué hacer sin su ayuda?

—¡Raptar a Mariana!

—Dos hombres solos, aunque sean dos tigres de Mompracem, no pueden hacer frente a cincuenta fusiles. —¡Recurriremos a la astucia! Yo no vuelvo a mi isla sin Mariana.

Yáñez no contestó. Encendió un cigarro, se tendió en la hierba, que estaba casi seca bajo las enormes hojas del árbol, y cerró los ojos.

En cambio Sandokán se levantó y se fue a la playa. Trataba de orientarse y de reconocer la costa. Cuando regresó comenzaba a alborear. La lluvia había cesado y el viento rugía con menos fuerza.

—Ya sé donde estamos —dijo—. El riachuelo debe estar hacia el sur, y no muy lejos.

—¿Quieres que vayamos a ver si damos con él?

—Sí.

Se echaron al hombro las carabinas, llenaron de municiones sus bolsillos, y se internaron en el bosque, procurando no alejarse mucho de la costa.

Multitud de árboles arrancados por el viento interceptaban el camino y obligaban a los piratas a saltar y escalar troncos caídos, y a utilizar los kriss para cortar una cantidad de lianas que se les enredaban en las piernas y no los dejaban avanzar.

Hacia el mediodía, Sandokán se detuvo.

—Ya estamos cerca —dijo.

—¿Del río o de la quinta?

—Del río. ¿No oyes el murmullo bajo esa bóveda de hojas?

—¿Será el que estamos buscando?

—No puedo equivocarme. He recorrido estos lugares.

—¡Pues vamos adelante!

Atravesaron a toda prisa el último trozo del bosque y diez minutos después encontraron un río pequeño que desembocaba en una bahía rodeada de árboles enormes.

La casualidad los condujo al mismo sitio donde habían arribado los paraos de la primera expedición. En la orilla todavía había pedazos de velas y de cordajes, cimitarras, hachas y montones de maderos.

—Allá reposan, fuera de la bahía, en el fondo del mar —dijo Sandokán con voz triste—. ¡Pobres muertos, que todavía no han sido vengados!

—¿Fue aquí adonde llegaste?

—Aquí. Entonces yo era el invencible Tigre de la Malasia; entonces no tenía cadenas mi corazón. Me batí como un desesperado, llevé a mis hombres al abordaje poseído de un furor salvaje. Pero me vencieron. ¡Qué momento más terrible, Yáñez! ¡Qué carnicería! Todos murieron. Todos menos uno. ¡Yo!

—¿Lamentas esa derrota?

—No lo sé. ¡Sin la bala que me hirió acaso no habría conocido a la muchacha de los cabellos de oro! Bajó a la playa. Se detuvo, y con los brazos extendidos señaló el sitio donde se efectuó el terrible abordaje.

—Los paraos están sepultados allí —dijo—. ¡Cuántos muertos contendrán todavía en sus despedazados cascos!

Se sentó en un tronco y quedó sumido en profundos y tristes pensamientos.

Yáñez se fue entre las peñas a buscar ostras. Encontró una tan gigantesca que apenas podía levantarla. Volvió junto a Sandokán, encendió fuego y la abrió.

—¡Vamos, hermano, deja en paz a los muertos y ven a probar esta exquisita ostra!

El almuerzo fue espléndido. La ostra contenía carne tierna y delicada, que calmó el apetito de los piratas. Terminada la comida, echaron a andar nuevamente. Durante algún tiempo siguieron su camino por la orilla derecha del riachuelo, y después entraron resueltamente por el medio de la floresta.

Caía la noche cuando Sandokán se detuvo ante una larga senda.

—Estamos cerca de la quinta —dijo con voz ahogada—. Este sendero conduce al parque.

—¡Qué suerte, hermano! —exclamó Yáñez—. ¡Sigue adelante, pero cuidado con cometer locuras!

Sandokán cargó la carabina y echó a andar por el sendero con tal rapidez que el portugués apenas podía seguirlo.

—¡Mariana! ¡Amor mío! —exclamaba el pirata—. ¡No tengas miedo, ya estoy cerca de ti!

En ese momento habría atacado a un regimiento entero por llegar pronto a la quinta. Nada le causaba miedo; la misma muerte no lo hubiera hecho retroceder.

Sólo temía llegar tarde y no encontrar a la mujer tan intensamente amada, y esto lo hacía correr más y más, olvidando la prudencia.

—¡Oye, loco del demonio! —gritaba Yáñez, que trotaba tras él—. ¡Espérame! ¡Párate, por mil cañonazos, o harás que reviente!

—¡A la quinta! ¡A la quinta! —respondía Sandokán. No se detuvo hasta llegar a la empalizada del parque, más bien por esperar a su compañero que por prudencia o cansancio.

—¡Uf! —exclamó el portugués—. ¿Tú crees que soy un caballo, para obligarme a correr de este modo? ¡La quinta no se escapará, te lo aseguro! Además, no sabes qué puede ocultarse detrás de esa empalizada.

—¡No temo a los ingleses!

—Ya lo sé, pero si te matan, no verás a tu Mariana.

—No puedo quedarme aquí. ¡Tengo que verla!

—¡Calma, hermanito! Obedéceme, o no lograrás lo que quieres.

Le hizo una seña para que se callara y trepó como un gato hasta lo alto de la cerca, mirando al parque con atención.

—Parece que no hay centinela —dijo—. ¡Entremos!

Se dejó caer al otro lado. Sandokán hizo lo mismo y ambos fueron internándose con cautela por el parque; se escondían detrás de los arbustos y de la maleza y en el fondo de los surcos, con la vista fija en la casa, que apenas se distinguía a través de las tinieblas.

Habían llegado a la distancia de un tiro de fusil cuando Sandokán se detuvo de pronto y empuñó la carabina.

—¡Deténte, Yáñez! —murmuró.

—¿Qué has visto?

—Soldados delante de la casa.

—¡Se enreda la madeja! —dijo el portugués—. ¿Qué hacemos?

—Si hay soldados, es señal que Mariana está ahí todavía.

—Eso creo yo también.

—Entonces, ¡ataquemos!

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