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Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Relatos 1913-1927 (16 page)

Ese hombre me dio una lección ejemplar.

Todo empezó cuando Brown, debido a mi fuerza física, hizo que me destinaran a acarrear carbón y a hornear el pan; y contra Brown yo no podía hacer nada, pues estaba en buenos términos con los oficiales, que se divertían en privado con él. Pero cuando mis tareas en la cocina empezaron a prolongarse hasta altas horas de la noche, empecé a espabilarme un poco más; pues si bien por un lado se necesita gente fuerte para acarrear carbón, por el otro es precisamente la gente fuerte la que está en condiciones de defenderse ante cualquier exigencia desconsiderada. Empecé por estrechar la negra mano de Jeremiah el mayor número de veces y con la máxima cordialidad posible. Lo hacía sobre todo cuando había gente alrededor, para que vieran lo simpático que me caía y él no pudiera maldecir si yo apretaba un poquito más de la cuenta. Por desgracia cometí desde un principio el error de poner sobre aviso a la gente, de suerte que él advirtió que los otros esperaban un aullido de dolor de sus labios. Pero era tan vanidoso que prefería aguantar el dolor a gritar en presencia de extraños. Tuve, pues, que seguir luchando. Creo que aquel fue mi primer combate con un hombre y, como ya dije, de él aprendí muchísimo.

Una tarde entró Brown en su cocina y en seguida notó que algo le faltaba. Aparte de mí había allí unos cuantos más, y Brown se dio cuenta de que lo estábamos observando.

Todas las fotografías habían desaparecido. En el barco todo el mundo sabía que para el cocinero no había en el mundo nada como sus fotografías. Estábamos pendientes de su cara. Brown paseó lentamente su mirada por las paredes vacías. Se le veía muy sereno mientras las examinaba una por una. Sólo parecía, en realidad, un poco pensativo.

Luego nos miró con aire indiferente, se volvió y se dirigió al hornillo para preparar té.

Quedamos muy desilusionados con el desenlace.

Al día siguiente el cocinero ya no me mandó llamar, y a partir de entonces un grumete le acarreó el carbón. Noté asimismo que los oficiales empezaron a tratarme peor. Brown debió de haberles insinuado algo.

Creí que se habría dado cuenta de que no tenía ninguna prueba contra mí y prefería no amargarse la vida con un individuo como yo. Dadas sus relaciones, no le costaba nada conseguir que en Constantinopla ya no me readmitiesen.

Pero al cabo de dos o tres días estaba yo apoyado en la borda cuando, de pronto, Brown se paró detrás de mí; cuando me volví, él sonrió. Luego me preguntó si no tenía ganas de tomarme una taza de té con él en la cocina. Y, de hecho, cuando fuimos a la cocina preparó té para mí y bebió conmigo.

Pensé que se pondría a hablar de las fotografías, por si acaso pudiera recuperarlas a través de mí. Pero ni las mencionó. Habló sobre el tiempo y me contó cosas de San Francisco.

No sé cómo se las ingenió para no despertar mis recelos. Nos reuníamos a diario y él me contaba cosas. Pasados unos días me entraron ganas de hablar de sus fotografías, claro que de forma muy general. Le dije que sentía lo ocurrido y le pregunté si no las echaba de menos y si quería recuperarlas.

Me lanzó una mirada cordial y cambió de tema. Sus fotos ya no parecían importarle gran cosa.

En Constantinopla me pagaron y ya no volvieron a contratarme. El cocinero se hallaba en una situación penosa. Había conseguido que me echaran, pero entretanto se había hecho amigo mío y ya no podía enmendar el entuerto.

Bajamos Juntos a tierra en Constantinopla, y Brown me aconsejó que no tirara mi dinero. Apeló a mi conciencia insistiendo muchísimo. Dijo que lo sentía por cada botella de vino que nos echábamos irresponsablemente al coleto. Y me recomendó ahorrar ese dinero hasta que la suma engrosara un poco y me permitiera hacer algo.

