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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras

Sandokán (8 page)

Esperó a que se pusiera el sol. Cuando las tinieblas envolvieron la cabaña y el bosque, despertó a Giro Batol, que roncaba como un tapir.

—¡Vayámonos! —le dijo—. El cielo está cubierto de nubes y no hay para qué esperar a que se oculte la luna. Ven enseguida, porque creo que si tuviera que aguardar algunas horas más, no te seguiría.

—¿Y cambiaría a Mompracen por esta isla infame?

—¡Calla, Giro Batol! —dijo Sandokán iracundo—. ¿Dónde está tu canoa?

—A diez minutos de camino.

—¿Pusiste víveres en ella?

—Pensé en todo, capitán. No falta fruta, ni agua, ni remos, ni vela siquiera.

—¡Partamos!

El malayo cogió un trozo de asado que quedaba, se armó de un garrote y siguió a Sandokán.

—La noche no puede ser más favorable —dijo—. Nos haremos a la mar sin que nos descubran. Atravesaron el bosque. La oscuridad bajo los árboles era total; pero el malayo veía por la noche mejor que los gatos y además estaba acostumbrado a andar por tales sitios.

Sandokán caminaba en silencio, sombrío y taciturno. Él, que veinte días antes habría dado la mitad de su sangre por volver a Mompracem, sentía una pena sin límites al tener que dejar abandonada a la mujer que amaba apasionadamente.

Cada paso era una puñalada para su corazón. Hubo momentos en que se detuvo, indeciso entre volverse o seguir. Pero el malayo, que suspiraba por embarcarse, le hacía ver lo peligroso que sería el menor retraso.

De pronto Giro Batol se detuvo, aguzando el oído.

—¿Oye ese fragor? —preguntó.

—¡Es el mar! —respondió Sandokán—. ¿Dónde está la canoa?

—Aquí cerca.

El malayo guió a Sandokán a través de una espesa cortina de hojas, pasada la cual le señaló el mar, que deshacía sus olas contra los bancos de la playa.

—¡La fortuna nos favorece; todavía duermen en los cruceros! —exclamó.

Descendió al acantilado, apartó las ramas y le mostró una embarcación que se mecía pesadamente en el fondo de una pequeña cala.

Era una barcaza socavada en el tronco de un árbol, muy parecida a las que construyen los indígenas del Amazonas.

Desafiar el mar con semejante barca era una temeridad sin igual, porque bastaban unas cuantas olas para volcarla. Pero aquellos dos piratas no se asustaban por tan poca cosa.

Giro Batol fue el primero en saltar adentro y alzó de inmediato un pequeño mástil.

Sandokán, con los brazos cruzados, seguía mirando hacia el Este, hacia la casa de la Perla de Labuán.

—¡Capitán —dijo el malayo—, venga o dentro de poco será demasiado tarde!

Sandokán subió a la canoa, cerró los ojos y suspiró.

XIII. Rumbo a Mompracem

Soplaba del Este el viento, lo que no podía ser más favorable.

La canoa avanzaba bastante bien únicamente con la vela.

Sentado en la popa iba Sandokán, con los ojos fijos en Labuán, que poco a poco se desvanecía entre las tinieblas. Giro Batol, sentado en la proa, feliz y sonriente, charlaba por diez mirando hacia el oeste, hacia el lugar donde debía aparecer la formidable isla de Mompracem.

—¡Ánimo, capitán! —decía—. ¿Por qué está tan triste, ahora que vamos a nuestra isla? ¡Cualquiera diría que siente alejarse de Labuán!

—Y es cierto, Giro Batol —contestó Sandokán en voz sorda.

—¡A usted lo embrujaron esos perros ingleses! ¡Me río pensando en las maldiciones que nos echarán mañana, cuando se den cuenta de nuestra fuga! Sobre todo sus mujeres, que nos odian más que los hombres.

—¡No todas, Giro Batol! Y si vuelves a decirlo, te tiro al mar.

Había tal amenaza en la voz de Sandokán, que el malayo enmudeció y se volvió lentamente a proa, murmurando:

—¡Lo embrujaron!

