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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras

Sandokán (14 page)

El orangután se sumergió en el río, cogió con ambas manos la rama sobre la que estaba su adversario y la sacudió con fuerza.

La pantera no pudo sostenerse y cayó al agua. Pero apenas había caído, volvió a lanzarse sobre la rama y de ahí se arrojó sobre el mono, incrustándole las garras en los hombros y en las costillas.

El orangután dio un aullido de dolor; la sangre le corría por la piel.

Satisfecha con el resultado de su ataque, la pantera procuró encaramarse a la rama, sirviéndose del ancho pecho del mono como punto de apoyo. Pero, a pesar de sus tremendas heridas, el orangután alargó con rapidez el brazo y cogió la cola de su contrincante. La apretó con tal fuerza, que la fiera dio un maullido de dolor.

—¡Pobre pantera! —dijo Yáñez.

—Está perdida —dijo Sandokán—. Si no puede soltarse, no escapará con vida.

El pirata no se engañaba.

Al sentir el orangután entre sus manos la cola de su enemiga, saltó sobre la rama. Reunió sus fuerzas, levantó en peso a la fiera, la hizo girar en el aire y la estrelló contra un enorme tronco.

Se oyó un golpe seco; en seguida la pobre bestia, abandonada por su enemigo, rodó por el suelo y se deslizó en las negras aguas del arroyo.

—No creí que ese monazo se desharía tan pronto de la pantera.

—¿No corremos el peligro de que ahora las emprenda contra nosotros? —preguntó Yáñez—. ¡Está furioso!

—Pero le chorrea la sangre por todas partes —dijo Sandokán—. ¿Por qué no se va?

—Creo que tiene su nido arriba de ese árbol.

—Entonces disparemos contra él y avancemos a lo largo del riachuelo. Somos hábiles tiradores, pero es mejor que nos acerquemos para no errar.

Mientras se disponían a atacar al orangután, éste se acurrucó en la orilla del río y se lavó las heridas con sus manos.

Sandokán y Yáñez se acercaron a la orilla opuesta. Apoyaron los fusiles en una rama y se aprestaban a disparar, cuando vieron que el orangután se ponía de pie de un salto y se golpeaba el pecho con furor.

—¡Nos habrá visto? —dijo Yáñez.

—No es con nosotros su furia. ¡Mira hacia allá, se mueven unas ramas!

—¿Serán los ingleses?

Alguien se acercaba apartando con precaución las hojas, ignorante del peligro. El mono estaba detrás de un tronco, dispuesto a destrozar al nuevo adversario. Ya no gemía ni aullaba; solamente anunciaba su presencia con su ronca respiración.

—¿Qué le sucede? —preguntó Yáñez. Alguien se acerca al mono.

—¿Hombre o animal?

—Todavía no logro distinguir al imprudente.

—¿Y si es un pobre indígena?

—No le dejaremos tiempo al mono para que lo mate. ¡Ah, he visto una mano!

—¿Blanca o negra? —Negra.

En ese momento el gigantesco orangután se precipitaba en medio de la espesura con un aullido espantoso. Se oyó un grito, seguido de dos tiros. Sandokán y Yáñez habían hecho fuego.

Herido en la espalda, el mono se volvió y vio a los piratas, dio un salto enorme y cayó en el río.

Sandokán empuñó el kriss, resuelto a luchar cuerpo a cuerpo. El animal se le vino encima, cuando se oyó un grito en la orilla opuesta:

—¡El capitán!

En seguida resonó un disparo. El orangután cayó muerto en el arroyo.

El hombre que acababa de matar al temible mono se lanzó al río y gritó:

—¡El capitán! ¡El señor Yáñez! ¡Qué contento estoy de haberle metido una bala en el cráneo a ese orangután!

—¡Paranoa! —exclamaron con júbilo los dos piratas.

—¡En persona!

—¿Qué haces en esta selva?