Al día siguiente regresó y me dijo que él también estaba harto de aquel barco y que había conocido a alguien dispuesto a ofrecerle trabajo en un carguero que transportaba aguardiente a Trinidad. Y que podía viajar con él como segundo cocinero. Claro que acepté en seguida. Concretamos el asunto. El barco tocaría primero en Londres.

Allí vine a enterarme de por qué el cocinero quería tenerme a su lado. En el barco no pude darme cuenta; pensaba que lo hacía por simpatía hacia mí. Se había comprado nuevas fotos en Constantinopla, y pensé que las había colgado en su nueva cocina sobre todo para hacerme ver que ya no echaba de menos las otras. Yo, mientras tanto, aún las conservaba todas en mi baúl.

Mi intención era dejar el barco en Londres y, con el dinero ahorrado, hacerle una breve visita a mi familia. Mas no la llevaría a cabo, pues me hallaba implicado en un combate y, lo que era peor, ni siquiera lo sabía. La amistad del cocinero no era sino la segunda parte de nuestro combate, y con mucho la más peligrosa.

El comportamiento de Brown conmigo era francamente conmovedor. Organizaba pequeños combates en cubierta «para mostrar mi fuerza, que a él, el cocinero, lo impresionaba». Pero aquello era más lucha que boxeo. Brown se sentaba en un banquillo, me observaba embelesado y sonriendo maliciosamente, y todo el tiempo llamaba la atención de los circunstantes sobre cualquier truco o recurso similar que yo emplease. También le encantaba palpar mis músculos y elogiarlos luego como un conocedor.

Era un tipo peligroso. En Londres me liquidó. Fue el mismo día que desembarcamos, un día muy hermoso con un final atroz. Mientras bebíamos una copa de ron, yo le había contado a Brown, por amistad, que en Londres quería desertar, y él me aconsejó insistentemente que bajara mis cosas a tierra el primer día. Se ofreció a ayudarme y lo hizo. Y así dejamos mi baúl en una pensión barata y nos fuimos de picos pardos, cogidos los dos del brazo.

Juntos nos tomamos varios tragos en varias tabernas y nos metimos en varios dancings; además comimos juntos y, entre otras cosas, fuimos juntos —aún lo recuerdo con toda claridad—, por deseo expreso del cocinero, a la tienda de un fotógrafo. Allí Brown me hizo fotografiar con la camisa arremangada, en una especie de pose boxística. Juntos recogimos la foto al cabo de algunas horas, y Brown no me dejó pagarla. Luego naufragamos en un verdadero Océano Atlántico de whisky… juntos, según me pareció.

Cuando desperté al día siguiente en mi camarote, advertí que había naufragado solo: el cocinero se veía muy fresco y en buena forma. No entendí por qué no se había envuelto la cabeza en un paño mojado. Sólo empecé a comprender algo por la tarde, cuando llegué a mi pensión.

Mi baúl había desaparecido. Yo mismo lo había recogido en un coche de alquiler, aunque en un estado de ebriedad total, en opinión del dueño del albergue. Probablemente lo dejé olvidado en el coche de alquiler.

En ese baúl guardaba todas mis pertenencias.

Volví inmediatamente a bordo. El primer hombre al que me encontré fue el cocinero Brown. Parecía contentísimo y en seguida me dijo, antes de que yo pudiera abrir la boca, que había encontrado sus viejas fotos en un baúl asqueroso que no vaciló en tirar de inmediato. Mientras hablaba me miró con atención y abiertamente. Aún recuerdo que en ese momento no sentí nada parecido a la rabia; simplemente tuve náusea.

Pasé tranquilamente a su lado y me tumbé en mi hamaca. Estaba harto del mundo.

