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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras

Sandokán (9 page)

—¡No importa si es inglesa o no! Todos te ayudaremos para que puedas hacerla tu mujer y para que vuelvas a ser feliz. Puedes seguir siendo el Tigre de la Malasia aunque te cases con la muchacha de los cabellos de oro. Sandokán se arrojó entre los brazos de Yáñez. Ahora dime qué piensas hacer —dijo el portugués.

—Irme lo más pronto posible a Labuán y robar a Mariana.

—Tienes razón. Si el lord sabe que escapaste y que estás en Mompracem, puede marcharse por miedo a que regreses. Es preciso actuar rápido o perderemos la partida. Ahora vete a dormir, necesitas reposo. Déjame a mí el cuidado de prepararlo todo. Mañana estará dispuesta la expedición para zarpar enseguida.

El portugués abandonó la habitación y descendió con lentitud la escalera.

Al quedarse solo, Sandokán volvió a sentarse ante la mesa y empezó a destapar botellas de whisky. Sentía la necesidad de aturdirse para olvidar, al menos por algunas horas, a la joven que lo había hechizado. Vaciaba las copas con rabia.

—¡Si pudiera dormirme y despertar en Labuán! ¡Mariana sola en Labuán! Los celos me matan... ¡Quizás mientras yo estoy aquí la corteja el baronet!

Se levantó presa de violento furor y empezó a pasearse como un loco, volcando sillas, rompiendo botellas y cristales.

Tomó una copa, bebió de ella y miró al fondo.

—¡Manchas de sangre! —exclamó—. ¿Quién vertió sangre en mi copa? ¡Bebe, Tigre, que la embriaguez es la felicidad!

Le parecía ver correr fantasmas por la sala, que le hacían burlonas muecas. En una de esas sombras creyó reconocer a su rival.

—¡Te veo, inglés maldito! —aulló—. ¡Ay de ti si puedo ponerte las manos encima! ¡Quieres robarme la Perla, pero te lo impediré! ¡Pasaré a hierro y fuego todo Labuán, haré correr sangre y los exterminaré a todos!

Después de varios esfuerzos pudo levantarse; cogió una cimitarra y empezó a dar tajos desesperados por todos lados, corriendo tras la sombra del baronet. Hasta que, vencido por el sueño y el alcohol, cayó al suelo y se quedó profundamente dormido.

XV. El soldado inglés

Cuando despertó estaba tendido en una otomana, adonde lo habían transportado los malayos que tenía a su servicio.

—¡No puedo haber soñado! —murmuró—. Estaba borracho y me sentía feliz. Pero ahora vuelve a arder el fuego en mi corazón. ¡Qué pasión tan inmensa ha invadido el alma del Tigre de la Malasia!

Se quitó el traje del sargento Willis, se puso otro adornado de oro y perlas, se cubrió la cabeza con un magnífico turbante coronado por un hermoso zafiro del tamaño de una nuez, pasó entre los pliegues de la faja un nuevo kriss y una nueva cimitarra, y salió.

Recorrió con sus ojos de águila la extensión del mar y miró los pies de la roca. Dispuestos a zarpar había tres paraos, con sus grandes velas desplegadas. En la playa los piratas iban y venían, ocupados en embarcar armas, municiones y cañones. En medio de ellos, vio a Yáñez.

—¡Mientras yo dormía, él preparaba la expedición! —murmuró.

Bajó la escalera y se dirigió a la aldea. Apenas los piratas lo vieron, resonó un grito:

—¡Viva el Tigre! ¡Viva nuestro capitán!

Y rodearon al pirata con gritos de alegría, y le besaban las manos, los vestidos y los pies, y casi lo ahogaron. Lloraban de contento al verlo vivo.

De sus bocas no salió ni un lamento, ni una sola queja por sus compañeros, sus hermanos, sus hijos, sus padres, muertos en la desastrosa expedición. Pero brotaban de cuando en cuando gritos tremendos.

