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Authors: Joaquin Borrell

Tags: #humor, #Policíaco, #Histórico

La esclava de azul (7 page)

—Tendré que hablar con mi hermano. Ha pasado a ser el cabeza de familia. ¿Cuál es la tarifa? —volví a meditar la respuesta. Era el momento de echar el resto.

—Para estatuas asesinas, mil denarios —aventuré. La romana sonrió y dijo:

—Para esas cantidades no necesito hablar con nadie. Mañana te daré quinientos. No tardes, por favor. Todos estamos muy afectados por lo sucedido.

Acompañé a la patricia hasta la puerta y regresé en busca de la esclava, sin hallarla en toda la casa.

—¿Baiasca? —llamé.

—Estoy aquí —la cabeza de la cémpsica surgió del falso fondo de la despensa—. He bajado a por velas para la cena —explicó—. Es un subterráneo que hizo construir Alcímenes, para ocultarse si venía un visitante con malas intenciones.

—¿Son frecuentes?

—En vuestro oficio suele haber alguien a quien molestan las investigaciones.

—¿El criminal?

—Algunas veces —respondió evasivamente la esclava.

En el subterráneo había una barrica de vino beocio, sustraída por mi tío a la rapacidad de Tóculo. Llené una jarra e iniciamos la cena a la luz de un cirio, mientras ilustraba a la cémpsica sobre los pormenores de la visita de Mitis. La culpabilidad de la diosa Némesis no le pareció demasiado evidente.

—En muchos casos de tu tío el principal sospechoso era un dios olímpico —comentó.

—¿Y alguna vez fue culpable?

—Casi nunca.

Pese a rehusar el vino beocio Baiasca se mostraba algo más locuaz que en anteriores ocasiones, lo que aproveché para hacer nuevas indagaciones sobre su pasado.

—¿Cómo te apresaron los esclavistas? —me interesé.

—Una cohorte romana atacó mi poblado por sorpresa y se llevó a todos los jóvenes.

—¿Estabais en guerra?

—En mi tierra cada tribu pasa el tiempo luchando con las vecinas. A veces nos aburrimos y bajamos al llano. Entonces las guarniciones romanas se enfadan y suben a hacer un escarmiento.

—¿Quién pudo asesinar a mi tío? —planteé, desviando el hilo de la conversación—. Tú, que seguías de cerca sus investigaciones, debes de tener algún sospechoso en mente, seleccionado entre los criminales más astutos y sanguinarios que desenmascaró. —Baiasca esbozó una sonrisa un tanto huidiza.

—Unos cuantos —respondió.

—Tal vez sea una pretensión insensata, pero antes de volver a Atenas me gustaría capturarlo. Sería mi homenaje a la memoria de Alcímenes —la cémpsica reincidió en su sonrisa dilatoria. Era obvio que la muerte de mi tío no constituía uno de sus temas favoritos.

—Seguro que podrás hacerlo —me animó.

—¡Tu jergón! —recordé con la última pasa—. Me he olvidado de comprarlo.

—No importa. Hace muy buena noche para dormir en el patio. Además ya has tenido muchos gastos por mi causa.

—También el negocio va produciendo algunos ingresos.

—Verás como aumentan. Buenas noches.

—Hasta mañana —contesté, mientras la esclava cerraba suavemente la puerta del patio.

La mente de un exquiriente, sometida a todo tipo de tensiones durante su jornada laboral, necesita como la de pocas personas las horas del reposo nocturno, en las que el pensamiento, libre de lastres terrenales, se remonta a las placenteras regiones del sueño. Pronto pude comprobar, sin embargo, que no es tan sencillo conseguirlo si en cada peldaño de la ascensión acecha un lagarto gigante, blandiendo las ensangrentadas púas de su tridente, o la imagen torva de la diosa de la venganza saltando de su pedestal.