Al cabo de unos días, que pasé siempre en cubierta, el barco zarpó rumbo a Trinidad. De todo ese viaje prefiero no hablar. (Al final de la travesía Brown me hizo pagar cuatro chelines por «una olla quemada».) Tuve que digerir la lección de que eso de la fuerza tiene sus dos lados. Los más débiles reciben los golpes, por un lado, y los más listos se hacen con el dinero, por el otro.

El negro tenía ahora en su baúl todas esas fotos tan caras a su corazón, más una nueva, la de un muchachón de aspecto fresco e increíblemente tonto, con músculos muy fuertes.

Cuando llegamos de vuelta a Londres, yo estaba hasta las narices de navegar. Había vuelto a reunir unas veinte libras y decidí irme a casa.

Me compré un traje nuevo de buen paño, grueso, una gran gorra y un bonito par de zapatos, y me fui a Hamburgo.

Viajé en primera clase.

Al llegar a Hamburgo consulté en seguida los enlaces de trenes y, como mi tren no salía hasta el anochecer, me di una vuelta por St. Pauli para ver la feria «aunque sólo fuera de pasada».

Allí me quedé cuatro días.

La culpa de ello, como quien dice, la tuvieron varias personas.

La feria estaba en todo su apogeo y me subí con mucha gente a la montaña rusa, fui con toda una pandilla al hipódromo subterráneo y presencié en el panorama, con un grupo de al menos diez hombres, todos los accidentes que ha habido en el mundo.

Un nutrido ejército de gente simpática, amable y que me apreciaba, devoró mis veinte libras.

Pasados esos cuatro días, la gente empezó a ser menos simpática y amable y a apreciarme también un poco menos. Al final ya no me conocían ni me habían visto nunca. Con todo, aquello fue menos desagradable que el hecho de no ver nunca más mi dinero.

Sobre todo honré cierto columpio-bote con mi visita y la de mis queridos amigos. Al tercer día, el hombre al cual pertenecía me atendió personalmente. No podía permitir que un cliente como yo fuera atendido por un empleado cualquiera.

Entonces hablé con él, y tuvo la gentileza de contratarme para que me ocupara del columpio. Cobraba un marco diario y estuve allí ocho días. Ya el primer día me descubrieron mis amigos, y claro está que columpiarse allí se convirtió en una actividad particularmente divertida para ellos. Llevaban a cuanto amigo estuviera, como yo lo estaba antes, en condiciones de pagar, y hacían todo lo posible por que yo los atendiera.

Les divertía impartirme órdenes en tono brusco, oponían resistencia cuando yo impulsaba el columpio, y se quejaban de que lo hacía tomar altura cuando el acompañamiento musical estaba ya por la mitad. Jamás me daban propina. «Ese hombre es riquísimo», decían, «podría mantenernos a todos si quisiera». Y el propietario volvió a ganar así una bonita suma conmigo.

Pero si cuento esta historia es sobre todo por dos razones. En primer lugar porque pienso que a muchos les resultaría molesto servir a la misma gente a la que antes invitaban. A mí la verdad es que no me importaba. Los atendía con el mismo gusto que a otros y no me preocupaba por ellos. Era estupendo que, gracias a mí, el columpio tuviera visitantes. Gente tonta que no sabía que unas veces se tiene suerte y otras no tanto.

La segunda razón es que, por supuesto, aún me quedaba algún dinero cuando empecé a trabajar. No dejé que se me acabara del todo. Era tonto, pero no tanto como para que el hecho de espabilarme no me sirviera ya de nada. Con el dinero ocurre lo mismo que con los automóviles; lo comprobé cuando tuve un taxi en Nueva York. Con su coche puede llegar usted a encontrarse en una situación en la que daría lo que fuera por detenerla. Pero nunca deberá estropeársele el motor. Pues si éste se estropea, no podrá hacer ya nada con su coche.