—¡Venganza para nuestros compañeros! ¡Vamos a Labuán a exterminar a los enemigos de Mompracem!

—¡Amigos —dijo Sandokán, con su extraño acento metálico que los fascinaba—, la venganza no tardará! ¡Iremos otra vez a esa tierra de los leopardos y les devolveremos rugido por rugido, sangre por sangre! ¡El día de la lucha, los tigres de Mompracem devorarán a los leopardos de Labuán!

—¡A Labuán! —gritaron frenéticos los piratas, agitando las armas.

—Yáñez, ¿está todo dispuesto?

Yáñez pareció no oírlo. Miraba hacia un promontorio que se internaba en el mar.

—Por detrás de la escollera veo el extremo de un mástil —dijo.

—¿Será un parao nuestro?

—Otro no se atrevería a acercarse a nuestras costas. Falta el velero de Pisangu; ha de ser él.

—Puede traerme alguna noticia de Labuán —exclamó Sandokán— Esperémoslo.

Era en efecto el velero que Yáñez enviara a Labuán hacía tres días para saber algo del Tigre, pero, ¡en qué estado volvía! El palo mayor apenas se sostenía, los costados estaban llenos de tapones de madera para cerrar los agujeros abiertos por las balas.

—Se han batido —dijo Sandokán.

—Pisangu es un valiente que no vacila en atacar aun a los buques grandes —dijo Yáñez.

Parece que trae un prisionero, veo una chaqueta roja. —Sí, hay un soldado inglés atado al palo mayor. —¡Ah, si pudiera decirme algo de Mariana!

—Lo interrogaremos.

Cinco minutos después el velero entraba en la pequeña bahía y anclaba a veinte pasos del acantilado.

—¿De dónde vienes? —preguntó Sandokán a Pisangu en cuanto puso pie en tierra.

—De Labuán, mi capitán —fue la respuesta—. Fui con la esperanza de encontrar noticias suyas, y tengo la dicha de verlo aquí sano y salvo.

—¿Quién es el inglés?

—Es un caporal, mi capitán.

—¿Dónde lo hiciste prisionero?

—Cerca de Labuán. Registraba yo la costa y las playas, cuando vi salir de un pequeño río una canoa rápida tripulada por este hombre. Lo capturamos, pero cuando quise alejarme me encontré con un cañonero que me cortaba el camino. La lucha fue una verdadera tempestad, mi capitán, que me mató media tripulación y casi me despedaza el barco. Pero el cañonero también quedó en estado lamentable. En cuanto se retiró me lancé a alta mar y me volví aquí.

—Gracias, Pisangu. Trae a ese hombre.

Era un joven de unos veinticinco años, gordo, de baja estatura, rubio y rosado. Estaba asustado, pero de sus labios no salió ni una palabra. Sólo al ver a Sandokán exclamó:

—¡El Tigre de la Malasia!

—¿Dónde me has visto?

—En la quinta de lord Guillonk.

—Tu vida depende ahora de lo que me contestes —dijo Sandokán.

—¿Quién puede fiarse de un asesino que mata como si bebiera una copa de whisky?

—¡Perro, cuidado con lo que hablas! Tengo un kriss que corta en mil pedazos el cuerpo; tengo tenazas enrojecidas para arrancar la carne en trozos. Hablarás o te haré sufrir de tal modo que pedirás la muerte como un bien.

El inglés palideció, pero apretó los labios.

—¿Dónde estabas cuando salí de la quinta del lord?

—En los bosques.

—¿Qué hacías allí?

—Nada.

—¡Quiero saberlo todo!

—No sé nada.

—¡Habla o te mato! —dijo Sandokán y puso en la garganta del soldado la punta del kriss, haciendo brotar una gota de sangre.

El caporal vaciló, pero la mirada del Tigre era terrible. —¡Basta! —dijo apartando la punta del kriss—. Hablaré.

—¿Qué hacías en el bosque?

