El ateniense Diomedes llega a Roma con una tarea placentera: liquidar la «opulenta» herencia de su tío Alcímenes y regresar a la Hélade con las ganancias. Un gladiador veterano, al que hacen trampas en él coliseo; la hija de un patricio, asesinado en su dormitorio por la diosa de la venganza; el propio Julio César, de riguroso incógnito, para encomendar una delicada investigación sobre el atentado padecido en el lecho de la reina Cleopatra, son los tres primeros clientes que Diomedes el ateniense recibirá en su consultorio del Janículo, una vez haya decidido continuar la curiosa profesión de su tío Alcímenes: la de exquirente, que hoy llamaríamos investigador privado. Sin más ayuda que la de Baiasca, la eficaz esclava de su tío, Diomedes deberá afrontar una densa y peligrosa trama de venganzas sangrientas, apuestas amañadas e intrigas palaciegas.
Joaquín Borrell
La esclava de azul
ePUB v1.0
snatcho09.09.11
Primera edición: 1992
© Joaquín Borrell, 1989
© Círculo de lectores, S.A., 1989
Según mi amigo Meríones, filósofo del Liceo, los romanos se clasificaban en litocéfalos, hematófagos y crisódulos. Las categorías no eran excluyentes, es decir, cada individuo podía pertenecer simultáneamente a dos de ellas. Los que reunían en su persona las tres características, cabezas de piedra, comedores de sangre y siervos del oro, eran los romanos químicamente puros, llamados al «cursus honorum». En realidad Meríones era un filósofo de muy mediano éxito, que se apodaba del Liceo porque tenía una casita de campo en sus proximidades, y había sospechas más que fundadas de que jamás había visitado Roma, pero en el momento de pisar por primera vez el solar de la Urbe dediqué un recuerdo a su clasificación.
Adopté el debido rictus desdeñoso y oteé los alrededores. El suelo estaba sucio y encharcado y un leve tufillo putrefacto planeaba en brazos de la brisa. Hasta donde alcanzaba la vista se extendía un paisaje a la vez pretencioso y desangelado, en el que alternaban ruines chabolas con parodias del Erecteión. Cierto que me hallaba en uno de los más apartados arrabales de la ciudad, que jamás había examinado con atención el suelo de Atenas, salvo tras aplastar uno de sus ornamentos, y que pocas veces el aroma local resulta perceptible para los nativos, pero todo ateniense llega a Roma con una sólida concepción de lo que hallará y de cómo debe enjuiciarlo y, hasta el momento, los resultados y las previsiones coincidían matemáticamente.
Varios romanos, vestidos con toda la zafiedad con que los hubiera caricaturizado un comediógrafo griego, pululaban o faenaban por las cercanías. Bajo un porche un hombre calvo, con las facciones talladas a golpe de pico —un espléndido ejemplar de litocéfalo— troceaba lonchas de pescado. Me aproximé, destilé mi mejor acento latino y pregunté:
—Por favor, ¿la casa de Alcímenes el tebano?
—¿Es un griego como tú? —se interesó el litocéfalo, sin levantar la vista del pescado.
—Es mi tío.
—En Roma hay varios miles de griegos, la mayoría, a buen seguro, tíos tuyos. Todos los griegos acaban siendo tíos y sobrinos. ¡Y yo qué sé dónde está su casa!
—Vive en el Janículo.
—Eso ya es una referencia. Sigue esa dirección, no tiene pérdida. Acabarás topando con un río al que puedes llamar Tíber. Al otro lado está el Janículo.
Pese a su optimista predicción, volví a preguntar por el Janículo en cuestión una buena docena de veces, mientras discurría por callejas malolientes, sorteando vendedores crisódulos, rufianes hematófagos y matronas almizcladas. De cuando en cuando, en los cambios de rasante, el paisaje urbano adquiría cierta perspectiva, habitualmente truncada por la deprimente silueta de un templo, un palacio u otra degenerada muestra de la arquitectura suntuaria romana. Cuando al fin, una hora después, se presentó ante mis ojos el asombroso vertedero líquido llamado Tíber estaba ya muy cerca de arrepentirme de mi decisión, repudiar la herencia del tío Alcímenes y regresar corriendo a los limpios aires del Ática. Atenas era una ciudad espaciosa y razonablemente despoblada, tras la concienzuda matanza efectuada cincuenta años atrás por las tropas de Sila, un auténtico paraíso en comparación con aquel hormiguero humano.