Entre las nubes de mi agitada somnolencia se dibujó la rechoncha figura del sirio, en su intentona de comprar a Baiasca por un precio que, vista la evolución de mi negocio, hubiese resultado de saldo. Le expulsé de mi pensamiento, con un gesto de ignominiosa despedida, y traté de determinar por cuántos denarios estaría realmente dispuesto a desprenderme de la esclava. Había rechazado una hipotética oferta de siete mil quinientos y empezaba a plantearme la de ocho mil cuando el dios Morfeo, compadecido del esfuerzo, extendió sobre mis cavilaciones su manto restaurador.

Tercer día

Los graves deberes de mi oficio obraron tal influjo que, contra mi tendencia innata, apenas si hacía dos horas de la salida del sol y ya me hallaba refrescándome en el aljibe, a punto para la vida activa. Baiasca estaba en el exterior, apoyada en la puerta de la calle con las manos a la espalda, en plena charla con su amigo el mendigo pelirrojo. Interrumpí su conversación y le indiqué que se dispusiera a acompañarme.

—Tu voz me recuerda la de tu tío Alcímenes —medió el ciego—. Debíais de pareceros mucho.

—Toma para un trago y discúlpanos —le corté, depositando un sextercio en su mano—. Tenemos trabajo —el hombre palpó la moneda y refunfuñó en dialecto tracio mientras se alejaba:

—Quizá no os parezcáis tanto.

—Vamos al anfiteatro a hablar con Alyx el númida —informé a la esclava—. Según Antonio a estas horas debe de estar entrenando. Después pasaremos por la casa de Elio Manlio, en la vía Nomentana —me asaltó un inquietante pensamiento—. ¿Y si mientras estamos fuera viene otro cliente?

—Ya volverá. No hay otro exquiriente en la ciudad.

—Escribe en la puerta que regresaremos pronto. Si el negocio va bien deberemos comprar un portero. —Baiasca cumplió mi orden con media sonrisa, como si pensara para sus adentros que en un solo día había pasado de vendedor a comprador de esclavos. Echamos a andar hacia el Foro, mientras yo meditaba en voz alta—: Es posible que Alyx tenga algo que ver con la muerte de Siderobros. Cuando me encontró examinando el escudo reaccionó como un energúmeno —la cémpsica hizo un gesto de asentimiento—. También he pensado que la cicatriz del nubio podría ser falsa, dibujada por alguien que conociese la profecía del lagarto y quisiera asustar a Siderobros; y que convendría saber quién proporcionó el escudo a su compañero. Aparte de entrevistarme con la bruja de Ishtar, ¿qué más haría Alcímenes?

—Creo que hablarla con algún corredor de apuestas.

—¿Para qué?

—Por lo visto todo el mundo confiaba en Siderobros. Si alguien hubiese amañado el combate podría haber hecho un gran negocio apostando por los nubios.

—Es una posibilidad —admití.

Fuimos abriéndonos paso entre la muchedumbre litocefálica, cada vez más espesa y vociferante conforme nos acercábamos al centro de la Urbe. No pude evitar dirigir un recuerdo a los silenciosos olivares del Ática.

—No comprendo cómo la gente de todo el orbe sigue afluyendo hacia este hormiguero en lugar de escapar de él —comenté—. ¿Son así las ciudades de tu tierra? —Baiasca sonrió.

—Todos los cémpsicos cabríamos en ese templo —respondió—. Y no muy apretados. En cambio allí ocupamos varias jornadas de marcha.

—Debéis de estar muy a gusto.

—El invierno se hace un poco largo, pero vivimos muy tranquilos.

—Cuando gane algo de dinero volveré a mi casa y conocerás Atenas. Es una ciudad preciosa, muy pacífica y llena de monumentos de verdad, no como estos simulacros... —la esclava hizo un gesto indefinible.

—Seguro que me gustaría —añadió en un misterioso condicional.

Avistamos al fin el anfiteatro, cerrando con su estructura de madera la amplia explanada del Foro. Me acometió una duda:

—¿Qué pasará si Alyx se niega a hablar? —pregunté— ¿Puedo obligarle?