Durante la noche la canoa avanzó sin encontrar ningún crucero. El malayo ya no hablaba, temeroso de que Sandokán lo tirara al agua.

De improviso su aguda mirada vio brillar un punto luminoso en la línea del horizonte.

—¿Será un velero o un barco de guerra? —se preguntó lleno de ansiedad.

Sandokán no se daba cuenta de nada.

El punto luminoso se agrandaba rápidamente. Probablemente se trataba de un barco a vapor.

La inquietud de Giro Batol aumentaba por momentos, tanto más que el punto luminoso parecía dirigirse directo hacia la canoa. Pronto sobre el farol blanco aparecieron otros dos: uno rojo y otro verde.

—¡Un barco a vapor! —dijo—. ¡Mi capitán, un barco a vapor!

Esta vez el jefe de los piratas sacudió la cabeza y un relámpago sombrío brilló en sus pupilas. Se volvió con ímpetu para explorar la inmensa extensión del mar.

—¿Un enemigo? —preguntó, mientras su mano derecha buscaba instintivamente el kriss.

—Eso temo, capitán.

—Parece que corre hacia nosotros.

—Lo mismo creo yo.

—Déjalo acercarse. Recuerda que no soy el Tigre de la Malasia, sino un sargento de cipayos.

Permaneció callado mirando con atención al enemigo. Después dijo:

—Es un cañonero.

—¿Vendrá de Sarawack?

—Es probable. Ya que viene a nosotros, esperémoslo.

En efecto, el cañonero apresuraba la marcha para alcanzar la canoa. Tal vez quería cerciorarse si se trataba de náufragos o de piratas.

Sandokán ordenó a Giro Batol que remara en dirección a las Romades. Ya había trazado un plan para engañar al comandante.

Media hora más tarde el cañonero estaba a pocos metros de la canoa. Era un barco pequeño, de un solo palo, con un cañón en la plataforma posterior.

El comandante dio orden de parar la máquina, se inclinó sobre la borda, y gritó:

—¡Alto o los echo a pique! Sandokán respondió en buen inglés: —¿Por quién nos toma usted?

—¿Qué es esto? —exclamó asombrado el oficial—. ¡Un sargento de cipayos! ¿Qué hace usted aquí?

Voy a las Romades, señor —contestó Sandokán. —¿A qué va a esas islas?

—Llevo órdenes para que se las comuniquen al yate de lord James Guillonk.

—¿Está en las Romades su yate?

—Así es, señor.

—¿Y va en esa canoa?

—No encontré nada mejor.

—¡Cuidado, porque hay algunos paraos malayos que rondan mar adentro!

—¡Ah! —exclamó Sandokán, temblando de alegría. Ayer vi dos, y juraría que vienen de Mompracem. Tendré cuidado, comandante.

—¡Buen viaje, entonces!

El cañonero se dirigió a Labuán, en tanto que Giro Batol orientaba la vela hacia Mompracem.

—¿Has oído? —le preguntó Sandokán.

—Sí, mi capitán.

—Nuestros barcos están en estas aguas.

—Lo buscan todavía, capitán.

—¡Qué sorpresa para el buen Yáñez cuando vuelva a verme!

Volvió a sentarse a popa, con la mirada dirigida a Labuán, y no habló más.

Al amanecer los separaban de Mompracem unos doscientos kilómetros, distancia que podían recorrer en menos de veinticuatro horas.

El malayo sacó algunas provisiones y se las ofreció a Sandokán. Pero éste, absorto en sus meditaciones, ni siquiera contestó.

—¡Está hechizado! —repitió el malayo meneando la cabeza—. ¡Pobres de ustedes, ingleses, si han embrujado al Tigre!

Durante el día el viento decayó varias veces, pero por la tarde, al ponerse el sol, sopló un viento fresco que empujó rápidamente la canoa hacia el Poniente.

Al anochecer, el malayo, que iba de pie en la proa, avistó una masa oscura que surgía del mar.

—¡Mompracem! —exclamó.

Al oír este grito, Sandokán, emocionado por primera vez desde que se embarcara, se levantó de un salto.