—Lo buscaba, mi capitán. Vi a varios ingleses acompañados de perros y me figuré que los buscaban por aquí.

—¿Llegaron ya todos los paraos? —preguntó Sandokán con ansiedad.

—Cuando salí a buscarlos no había venido ninguno más que el mío.

—¿Cuándo te alejaste de la boca del río?

—Ayer por la mañana.

—Quizás los empujó la tempestad muy al norte —murmuró el Tigre.

—Puede ser, mi capitán —dijo Paranoa.

—¿Perdiste algún hombre durante la borrasca?

—Ni uno siquiera, mi capitán.

—Y el barco, ¿ha sufrido algún daño?

—Muy pocas averías, que ya están reparadas.

—¿Lo tienes escondido en la bahía?

—Lo dejé en alta mar por temor a alguna sorpresa y desembarqué solo.

—¿Estamos muy lejos de la bahía?

—No, llegaremos allá antes del anochecer —contestó Paranoa.

—¡No son más que las dos de la tarde! Por lo visto nos espera un buen trozo de camino.

—Esta selva es muy grande, señor Yáñez, y muy difícil de atravesar.

—¡En marcha! —dijo Sandokán, poseído de viva agitación—. Temo que haya sucedido algo.

—¿Que se hayan perdido los paraos?

—Sí, Yáñez. Si no los encontramos en la bahía ya no los volveremos a ver.

—¿Qué haremos entonces, Sandokán?

—¿Y tú me lo preguntas, hermano? ¡Como si el Tigre de la Malasia se asustara y doblara la rodilla ante el destino! ¡Continuaremos la lucha!

—Piensa que tenemos sólo cuarenta hombres en el parao.

—¡Cuarenta tigres que, guiados por nosotros, harán milagros!

—¿Quieres atacar la quinta?

—Eso ya se verá. Pero te juro que no saldré de Labuán sin llevarme a Mariana, aunque tenga que luchar contra toda la guarnición de Victoria. Quizás de ella dependa la salvación o la caída de Mompracem. ¡El destino de Mompracem está en sus manos, Yáñez!

Guiados por Paranoa subieron a la orilla del río y se internaron por un antiguo sendero que había descubierto el malayo algunas horas antes.

Durante cinco horas caminaron por el bosque y a la puesta del sol llegaban al riachuelo que desembocaba en la bahía. Había caído la noche cuando llegaron finalmente a la bahía.

—Mire, capitán —dijo Paranoa—. Allá se distingue el farol de nuestro parao.

—¿Qué señal hay que hacerle para que se acerque?

—Encender dos hogueras en la costa —contestó Paranoa.

—Vamos hacia la punta más saliente de la península —dijo Yáñez—. Les señalaremos la ruta más exacta.

Un momento después los tres piratas vieron desaparecer el farol blanco del parao y brillar un punto rojo. Ya nos han visto —dijo Paranoa—; podemos apagar las hogueras.

—No —dijo Sandokán—. Pueden servir para indicar a tus hombres la verdadera dirección. Ninguno de ellos conoce la bahía, ¿verdad?

—No, capitán.

—Pues, entonces, guiémoslos.

Se sentaron los tres en la playa con los ojos fijos en el farol rojo, que había cambiado de dirección.

Diez minutos más tarde ya se veía el parao. Sus inmensas velas estaban desplegadas, y se oía el chocar del agua en la proa. Parecía un pájaro gigantesco deslizándose sobre el mar.

Llegó a la bahía y embocó el canal, entrando en la boca del arroyo. Al verlo anclar cerca de un bosque de cañas, los tres piratas se le acercaron.

Con un gesto Sandokán impuso silencio a la tripulación, que iba a saludar a los dos jefes con una explosión de alegría.

—Es posible que no estén muy lejos nuestros enemigos —les dijo—, y les pido que guarden el más absoluto silencio para que no nos sorprendan antes de realizar mis proyectos.

En seguida, volviéndose hacia su segundo jefe, le preguntó con emoción tan viva que le hacía temblar la voz:

—¿No han llegado los otros dos paraos?