—¿Cómo es? —levanté la mano hasta la altura del brazo extendido y a continuación separé las palmas en toda mi envergadura.

—Más bien no —dictaminó.

—¿Qué hacía mi tío en esas situaciones?

—A algunos les halagaba, a otros les amenazaba, a los más resistentes les sobornaba.

—Pienso que no me conviene amenazar al númida. Y dado el estado actual de mis finanzas, será preferible recurrir al halago. Espérame aquí —le ordené a la entrada del recinto—. Si no salgo en una hora contrata a otro exquiriente para que localice mis huesos.

El portero me remitió al ludi, una pequeña explanada a espaldas del anfiteatro, acotada por una valla, en cuyo interior dos o tres docenas de atletas sudorosos se acometían entre sí o golpeaban, con entusiasmo digno de mejor causa, un monigote giratorio de madera. Frente a mí un hombre de pelo blanco, sin consideración a la diferencia de edad, aporreaba metódicamente a un joven macero. Al fin la víctima obtuvo permiso para traspasar la valla y recobrar la respiración sobre un banquito.

—Creo que volveré a la mina —resopló, soltando su maza claveteada—. Ya no me parecen tan dañinos los desprendimientos.

—¿Quién es ese sujeto? —me interesé.

—El lanista. Su misión consiste en martirizar a los novatos. Y la desempeña muy a gusto —y en ese momento el mencionado me apuntó con un dedo y vociferó:

—¡Eh, tú! Trae aquí esa maza —dejando aparte lo discutible de los modales, parecía un ruego fácil de complacer. Empuñé el arma y me aproximé al lanista, que me aguardaba con los brazos en jarras y una sonrisa despreciativa. El hombre añadió—: ¿Dónde vas así? Quítate la túnica y pégame.

La orden fue tan terminante que, balanceando instintivamente la maza hacia atrás, a punto estuve de satisfacer su segundo deseo. Lo sospechoso del primero hizo, no obstante, que me propusiera indagar antes sus motivos ocultos.

—¿Para qué? —planteé.

—¿Cómo que para qué? ¿Y tú quieres ser gladiador?

—No tengo ni la menor intención —aseguré. El hombre me miró con desconcierto.

—Entonces, ¿qué haces aquí?

—Soy exquiriente y vengo a ver a Alyx el númida —de la forma en que me contempló el lanista deduje que, como habría dicho Baiasca, no le gustaban los exquirientes.

—No hay nada como ser gladiador. Emociones fuertes, popularidad y mucho dinero. ¿Seguro que no quieres probar?

—En modo alguno.

—Ahí tienes a Alyx —señaló el lanista, definitivamente desengañado acerca de mí—. Si fueses mi amigo te recomendarla que soltaras esa maza. Alyx puede sufrir la misma confusión que yo y reaccionar algo bruscamente —me pareció un consejo sumamente saludable.

El númida estaba situado frente a uno de los espantajos de madera, golpeando la rodela sujeta a su travesaño lateral, hacía girar a éste sobre su eje y doblaba a continuación la rodilla para esquivar el impacto. Cuando me puse a su lado me miró de reojo y sin interrumpir el ejercicio tartamudeó:

—¿Qué quieres tú?

—Charlar contigo.

—Estoy entrenando —los golpes que descargaba sobre la rodela favorecían en muy poco el sosiego de la conversación. Decidí abrir el turno de las lisonjas.

—Ayer vi tu combate en carro. Me pareció formidable.

—A todo el mundo se lo pareció —aseguró inmodestamente Alyx.

—Hay que tener mucho valor para dejar que el rival dispare primero sus dos venablos —aunque no suspendió su práctica, mi interlocutor esbozó algo análogo a una sonrisa.

—Podía haberlo matado en el primer cruce, pero prefiero dejar que el adversario se desarme solo y rematarlo después como a una liebre. Al público le encanta. Númitor decía que lo que diferencia a un gladiador de un matarife es el sentido de... ¿cómo se dice? —planteó el gladiador, haciendo desaparecer, en un gesto de intensa concentración, los ojos dentro de sus órbitas.