Mientras atravesaba en barca las insalubres aguas me consolé pensando que bastaría un poco de paciencia. La justa para hacer inventario del caudal relicto, liquidarlo a precios ventajosos y volver a la Hélade con el rico botín, que el precario estado de mis finanzas hacía especialmente apetitoso. Es sabido que la perspectiva de una buena herencia estimula la prodigalidad humana y entre el largo viaje y los alegres dispendios que lo habían amenizado las monedas sobrevivientes se deslizaban en aquellos momentos por mi bolsa con la misma holgura de movimientos que acababa de envidiar en mis compatriotas.
Aquello era el Janículo, según me informó el barquero, y allí aguardaba el tesoro. Sólo había visto una vez en mi vida al tío Alcímenes, a mis doce años, en su triunfal periplo por la Hélade al frente de un ejército de coperos, cocineros y esclavas de cintura cimbreante. Desde aquel momento el tío rico en Roma" pasó a ser un blasón familiar, envidiado por todo el vecindario del Limnai. No volví a saber de él hasta la reciente fecha en que el capitán de una nave corintia atracada en el Pireo me había traído la noticia de que Alcímenes había muerto y yo, en principio un sobrino más entre tantos, era su heredero universal.
—¿La casa de Alcímenes el tebano? —pregunté al barquero, mientras éste, un evidente crisódulo en potencia, contaba minuciosamente las monedas del porte.
—Tras el templo de Pomona, que es ése que tienes enfrente —respondió—. Una mansión con una escalinata alta y un peristilo a la entrada.
Me apresuré a contornear el templo y accedí a la plazuela situada a sus espaldas. Mi nueva propiedad alzaba majestuosamente su frontis griego, como una nota de grandeza ática entre las ruines deformaciones vecinas. Pensé que, pese a mi escaso trato con el tío Alcímenes, iba a sentir cierta pena al vender tan hermosa mansión. Lástima que no fuera transportable a Atenas.
Un esclavo ceñudo y malencarado transitaba bajo la columnata. Al verme ascender por la escalinata esbozó un gesto feroz, como si mi intrusión despertara sus peores instintos de hematófago. Resolví que la liquidación de la herencia empezaría por él, seguramente malvendiéndolo por un precio de irrisión.
Por lo demás, la escena que iba a desarrollarse resultaba fácilmente previsible. El hombre trataría de impedirme el paso, pasmándose de mi insolencia. Yo alegaría ser el heredero de la casa, él se asombraría, acudiría el administrador de mi tío y aclarada la situación se iniciaría la rueda de bienvenidas y reverencias. Por el momento el portero inició su actuación conforme a mis estimaciones:
—¿Dónde vas tú? —rugió. Decidí mostrarme benévolo con aquel homínido.
—¿Cómo te llamas? —pregunté sonriente.
—¿Y a ti qué te importa?
—Debo conocer el nombre de mis propiedades. Soy Diomedes de Atenas, tu nuevo dueño.
—Márchate de aquí antes de que te rompa la cabeza, sucio griego —le miré con incredulidad.
—¿Has dicho sucio griego? —me aseguré.
—Eso mismo, piojoso. Lárgate de una vez o mandaré soltar los perros —mi sonrisa adquirió un matiz siniestro.
—Creo que tus modales van a requerir un minucioso debate. Por el momento llama al jefe de esclavos y dile que el heredero de Alcímenes quiere hablarle.
—Yo soy el jefe de esclavos. Y me preocupa muy poco de quién seas heredero —su aplomo empezaba a desconcertarme.
—¿No es ésta la casa de Alcímenes el tebano?