—No, Tigre —contestó el pirata—. Durante la ausencia de Paranoa recorrí todas las costas vecinas, llegando hasta las de Borneo, pero no pudimos ver a ninguno de nuestros barcos.

—¿Qué crees que haya ocurrido?

—Creo, Tigre de la Malasia, que nuestros dos barcos se han hecho pedazos en las costas septentrionales de Borneo.

Sandokán se clavó las uñas en el pecho.

—¡Fatalidad! ¡Fatalidad! —murmuró—. ¡La niña de los cabellos de oro traerá la desgracia a los tigres de Mompracem!

—¡Ánimo, hermano! —le dijo Yáñez, poniendo una mano sobre su hombro—. No nos desesperemos todavía. Quizás nuestros paraos fueron arrastrados lejos y con tan grandes averías que no hayan podido volver hasta ahora al mar. Mientras no encuentre sus restos no creeré que se hayan hundido.

—Pero no podemos esperar más, Yáñez. No sé si el lord permanecerá mucho tiempo en su quinta.

—Si se aleja, ahora tenemos bastantes hombres para atacarlo en el camino y raptar a su sobrina. —¿Intentarías un golpe de tal naturaleza?

—¿Y por qué no? Estoy madurando un magnífico plan y estoy seguro que dará excelente resultado. Déjame descansar esta noche y mañana haremos lo que haya que hacer.

—Confío en ti, Yáñez.

—No dudes, hermano.

—Sin embargo, no podemos dejar aquí el parao, pueden descubrirlo.

—Ya pensé en eso, Sandokán. Paranoa ya recibió sus instrucciones. Ahora, vamos a comer algo y luego nos iremos a acostar a nuestras camas. Te confieso que ya no puedo más de cansancio.

Calmada el hambre de tantas horas, se tendieron en sus literas. El portugués se durmió en seguida. Pero Sandokán tardó bastante en cerrar los ojos.

Tristes pensamientos y siniestras inquietudes lo tuvieron en vela varias horas.

Cuando volvió a subir a cubierta, vio que los piratas habían logrado esconder el parao. Lo empujaron hacia las márgenes de la laguna y lo ocultaron en medio de un bosque muy espeso. Cualquiera que pasara por ahí pensaría que se trataba de un grupo de plantas y de ramaje que la corriente había arrastrado hasta allí.

—¡Brillante idea! —dijo Sandokán.

—Pues ven ahora conmigo a tierra. Ya hay veinte hombres que nos esperan.

—¿Qué piensas hacer, Yáñez?

—Lo sabrás después. ¡Al agua la chalupa y mantengan la guardia!

XXII. El prisionero

Atravesaron el riachuelo, y Yáñez condujo a Sandokán en medio de un boscaje, donde los aguardaban escondidos entre los árboles veinte hombres, armados hasta los dientes y provistos de un saco de víveres y un cobertor de lana.

Paranoa y el subjefe, Ikant, estaban allí.

—¿Están todos? —preguntó Yáñez.

—Todos —contestaron los hombres.

—Escúchame con atención, Ikant. Tú volverás a bordo y, ante cualquier cosa que suceda, enviarás a un hombre que encontrará siempre a otro compañero esperando sus órdenes. Nosotros te transmitiremos nuestros mandatos, los que pondrás en ejecución inmediatamente sin el menor retraso.

Ikant saltó a la canoa y Yáñez echó a andar, remontando el curso del río.

—¿Adónde nos conduces? —preguntó Sandokán, que no comprendía nada.

—Espera un poco, hermanito. Ante todo, dime cuánto dista del mar la quinta de Guillonk.

—Cerca de cuatro kilómetros en línea recta.

—Entonces tenemos hombres más que suficientes.

—Pero, ¿qué vas a hacer?

—¡Ten un poco de paciencia, Sandokán!

Se orientó por medio de una brújula y se internó bajo los árboles, a paso rápido.

