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Authors: Joaquin Borrell

Tags: #humor, #Policíaco, #Histórico

La esclava de azul (3 page)

—Seguro que saldrá bien.

—Antes dime una cosa. ¿Por qué no quieres que te venda?

—No me gusta cambiar de amo —fue toda la respuesta de Baiasca.

Ya había anochecido cuando llegamos al remedo de edificio. Mientras abría su puerta caí en la cuenta de que no había un solo comestible en toda la vivienda. Aunque tras el largo viaje tenía sueño suficiente como para olvidar estos pormenores, la manutención de la esclava era responsabilidad mía.

—No hay nada para cenar —anuncié.

—No me importa —contestó—. Como muy poco.

—Mañana compraré provisiones, si por lo que queda en la bolsa me quieren vender algo. ¿Y tu peculio?

—No tengo.

—Creía que en Roma los esclavos podían ahorrar y formar un peculio.

—Llegué a reunir trescientos denarios. Pero respondían de las deudas de mi amo y los sicarios de Tóculo me los quitaron.

—Eso es mucho dinero para una esclava.

—Ahorré todo lo que pude.

—¿Para qué? —Baiasca meditó unos instantes antes de responder:

—Quería comprar la libertad para volver a mi tierra.

—¿Con los cémpsicos? —ella asintió con la cabeza y añadió:

—No me gusta ser esclava.

—¿Por qué no te has fugado? Muchos lo hacen.

—Mi país está muy lejos y a los esclavos fugitivos los crucifican.

—Y no te gusta que te crucifiquen.

—Nada.

Me asomé al dormitorio y miré hacia la única cama de la casa. Pese a lo tentadora que resultaba para quien había caminado tres leguas durante la jornada, me creí obligado a mostrarme caballeroso.

—Acuéstate aquí —ofrecí resignadamente a Baiasca—. Por esta noche me quedaré en el patio. Ya buscaremos algo mañana.

—Pero eso no puede ser —me corrigió con suavidad—. Tú eres el amo.

—¿Estás segura?

—Llevo mucho tiempo durmiendo en el suelo. Además, así aprovecharé para lavarme. ¿Puedo sacar agua del aljibe?

—Naturalmente.

—Intentaré no hacer ruido.

—No te preocupes por eso. Haría falta una falange macedónica para desvelarme —Baiasca abrió la puerta del patio. Iba a cerrarla cuando pregunté—: ¿De qué murió mi tío? Es curioso, pero hasta ahora no se me había ocurrido plantearlo.

—Le picó una serpiente.

—¿Venenosa? ¿Aquí en Roma?

—En una cena en honor de un príncipe bactriano. Puedo pasar sin los zapatos —ofreció la esclava, en un súbito cambio de tema—. Ya arreglaré algún pedazo de madera.

—Mañana trataremos ese asunto.

Me lancé sobre el colchón y cerré los ojos. Contra mis pronósticos el sueño tardó en acudir, desalojado de la mente por una perturbadora sucesión de imágenes: mi tío Alcímenes arruinado, perseguido por víboras malignas; el pérfido Tóculo, acariciando los mármoles del palacio confiscado; la aterradora colección de mendigos, lisiados y tullidos que había jalonado mi travesía de Roma. Pensé cuántos de ellos habrían llegado a la Urbe como yo, tras el tentador rastro de una rica herencia, y un escalofrío me recorrió el cuerpo. Apelé al sueño con todas mis fuerzas, pero los romanos seguían invadiendo mi pensamiento, con la misma pertinacia con que se extendían por el orbe. Un litocéfalo, un hematófago, un crisódulo. Dos litocéfalos... al quinto hematófago quedé dormido como un niño de seis meses.

Segundo día

La naturaleza hizo valer sus derechos con tal contundencia que el amanecer era ya un suceso remoto cuando desperté. Abrí las ventanas, dejando entrar la luz de un día radiante, casi ateniense. Al instante una punzada en el estómago me recordó que no había comido desde el mediodía anterior y que la madre natura no parecía haberse saciado con el largo sueño.

Baiasca no se hallaba en la casa, lo que me provocó leves sospechas de que, aleccionada por mis palabras de la víspera, había decidido emprender por su cuenta el viaje a la remota tierra de los cémpsicos. Salí a la calle en su busca. La fachada estaba sorprendentemente limpia, incluida la placa de mi tío que resplandecía al sol, como haciendo guiños incitantes a cuantos transeúntes tuvieran algún enigma en sus vidas.

La esclava estaba unos pasos más allá, sentada en un retallo de la pared. Sostenía un pedazo de madera en una mano y un cuchillo en la otra, con el que, con más voluntad que acierto, trataba de siluetear la suela de un zapato. Un hombretón rojo de pelo y barba, vestido con unos indescriptibles harapos, charlaba animadamente con ella. Me aproximé y le deseé buenos días.

—Es mi nuevo amo —explicó al mendigo tras responder al saludo—. Llegó ayer.