—Seguía al baronet Rosenthal. Lord Guillonk supo que el que había recogido moribundo era el terrible Tigre de la Malasia y, de acuerdo con el baronet y el gobernador de Victoria, preparó una emboscada.

—¿Cómo lo supo?

—Lo ignoro. Se reunieron cien hombres y los enviaron a rodear la isla para impedir su fuga.

—Eso ya lo sé. ¿Qué sucedió después que me refugié en la floresta?

—Cuando entró el baronet a la casa, el lord tenía una pierna herida y estaba furioso.

—¿Y lady Mariana?

—Lloraba. El lord la acusaba de haber favorecido su fuga, y ella invocaba piedad para usted.

—¿Lo oyes, Yáñez? —exclamó Sandokán, emocionado.

—Como resultó infructuosa la persecución —prosiguió el caporal—, quedamos acampados cerca de la quinta para protegerla contra el probable asalto de los piratas de Mompracem. Corrían noticias poco tranquilizadoras. Se decía que había habido un desembarco y que el Tigre estaba oculto en los bosques, dispuesto a raptar a lady Mariana. Lord Guillonk decidió retirarse a Victoria para ponerse bajo la protección de los cruceros y de los fuertes.

—¿Y el baronet Rosenthal?

—Se casará en breve con lady Mariana. Dentro de un mes será el matrimonio.

—¡Quieres engañarme! Lady Mariana detesta a ese hombre.

—Eso no le importa a lord Guillonk.

Sandokán dio un rugido de fiera. Un espasmo terrible le desfiguró la cara.

—Si me has mentido te descuartizo.

—Le juro que dije la verdad.

—Si no has mentido, te daré tu peso en oro.

En seguida se volvió hacia Yáñez y le dijo con tono resuelto:

—¡Partamos!

—Estoy dispuesto a seguirte —contestó con sencillez su compañero.

—Llevaremos a los más valientes.

—Sin embargo, deja aquí fuerza suficiente para defender nuestro refugio.

—¿Qué temes, Yáñez?

—Podrían aprovechar nuestra ausencia para lanzarse sobre la isla.

—¡No se atreverían a tanto! Yo creo lo contrario.

—¡Nos encontrarán dispuestos, y entonces veremos si los tigres de Mompracem son más valientes y decididos que los leopardos de Labuán!

Sandokán escogió a noventa piratas, a los más feroces y más robustos.

Llamó a Giro Batol y lo mostró a las bandas que se quedaban para defender la isla.

—Este es un hombre que tiene la fortuna de ser de los más valientes de la piratería —dijo—, y es el único que sobrevivió de la desgraciada expedición a Labuán. Durante mi ausencia, obedézcanle como si fuera yo mismo. Y ahora nos embarcamos, Yáñez.

XVI. La expedición contra Labuán

Los noventa hombres embarcaron en los paraos. Yáñez y Sandokán subieron a bordo del más grande y mejor armado. Llevaba cañones dobles y además estaba blindado con gruesas láminas de hierro.

La expedición salió de la bahía entre los vítores de los piratas agolpados en las orillas y en los bastiones.

El cielo estaba sereno y el mar tranquilo. Pero a eso de medio día aparecieron en el Sur unas nubecillas de color y forma que no presagiaban nada bueno. Sandokán no se inquietó demasiado.

—Si los hombres no son capaces de detenerme —dijo—, menos lo hará una tempestad.

—¿Temes un huracán? —preguntó Yáñez.

—Sí, pero puede favorecernos, hermanito; así desembarcaremos sin que vengan a importunarnos los cruceros.

—Si anuncias tu desembarco con una lancha cualquiera, el lord huirá a Victoria.

—Es verdad —suspiró Sandokán.

—Quizás podamos realizar algo que tengo pensado. Pero dime, ¿se dejará raptar Mariana?

—¡Sí, me lo ha jurado!

—¿Y piensas llevarla a Mompracem?

—Sí.

—Y después de casarte, ¿la mantendrás allí?