Al cabo de ocho días había reunido lo suficiente para comprarme un billete hasta Bremen (cuarta clase). Y en Bremen conseguí un puesto de fogonero en el «Kaiser Wilhelm der Grosse», que se disponía a zarpar rumbo a Nueva York. En Bremen no me fue particularmente bien, pero no habría aceptado el trabajo en el «Kaiser» de no haber sido una forma de viajar a Nueva York. Por entonces, todo cuanto me hiciera conocer mundo equivalía para mí a un pasaje gratis.

En nuestra primera estancia en Nueva York no conseguí dejar el trabajo. Había que comprometerse siempre a hacer el viaje de ida y vuelta. Pero la segunda vez me las ingenié para introducir un pie entre la pared exterior del barco y la borda del bote que trasladaba a los pasajeros a tierra, y tuvieron que llevarme al hospital de Hoboken. No era una lesión muy grave. Pero me dieron de alta un día después de que el «Kaiser Wilhelm der Grosse» zarpara de Nueva York.

Sin embargo, al principio no pude quedarme todo el tiempo en los Estados Unidos. Aún tuve que emprender muchos viajes. Trabajé sucesivamente en la compañía Atlas, que viaja a las Indias occidentales y transporta bananas; en la Morgan, que va a Nueva Orleans y transporta algodón, y en la Clike, que va a Charleston. Las dos últimas compañías navieras son norteamericanas, y desde entonces sólo he viajado en barcos estadounidenses. En los barcos americanos el dinero y la comida son mejores, y hay más trabajo y actividades deportivas que en todos los otros, incluidos los alemanes.

En aquel entonces —corría el año 1907— también viajé una vez al África en una gran goleta de cuatro palos. Pertenecía a la Standard Oil y transportaba petróleo a Sudáfrica.

Tardamos dos largos meses en llegar. Integrábamos la tripulación unos treinta hombres y teníamos que trabajar muy duramente. A los fogoneros nos relevaban cada cuatro horas, por lo que estábamos continuamente «al aire libre». Además, un velero de este tipo no es nada sólido. Esta es, como quien dice, una opinión personalísima. Pero el hecho es que no soy partidario de los veleros.

Cuando llegamos a Ciudad del Cabo no tenía el menor deseo de regresar en aquel carracón, y muchos otros tripulantes tampoco. Con ellos trabajé ocho días como pescador en el pequeño puerto. Pero era éste un oficio sin ninguna perspectiva, y como no llegó ningún otro barco que siguiera, por ejemplo, rumbo a la India y nos llevara, volvimos una vez más todos juntos. Sólo transportamos lastre, sobre todo tierra y piedras.

Pero además teníamos otro lastre: el negro Congo. Aquel negro era un boxeador de verdad, acaso el primero al que traté muy de cerca. Era incluso un tipo excelente. Había boxeado mucho en África, pero también había despilfarrado todo su dinero. Por eso se pagaba el viaje de vuelta a América trabajando.

Tenía la costumbre de pasarse, cada cierto tiempo, cuatro semanas sin hacer otra cosa que beber. Cuando uno le tocaba el tema, él afirmaba que, después de haber bebido, se volvía un hombre mucho mejor, un hombre que no podía compararse con el Congo sobrio y habitual de cada día.

Dividía su vida exclusivamente en función de esos períodos de ebriedad. Olvidaba todo el resto, pero conservaba en su memoria las temporadas que pasaba borracho. No podía recordar qué había ocurrido en un año determinado, dónde había trabajado, boxeado o vivido, pero si sabía que, en tal o cual mes, había estado bebiendo en Nueva Orleans o en Ciudad del Cabo o en Montreal.

Y no creo que engañara a nadie en lo que a la bebida se refiere, aunque en otras cosas decía las mentiras más atroces. Hubiera sido capaz de contar, con la mayor seriedad, que un tiburón le había arrancado de cuajo el brazo izquierdo, y replicar a los interlocutores que en aquel momento le señalasen su brazo intacto: «Sí, es muy extraño ¿no os lo parece también a vosotros?»

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