Recorrió cuatrocientos metros, se detuvo y se volvió hacia uno de los marineros.

—Instala aquí tu domicilio y no lo abandones por ningún motivo sin que nosotros te lo ordenemos. El río está a cuatrocientos metros, por lo tanto te puedes comunicar con facilidad con el parao. A igual distancia hacia el Este estará otro de tus compañeros. Cualquiera orden que te transmitan del parao se la comunicas a tu compañero más próximo. ¿Has entendido?

—Sí, señor Yáñez.

Mientras el malayo preparaba una cabañita junto al árbol, el grupo se puso en marcha, dejando a otro hombre a la distancia indicada.

—¿Comprendes ahora, Sandokán?

—Sí —contestó éste—, y te admiro. Y nosotros, ¿dónde acamparemos?

—En el sendero que conduce a Victoria. Desde allí podremos ver quién va o viene de la quinta e impedir que el lord huya sin que lo sepamos.

—¿Y si no se decide a marcharse?

—¡Por la gran carabina! ¡Atacaremos la quinta y nos robaremos a la muchacha!

—No llevemos las cosas a ese extremo, Yáñez. Lord James es capaz de matar a Mariana.

—¡Eso no! ¡Nunca me consolaría si ese bribón le hace algo a la niña!

—¿Y yo? ¡Sería la muerte del Tigre de la Malasia!

—Lo sé demasiado bien. ¡Estás hechizado! Llegaban en ese momento a las márgenes de la selva. Al otro lado se extendía una pequeña pradera, con varios grupos de arecas y maleza y atravesada por un ancho sendero donde crecía la hierba.

—La quinta no ha de estar lejos —dijo Yáñez.

—Distingo la empalizada por detrás de aquellos árboles.

—¡Perfecto! —exclamó Yáñez.

Ordenó a Paranoa que armara la tienda en el extremo del bosque ayudado por los seis hombres que lo acompañaban.

Sandokán y Yáñez fueron hasta unos doscientos metros de la cerca y luego volvieron al bosque y se tendieron bajo la tienda.

—Estamos al lado del sendero que va a Victoria —dijo Yáñez—. Si el lord quiere salir, pasará obligadamente junto a nosotros. En menos de media hora podemos reunir veinte hombres decididos a todo, y en una hora tener aquí toda la tripulación del parao. ¡Que intente moverse y lo acorralaremos!

—¡Sí! —exclamó Sandokán—. Estoy resuelto a lanzar mis hombres contra un regimiento entero.

—Por ahora —dijo Yáñez—, hagamos algo por la vida. Este paseo matinal me ha abierto el apetito de modo extraordinario.

Ya habían terminado de comer, cuando entró Paranoa jadeante.

—¿Qué sucede? —preguntó Sandokán, echando mano a su fusil al ver el rostro alterado del malayo.

—Alguien se acerca, mi capitán, oí el galope de un caballo.

—Será un inglés que va a Victoria.

—No, Tigre, viene de allá.

—¿Está todavía lejos? —preguntó Yáñez.

—Eso creo.

Los dos piratas cogieron las carabinas y salieron, en tanto los seis hombres se emboscaban en medio de la maleza.

Sandokán se dirigió al sendero, se puso de rodillas y apoyó el oído en el suelo.

—Sí, se acerca un jinete —dijo.

—Te aconsejo que lo dejes pasar sin molestarlo —dijo Yáñez.

—¡Ni lo pienses! Lo haremos prisionero, hermanito. Puede que vaya a la quinta con algún mensaje importante.

—Es difícil cogerlo sin que dispare.

—Al contrario. Pondremos un obstáculo y el jinete saldrá despedido de la silla sin que pueda utilizar su arma. Ven, Paranoa, trae una cuerda.

—¡Comprendo! —exclamó Yáñez—. ¡Magnífica idea! ¡Y se me ocurre otra para utilizar al prisionero!

—¿Por qué te ríes?

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