Había desaparecido de su rostro la expresión de melancolía, y le brillaban los ojos.

Contempló su isla salvaje, el baluarte de su poder, de su grandeza en aquellos mares, que no en vano llamaba suyos. Otra vez era el Tigre de la Malasia.

Sus ojos se detuvieron en la alta roca, donde todavía ondeaba la bandera de los piratas.

—¡Mompracem! —exclamó—. ¡Por fin vuelvo a verte! —¡Estamos a salvo, Tigre! —dijo el malayo, poseído de una loca alegría.

Sandokán lo miró asombrado.

—¿Todavía merezco ese nombre, Giro Batol? —preguntó—. ¡Creí que ya no lo merecía!

Cogió el timón y dirigió la canoa hacia Mompracem. A las diez atracaron cerca de la gran peña. Al poner el pie en su isla, Sandokán respiró con fuerza. Es posible que en ese momento se olvidara de Labuán y de Mariana.

—Giro Batol —dijo al pisar el primer escalón de la tortuosa escalera que conducía a su vivienda—, anuncia a mis piratas que he regresado. Pero diles que me dejen tranquilo, porque tengo que tratar algunos asuntos que deben ser un secreto para todos y no quiero que me interrumpan.

—Nadie lo molestará, capitán, si tal es su deseo. Permítame que le dé las gracias por haber vuelto conmigo, y sepa que si es preciso sacrificar a un hombre, aunque sea para salvar a un inglés o a una inglesa, yo estoy dispuesto a hacerlo.

—¡Gracias, Giro Batol! Y ahora vete.

Y el pirata subió la escala en medio de las sombras.

XIV. Amor y embriaguez

Así que llegó a lo alto de la roca, Sandokán se detuvo y miró a lo lejos, muy a lo lejos, en dirección del Este, hacia Labuán.

—¡Gran Dios! —murmuró—. ¡Qué distancia tan grande me separa de esa criatura amada! ¿Qué hará a estas horas? ¿Me llorará por muerto o prisionero?

De sus labios escapó un gemido sordo. Aspiró el aire de la noche y se acercó lentamente a la casa, en la cual, a pesar de la hora, había luz en una habitación.

—¡Yáñez! —dijo sonriendo con tristeza—. ¿Qué dirá cuando sepa que el Tigre de la Malasia vuelve vencido y hechizado?

Abrió con suavidad la puerta, sin que lo oyera Yáñez, que estaba sentado ante una mesa, con la cabeza entre las manos.

—¡Bueno, hermano! —dijo al cabo de un instante—. ¿Te has olvidado del Tigre de la Malasia?

No había concluido de pronunciar estas palabras cuando Yáñez se había lanzado a sus brazos.

—¿Tú? ¿Tú, Sandokán? ¡Ya te creía perdido para siempre!

—No, ya ves que he vuelto.

—Pero, ¿dónde estuviste todos estos días? Hace cuatro semanas que te espero lleno de angustia y de ansiedad. ¿Saqueaste el sultanato de Varauni, o te ha hechizado la Perla de Labuán?

En lugar de contestar a sus preguntas, Sandokán lo miró en silencio durante un rato, con mirada torva.

—¿Ignoras todavía —dijo finalmente— que de los cincuenta tigrecitos que llevaba contra Labuán no sobrevive más que Giro Batol? ¿No sabes que todos perecieron en las costas de la isla maldita, que yo también caí gravemente herido sobre la cubierta de un crucero, y que mis barcos reposan en el fondo del mar de la Malasia?

—¡Vencido tú! ¡Es imposible!

—¡Sí, Yáñez, fui vencido y herido! ¡Mis hombres murieron y yo regreso mortalmente enfermo!

Vació una tras otra tres copas de whisky. En seguida, con voz quebrada, gestos violentos e imprecaciones, contó cuanto le había sucedido en Labuán.

Pero cuando llegó el momento de hablar de la Perla de Labuán, desapareció toda su ira. Su voz adquirió un timbre dulce, melancólico. Habló de ella, de sus cabellos, de sus ojos, de su voz angelical que de modo tan extraño hiciera vibrar las fibras de su corazón. Pintó con acento apasionado los momentos pasados junto a la mujer amada, durante los cuales se olvidó de Mompracem.