—Ésta es la casa de Quinto Tóculo. Alcímenes vivía ahí enfrente —y extendió su índice hacia una diminuta edificación de una sola planta, aplastada entre dos moles en una esquina del ágora—. Y ahora desaparece y no vuelvas a subir estas escaleras sin haber sido invitado, lo que dudo suceda algún día.
Crucé la plaza, sumido en una creciente perplejidad, y golpeé sin resultado en la humilde puerta de la casita indicada. La entrada estaba sucia, con trazas de no haber sido utilizada en bastante tiempo. En una polvorienta placa de madera incrustada en la pared se leía: «Alcímenes el tebano, exquiriente». Esta última palabra me resultó tan incomprensible como aquella inesperada situación.
Un tronar de cascos a mi espalda me hizo saltar hacia la puerta, hasta incrustarme en ella. Mi reacción me evitó, por muy poco, ser despedazado por las ruedas de una biga, cuyo conductor tiró de las riendas para detenerla en una espectacular maniobra frente al portal de la casa de al lado. Me volví hacia el auriga dispuesto a expresar mis opiniones con cierta vehemencia, pero ya el hombre, tras musitar una leve disculpa, confiaba el vehículo a un sirviente y se dirigía a la mansión. Tenía unos treinta años y ofrecía el plácido aspecto que caracteriza al romano que vuelve de las termas. Opté por aplazar la discusión y preguntarle si conocía a Alcímenes el tebano.
—Mucho —respondió—. Pero murió hace tres meses.
—Ya lo sé. Soy su sobrino Diomedes, de Atenas.
—¡El heredero! —se congratuló, mientras golpeaba mi espalda con rudeza. Inicié un gesto defensivo, reafirmado en mi creencia de haber topado con uno de los peores hematófagos de la Urbe—. ¡Bienvenido a Roma! —declamó, con un vozarrón audible al otro lado del Tíber—. Soy Publio Rúbeo Antonio Estrépens, Antonio para los amigos. Sí, de la gens Antonia, aunque en realidad de una rama bastante secundaria. ¿Qué tal el viaje?
—Muy bien, pero... —empecé, agotando con ello la breve pausa concedida por el romano.
—Yo fui quien te envió el aviso a Atenas, conforme me encargó el pobre Alcímenes en su testamento. Supongo que querrás ver tu nueva propiedad. Trae la llave —ordenó al criado—. Quizá no sea un palacio, pero está en un buen barrio y el vecindario es muy agradable. Bueno, con alguna excepción, que ya irás conociendo. Te sentirás como en casa.
El sirviente regresó con la llave y abrió la puerta con un lúgubre chirrido. A través de un estrecho vestíbulo, sin más mobiliario que un banquito de piedra, daba acceso a un pasillo no menos raquítico. Inventarié un camastro y una palangana en el único dormitorio; dos toscas sillas y una mesa claudicante en otra habitación y una última pieza que a primera vista semejaba una pequeña alacena y que tras examinarla con detenimiento resultaba ser la cocina. Su ventana comunicaba con un patio descubierto de unos nueve pasos cuadrados, discutiblemente adornado por una parra famélica y con un aljibe en su centro. Allí, junto a un murete protegido por fragmentos puntiagudos de cerámica, seguramente destinados a impedir la salida de los moradores antes que la entrada de intrusos, terminaban según todas las apariencias mis propiedades urbanas.
—¿Qué te parece? —se interesó Antonio. Y antes de que pudiera emitir un solo sonido continuó—: No te vayas a formar un mal concepto de la arquitectura romana. En realidad por el precio que pagó tu tío ya es un milagro que se mantenga en pie.
—Espero que lo siga haciendo durante algunos días —manifesté, reparando en dos vigas que apuntalaban la trasera de la casa.
—Cuando le echaron de su palacete no pudo encontrar nada mejor. Al menos esta ruina estaba cerca del domicilio anterior y eso resultaba muy importante para... —no escuché sus últimas palabras, anonadado por aquella jugarreta del destino. En una llamarada de optimismo conjeturé que debía de ser objeto de una broma pesada, sin duda muy del gusto de aquellos litocéfalos entre los que había ido a parar.