—De la estética —propuse.

—Eso es. ¿Qué te pareció cómo lo ensarté con mi jabalina?

—Muy estético.

—Veo que eres un buen aficionado. Pero... —entre dos de sus contracciones ciliares Alyx consiguió fijar la vista en mí y rectificó su expresión, relativamente benévola hasta el momento— ¡tú eres el que fisgoneaba ayer en el espolario! —bramó, asestando tal mandoble al muñeco que hizo tambalear su palo vertical. Creí llegado el momento de presentarme.

—Soy Diomedes de Atenas, exquiriente contratado por Siderobros —expuse.

—¿Para qué?

—Temía que le preparasen una emboscada y me pidió que vigilase durante el festival —el númida paladeó estas palabras.

—Si tu misión era protegerle, no debes de ser un exquiriente muy bueno —concluyó, reanudando sus golpes al espantajo—. Bien, supongamos que no estás mintiendo. ¿Qué quieres de mí?

—Hacerte unas cuantas preguntas. No muy difíciles, por supuesto —le tranquilicé, advirtiendo que volvía a arrugar el ceño.

—¿Y por qué piensas que voy a contestarlas?

—Siderobros era tu compañero.

—Era mi amigo —me corrigió—. Pero en nuestro oficio no hay segunda oportunidad y ya no puedo hacer nada por ayudarle. Y ahora, si no te importa, déjame en paz. Tal vez para un mirón parezca sencillo esquivar este maldito travesaño, pero te aseguro que hay que estar muy pendiente —busqué desesperadamente un motivo que pudiera conmover al gladiador. Y de pronto surgió un rayo de luz.

—¿Recuerdas cómo murió Númitor? —planteé.

—Naturalmente.

—Era el campeón de su tiempo y sucumbió ante un novato que apenas sabía empuñar la espada sin cortarse. Siderobros fue después el favorito de la masa y ya viste cómo terminó.

—¿Dónde quieres ir a parar con eso?

—¿Quién es el mejor ahora? —creo que mi tío hubiese aprobado esta argumentación. Al menos impresionó tanto al númida que, olvidando doblar la rodilla, recibió al palo horizontal en pleno cogote, saliendo proyectado dos o tres pasos hacia adelante.

—El mejor soy yo —afirmó, casi en un susurro, mientras se frotaba la nuca rapada. Su tartamudeo había desaparecido—. Tal vez no sea todo lo inteligente que se requiera para hablar con alguien de tu oficio, pero haré lo que pueda.

—De acuerdo. ¿Mantenías una relación asidua con Siderobros?

Alyx reincidió en su tic nervioso.

—Si empleas esas palabras no iremos a ninguna parte —protestó.

—Quiero decir que si hablabais a menudo.

—La mayor parte del tiempo nos aporreábamos en el entrenamiento. Pero al acabar íbamos juntos a la taberna casi todos los días. Era una gran persona, aunque un poco pesado cuando se ponía a recitar en griego.

—¿Te habló del lagarto y del león? —el númida hizo un gesto afirmativo.

—Estaba muy preocupado por las palabras de la bruja. Era su último combate y soñaba con terminarlo y marcharse a cultivar coles en Ancio. Cuando yo me retire abriré una carnicería —aseguró Alyx—. Me fastidian las legumbres.

—¿Quién más podía saber la profecía de Proelia?

—Supongo que nadie. Un campeón del anfiteatro no va contando por ahí que tiene miedo. Un momento —solicitó el luchador ocultando una vez más sus pupilas en señal de que pensaba—. ¿Estás insinuando que si alguien la conocía pudo influir para que contratasen al nubio de la cicatriz, de modo que al ver Siderobros el dibujo del lagarto quedase paralizado de terror? —planteó, batiendo probablemente su marca personal en frases largas.

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