—No lo sé, Yáñez. ¿Quieres que la relegue para toda la vida en mi isla salvaje, en medio de mis tigres que no saben más que blandir el kriss y el hacha? ¿Quieres que ofrezca a su mirada horribles espectáculos de sangre y muerte, que la ensordezca con los gritos de los combatientes y el rugir de los cañones y la exponga a un constante peligro? ¿Qué harías tú en mi caso, Yáñez?

—Pero piensa en lo que será de Mompracem sin su Tigre de la Malasia. Contigo todavía puede hacer temblar a los hombres que han destruido tu familia y tu pueblo. Hay millares de malayos y de dayakos que esperan tu llamado para correr a engrosar las bandas de los tigres de Mompracem.

—En todo eso he pensado ya.

—¿Y qué te ha dicho el corazón? —¡Sentí que sangraba!

—Y sin embargo, ¿dejarás perecer tu poderío por esa mujer?

—¡La amo, Yáñez! ¡Quisiera no haber sido nunca el Tigre de la Malasia!

El pirata, conmovido, se sentó en la cureña de un cañón y hundió la cabeza entre sus manos.

En tanto los tres barcos navegaban hacia Oriente impulsados por una brisa tan ligera que la marcha se hacía cada vez más lenta.

Tanta calma no podía durar mucho tiempo. Hacia las nueve de la noche el viento comenzó a soplar con violencia, señal segura de que alguna tempestad conmovía al océano.

Las tripulaciones saludaron con alegría las rachas vigorosas de aire, sin mostrar miedo por el huracán que las amenazaba. Sólo el portugués se inquietó y quiso que se amainaran las velas, pero Sandokán no lo permitió, en su ansia por llegar a las costas enemigas.

Al caer la noche el viento redobló su violencia. Al ver el aspecto del cielo y del mar, otro navegante se habría resguardado en la costa más próxima. Pero Sandokán sabía que estaba a menos de cien kilómetros de Labuán y ni siquiera pensó en tal posibilidad.

—Temo que este huracán nos envíe a todos a beber en las profundidades del mar —dijo Yáñez.

—Nuestros barcos son muy sólidos.

—Pero me parece que el huracán que viene es de los peores.

—No le temo. Vayamos adelante, que Labuán no está lejos. ¿Distingues a los otros paraos?

—Diría que uno va hacia el Sur. Es tan grande la oscuridad que no se ve a más de cien metros.

—Si se extravían, ya sabrán encontrarnos.

—Pero pueden extraviarse para siempre, Sandokán.

—¡Pues yo no retrocedo!

—¡Entonces, ponte en guardia, hermano!

Un relámpago deslumbrador rasgó las tinieblas; un trueno espantoso lo siguió.

Sandokán se levantó, extendió la mano hacia el Sur y dijo:

—¡Huracán, ven a luchar conmigo! ¡Te desafío! Atravesó el puente y se puso al timón, mientras los marineros aseguraban los cañones. Llegaban del Sur las primeras rachas de viento, empujando delante de sí montañas de agua.

El parao, con el velamen reducido, avanzaba como una flecha, haciendo frente a los elementos desencadenados y sin desviarse una línea de la ruta bajo la férrea mano de Sandokán.

A eso de las once se desató el huracán con toda su majestuosa fuerza. El mar se arrojaba con indescriptible ímpetu hacia el Norte, como si fuera una colosal catarata.

El parao danzaba desordenadamente, ya en las espumantes crestas de las olas, ya en el fondo de los movibles abismos. Pero Sandokán no cedía y guiaba el barco hacia Labuán. Sus hombres, asidos al cordaje, miraban impasibles los asaltos del mar, prontos a llevar a cabo la más peligrosa maniobra.

Y el huracán seguía aumentando en intensidad. Se alzaban montañas de agua que, con rugidos espantosos, abrían profundos abismos que parecían tener por fondo las arenas del interior del océano. El viento bramaba agolpando las nubes, dentro de las cuales retumbaba el trueno incesantemente.

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