El pelirrojo se volvió hacia mí. Llevaba un ojo oculto tras un vendaje de gasa oscura y lucía sobre el otro una fea costra escarlata, muy a tono con sus enmarañados pelajes faciales. Asustaba pensar, si aquél era el ojo exhibible en público, qué escondería bajo la gasa. Alargó su manaza hasta mi frente y la paseó con lentitud en todas las direcciones de mi rostro. No fue una experiencia agradable, pero la soporté estoicamente. Quizá se trataba de una costumbre romana.

—Tienes cara de griego —dictaminó, retirando su zarpa.

—Soy Diomedes de Atenas. Y tú eres tracio. Reconocería ese acento entre mil.

—Soy un mendigo ciego. ¿Qué más da de dónde venga?

—Disculpa un momento —hice una seña a Baiasca, que se incorporó y me acompañó varios pasos más allá del alcance auditivo del inválido.

—¿De dónde has sacado eso? —le pregunté.

—Se llama Odiseo y pide limosna por el barrio. Hace tiempo que somos amigos.

—No tenemos mucho que ofrecerle.

—Sólo ha pasado a saludarme. Cuando estaba en el depósito de esclavos venía a visitarme con mucha frecuencia.

—¿Y los clientes?

—No todos los días llega alguno. Ni siquiera todas las semanas.

—Si aparecen enciérralos con llave hasta que regrese. Voy a ver qué tal andan los precios en la cabeza del mundo.

La prueba resultó aterradora. Tras una animada discusión con el que a primera vista aparentó ser un pacífico zapatero, para desenmascararse después como uno de los más pérfidos crisódulos del Lacio, deambulé durante más de una hora por las diversas expendedurías de alimentos. Después de infinitos cálculos mentales y regateos troqué finalmente las últimas monedas de mi bolsa por una repelente torta de pan negro y un puñado de legumbres. Una dieta muy romana según me informó Publio Antonio, con quien coincidí frente al templo de Pomona.

—Nuestros antepasados no comían más que esto, con algún higo seco como extraordinario, y dominaron el mundo —explicó mi amigo—. Los actuales, afortunadamente, nos lo hemos encontrado conquistado y podemos dedicarnos a alondras rellenas, sesos especiados y otros curiosos platos que nos fueron servidos en el banquete de anoche.

—Es un dato histórico que me resultará muy reconfortante mientras mastico estos guisantes duros —asentí.

—¿Me acompañas al Foro? Hoy me toca litigar.

—¿Contra quién?

—El abogado contrario es un tal Luciano. Creo que defiendo a un parricida. Pero si conocieras la vida judicial romana comprenderías que lo de menos es el delito que se juzga. He preparado algunas cosas sobre Luciano y lo que pasó con unas danzarinas libias en la última fiesta que dio que causarán sensación en el tribunal.

—Será interesante. Pero antes tengo que dejar esto en casa.

El mendigo Odiseo había desaparecido. Baiasca tomaba el sol junto a la puerta, mientras continuaba trabajando en el madero.

—Deja eso —le exhorté. Y con un gesto moderadamente teatral coloqué ante su vista un par de coturnos rojos, altos hasta el tobillo. Los miró con sorpresa.

—Son muy bonitos —aprobó.

—Me dijiste que no te gustaba andar descalza. Pero quizá no combinen con tu túnica —comenté, advirtiendo que no había meditado aquel punto. Las mujeres, incluso las esclavas, suelen ser muy especiales en estos temas.

—Encajan muy bien —aseguró Baiasca, mientras se sentaba en el poyo para ponérselos. Parecía satisfecha, aunque hubiera esperado alguna reacción más expresiva, máxime teniendo en cuenta lo mucho que habían colaborado aquellos coturnos en el vaciado de mi bolsa. Me encogí de hombros y entré en la casa para depositar las provisiones.

Me detuve en el vestíbulo, petrificado por la sorpresa. El banquito de piedra estaba ocupado, junto con casi todo el volumen de la estancia. Desde su superficie se erguía una montaña de músculos, atravesada, a modo de torrenteras, por los surcos blancos de varias cicatrices. Terminaba en un cogote rapado, casi tan ancho como mi espalda. Retrocedí rápidamente hacia el exterior.

—¡Hay alguien ahí dentro! —exclamé.

—Iba a decírtelo —habló Baiasca—. Es un gladiador que quiere verte.

—¿A mí?

—Para ser exactos, a Alcímenes.

—¿Para qué?

—Es un cliente —definió pacientemente la esclava. El corazón me dio un vuelco:

—¡Es Siderobros! —proclamó Antonio, muy excitado, tras asomarse al vestíbulo—. ¿Por qué no nos lo has dicho?

—No sabía cómo se llama.

—Debes de ser la única persona en Roma que no conozca a Siderobros.

—No me gustan los gladiadores.

—Es compatriota tuyo —explicó el romano—. Un rodio. En la propaganda del anfiteatro lo anuncian como el Coloso de Rodas.

—Muy original.

—Es el mejor. Númitor era muy bueno, pero tuvo un día torpe y sucumbió. Siderobros es por el momento invencible. Pero, ¿habéis dicho cliente?

—Voy a continuar el negocio de mi tío —revelé sin mucha convicción.