—¿Creerás, Yáñez —dijo conmovido—, que en el instante en que puse el pie en la canoa, dejando indefensa a Mariana, sentí que se me desgarraba el corazón? Antes que alejarme de esa isla hubiera querido hundir en el abismo la canoa y a Giro Batol. ¡Hubiera destruido mi Mompracem, mis paraos, mis hombres, hubiera dado cualquier cosa por no haber sido nunca el Tigre de la Malasia!

—¡Sandokán! —exclamó Yáñez, con el ceño fruncido.

—¡No me digas nada, Yáñez! ¡Amo a esa mujer hasta tal extremo, que si me pidiera que renegara de mi nacionalidad para hacerme inglés, lo haría sin vacilar! ¡Siento un fuego que corre por mis venas, que me abrasa! ¡Creo que estoy delirando siempre, que tengo un volcán dentro del pecho, que me vuelve loco! En este estado deplorable me encuentro desde el día que vi a esa muchacha, Yáñez.

El pirata se levantó con un movimiento brusco. Dio algunas vueltas por la habitación, y después se detuvo ante el portugués, interrogándolo con los ojos. Pero éste permaneció mudo.

—No lo creerás —prosiguió Sandokán—, pero he luchado con fuerzas antes de darme por vencido. Mas ni mi odio por los ingleses ha podido contener a mi corazón. ¡Cuántas veces me asaltaba la idea de que si algún día me casaba con esa muchacha tendría que abandonar el mar y renunciar a mi venganza; perder mi nombre, perder mis tigres! ¡Procuré huir de ella, pero he tenido que ceder, Yáñez! Hasta ahora me había librado del amor, pero al fin me rendí ante ese cariño que nada será capaz de arrancarme del corazón. ¡Ah, Yáñez! ¡Creo que el Tigre dejará de existir!

—¡Entonces, olvídala! —dijo Yáñez.

—¡Olvidarla! ¡Es imposible, Yáñez, es imposible!¡Ni las batallas, ni las grandes emociones de la vida de pirata, ni la más espantosa venganza serán capaces de hacerme olvidarla! ¡Su imagen se interpondrá siempre entre todo eso y yo, y apagará la antigua energía y el valor del Tigre! ¡No, no la olvidaré! ¡Será mi mujer, aunque me cueste todo lo que soy y todo lo que tengo!

Miró a Yáñez, que había vuelto a su mutismo. —¿Qué me dices, hermano mío? —preguntó. Silencio.

—¿Me comprendes? ¿Qué me aconsejas, ahora que te lo he revelado todo?

—Te he dicho que olvides a esa mujer.

—¡Olvidarla!

—¿Has pensado en las consecuencias de ese amor insensato? ¿Qué dirán tus hombres cuando sepan que el Tigre está enamorado? ¡Olvídala, Sandokán, vuelve a ser el Tigre de la Malasia, de corazón de hierro!

Sandokán se levantó de un salto, se dirigió a la puerta y la abrió violentamente.

—¿A dónde vas? —preguntó Yáñez.

—¡Vuelvo a Labuán! —respondió Sandokán—. Mañana dirás a mis hombres que he abandonado para siempre la isla y que tú eres su nuevo jefe. ¡Jamás volverán a oír hablar de mí, porque yo no volveré a estos mares!

—¿Estás loco? —exclamó Yáñez y lo sujetó con fuerza—. ¿Vas a volver solo a Labuán, cuando aquí hay hombres decididos a dejarse matar por ti y por la mujer que amas? He querido ver si era posible arrancar de tu alma la pasión que experimentas por esa mujer que pertenece a una raza que odias.

—Ella no es inglesa, Yáñez. Me habló de un mar más azul y más bello que el nuestro que baña las costas de su patria; me habló de una tierra cubierta de flores que domina un volcán humeante, de un paraíso terrestre donde se habla una lengua armoniosa que nada tiene de común con la inglesa.

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