—¡Qué gran idea! Pues no podías empezar mejor tu nueva profesión. Ahí dentro tienes al que probablemente es en estos momentos el personaje más popular de Roma. Si no hiciera ya un rato que me aguardan en el Foro entraría a saludarle. Suerte —y se alejó en busca de su biga.

—¿Qué hacía Alcímenes en estos casos? —pregunté a Baiasca.

—Recibía al cliente en uno de sus despachos. Yo estaba en la antesala y si era la primera visita anotaba sus datos en una tablilla.

—¿Sabes escribir? —me asombré.

—Aprendí con Alcímenes.

—No tenemos tablillas, ni demasiados despachos para elegir. Espera a que entre yo y pásalo a la habitación libre.

Y así, instantes después, mi primer cliente se introducía con dificultad por la puerta y yo, al otro lado de la mesa, le recorría con la vista de abajo arriba hasta culminar en una dolorosa torsión de las cervicales. De estar en mi lugar el semidiós Hércules, matador de gigantes, se hubiera apresurado a reclamar su maza. Me consolé conjeturando que, dada su profesión, la potencia de su intelecto sería inversamente proporcional a la de los músculos pectorales, grandes y abultados como escudos de infantería.

Pensé que empezaría por preguntarme si yo era Alcímenes el tebano. Esta era un consulta fácil de responder, pero de imprevisibles consecuencias. La más probable, que mi visitante diera media vuelta, cuando no decidiera expresar su desaprobación con uno de sus puños, del diámetro de un tambor. De modo que resolví actuar con rapidez.

—Pasa y siéntate —invité. Así lo hizo, con un espantable crujido de la silla—. Ya sé que eres Siderobros el gladiador. He oído hablar mucho de ti. ¿Cuál es tu problema? —lancé estas frases en griego, a toda la velocidad de mis cuerdas vocales. El hombre sonrió con cierta timidez y dijo en latín:

—¿No podemos hablar en mi idioma? Me sentiré más cómodo.

—¿No eres de Rodas?

—Eso fue un invento del dueño del anfiteatro, para darme aliciente exótico. En realidad soy de Ancio, a unas cuantas millas de aquí.

—¿De veras? —pregunté, algo decepcionado.

—Es un truco muy gastado. Alyx el númida nació en el Esquilmo con la piel un poco morena —hablaba lentamente, como seleccionando las palabras. Pensé que debería tomármelo con calma. Si instantes antes ponía en tela de juicio el intelecto de un gladiador griego, el de un latino debía de rozar los límites subhumanos.

—Te preguntaba —silabeé— qué quieres de mí.

—Vengo a que me protejas —miré con incredulidad a aquella mole.

—¿Protegerte?

—Mi vida corre peligro.

—No me parece sorprendente para un gladiador.

—Bien familiarizado estoy con las batallas, sé mover a diestra y siniestra el escudo de piel de toro y bailar la danza terrible del dios de la guerra —respondió, esta vez en griego, mi interlocutor. Le contemplé con asombro.

—¿Qué has dicho?

—Es un fragmento de Homero; la respuesta de Héctor a Ayax, cuando le desafía a duelo singular. Me sé todo el episodio de memoria.

—Creía que no hablabas griego —murmuré, un tanto desconcertado.

—Me refería al coloquial. En el literario, modestia aparte, me defiendo bastante bien. Quiero decir —explicó con paciencia el coloso—, que en la arena sé cuidarme solo. Aprovechando que ya he apartado la modestia puedo asegurarte que soy el mejor. Son los enemigos encubiertos, que traman desde la sombra, los que me preocupan. Supongo que necesitarás más datos —hice un gesto de evidencia y planteó—: ¿Asististe al festival del mes pasado, en honor de la legación parta?

—Estaba ocupado en otros asuntos.

—Antes de saltar a la arena tomo siempre una poción, que tonifica los músculos y despeja el cerebro. La compro en tinajitas, de las que lleno un odre que llevo después al vestuario. Aquel día lo dejé sobre un banco, mientras charlaba con un senador que había venido a saludarme. Bebí la dosis de costumbre, mientras formábamos para el desfile inicial, y entonces nos dijeron que el festival se retrasaba porque los partos no habían llegado todavía. Volvimos al vestuario y de pronto, justo a la hora en que hubiera empezado a combatir de no mediar el aplazamiento, se me nubló la vista y un peso insoportable me atenazó todos los miembros. Si hubiese estado en la arena cualquier novato me habría desarmado con dos mandobles. Afortunadamente los invitados tardaron lo bastante como para que pudiera despejarme y ocuparme de mi rival en las debidas condiciones.

—¿Quién te prepara esa poción?

—La bruja de Ishtar.

—No estoy muy al corriente de las religiones orientales —admití.

—Se llama Proelia y atiende un pequeño templo en el Celio. Hace tiempo que soy cliente suyo y siempre me ha ido muy bien con su brebaje.

—Tal vez en esta ocasión equivocó algún ingrediente.

—Al volver a casa hice beber de la misma tinaja a un esclavo y no le causó ningún efecto. La droga tuvo que ser introducida en el vestuario, mientras yo hablaba con el senador.

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