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Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Relatos 1913-1927 (11 page)

Acaso algunas de las mujeres que he conocido te sean presentadas como lamentables víctimas de mi sangre fría y mi egoísmo. Mis mayores dosis de voluptuosidad las he gozado a partir de la de ellas. Quizás no me hayan importado demasiado los sentimientos que inspiraba, pero mi inagotable sed de pasión en su más pura —y casi diría trágica— esencia para con todos los hombres con los que entraba en contacto —pasión que equivalía pues, a un destino y se bastaba a sí misma y no era, en todo caso, influenciable—, me volvió impermeable a la enervante compasión por la gente agotada. Considero ocioso puntualizar que, a este respecto, no hago ninguna diferencia entre hombres y mujeres.

Aunque nada tenga que ver con esto, hago constar aquí que tampoco establezco esa tajante separación entre hombre y orangután que, con toda razón, un escritor francés ha calificado de inicua. Pues, bromas aparte y mirando las cosas fríamente y sin amargura ¿por qué habría de aventajar el orangután al hombre?

La muerte de Cesare Malatesta

Cesare Malatesta gobernaba la pequeña ciudad de Caserta ya a la edad de catorce años, y la historiografía de la Campania sitúa el asesinato que cometiera en la persona de su propio hermano, dos años menor que él, en su decimoséptimo año de vida. Durante veinte años no cesó de aumentar, con ingenio y osadía, su fama y sus posesiones, y su nombre despertaba temor incluso entre quienes lo amaban… no tanto por los golpes que era capaz de repartir, sino más aún por los que era capaz de soportar. Pero en su trigésimo primer año de vida se vio envuelto en un penoso asuntillo que, pocos años más tarde, sería su perdición. Hoy en día es considerado en toda la Campania como la deshonra de Italia, el flagelo y la escoria de Roma.

Aquello ocurrió de la siguiente manera:

En el curso de una entrevista con Francesco Gaia —hombre célebre por su refinado estilo de vida no menos que por su insondable villanía—, Malatesta hizo, entre otras bromas que divirtieron mucho a su huésped, una observación burlona sobre un pariente lejano del Papa, sin pensar ni remotamente que también era pariente lejano de los Gaia. Nada en el comportamiento de su huésped pareció aludir al comentario. Ambos se despidieron como grandes amigos, intercambiando finos cumplidos y acordando volver a reunirse en el otoño para organizar una partida de caza. Después de aquella entrevista aún le quedaron a Cesare Malatesta tres años de vida.

Ya fuera porque Gaia, que entretanto había sido nombrado cardenal, estuviera ocupado en asuntos de dinero, ya fuera porque no sintiese el menor deseo de pasar una temporada al aire libre, lo cierto es que Cesare Malatesta no volvió a tener noticias de él durante dos años, exceptuando unas cuantas líneas corteses, pero frías, en las que le pedía disculpas por no poder acudir a aquella partida de caza que habían acordado organizar. Pero a los dos años y medio de la entrevista, Francesco empezó a reunir un ejército. Nadie en la Campania tenía la menor sospecha de contra quién iba dirigido aquel apresto bélico, y él tampoco reveló sus intenciones. Como el Papa no se oponía a ellas, se creyó que el objetivo serían los turcos o los alemanes.

Al enterarse de que el ejército del cardenal pasaría por la ciudad de Caserta, Cesare Malatesta envió a su encuentro algunos mensajeros con cordiales invitaciones. Estos no regresaron. Por esos días, Cesare andaba en problemas con un monje desvergonzado que, desde una pequeña localidad próxima a Caserta, hablaba de él en términos indecorosos y estilo bárbaro a los casertanos que acudían a verlo. Mandó apresar al monje y encerrarlo en un calabozo, pero al cabo de unos días éste se dio a la fuga junto con sus guardianes. Las habladurías de la gente sobre el fratricidio de Cesare, puestas otra vez sobre el tapete por el monje, no volvieron a acallarse nunca más en Caserta. Su asombro al ver que cuatro de sus mejores hombres habían huido con un prisionero que lo había insultado, se acrecentó al descubrir una mañana que faltaban otros tres criados, uno de los cuales había ayudado a vestir a su padre. Por las tardes, cuando bajaba del castillo a las murallas, solía ver corros de gente que hablaban de él. Sólo cuando el ejército de Gaia acampó a dos escasas horas de Caserta, Cesare se enteró, conversando con un campesino de los alrededores, que la expedición de Gaia iba dirigida contra él. No lo creyó hasta que, una noche, la chusma clavó en la puerta del castillo un papel en el que Francesco Gaia exhortaba a todos los mercenarios y siervos de Malatesta a abandonar inmediatamente a su amo. Por el mismo papel se enteró Cesare de que el Papa lo había excomulgado y condenado a muerte. En la mañana del día en que leyó aquello desaparecieron los últimos hombres del castillo.

Y así empezó el atroz y peculiar asedio al solitario gobernante, un asedio que en aquella época fue considerado y celebrado como una formidable humorada.

En una ronda por Caserta que el conturbado Cesare efectuó ese mediodía, descubrió que en ninguna de las casas quedaba un alma viva. Tan sólo una multitud de perros sin amo se puso a seguirlo cuando él, sintiéndose totalmente extraño en su ciudad natal, volvió más de prisa que nunca al deshabitado castillo. Por la tarde pudo ver, desde la torre, el cerco que el ejército de Gaia empezaba a poner en torno a la ciudad abandonada.

Cerró con sus propias manos el pesado portón de madera del castillo, corrió el cerrojo y se echó a dormir sin haber comido (desde el mediodía no había allí nadie que le sirviera algo de comer). Durmió mal y, poco después de medianoche, se levantó para echarle una ojeada a ese despliegue de fuerzas relativamente grande que se había abatido sobre él como una enfermedad y sin que supiera por qué. Pese a lo avanzado de la hora, vio que aún ardían fuegos de campamento y oyó cantar a unos cuantos borrachos.

Hambriento, por la mañana se preparó un poco de maíz y lo devoró semiquemado. Por entonces aún no sabía cocinar. Pero aprendió antes de morir.

Pasó el día entero parapetándose. Arrastró piedrones hasta lo alto de la muralla y los fue colocando de manera que, al avanzar por ella, pudiera arrojarlos hacia abajo. Alzó el ancho puente levadizo, que él solo no podía levantar, con ayuda de los dos caballos que le habían quedado; no dejó sino una estrecha tabla que podía apartarse de un puntapié. Esa tarde ya no fue a la ciudad, pues a partir de entonces temía asaltos por sorpresa. Los días siguientes permaneció al acecho arriba, en su torre, sin advertir nada extraordinario. La ciudad seguía muerta y, frente a sus puertas, el enemigo parecía prepararse a un largo asedio. Un día que Cesare se estaba paseando por la muralla, pues el tiempo empezaba a hacérsele largo, varios tiradores selectos dispararon sobre él. Pero él se rió creyendo que eran incapaces de dar en el blanco…, no cayó en la cuenta de que estaban ejercitándose para
no
dar en el blanco.

Todo esto ocurrió en otoño. En los campos de la Campania ya se había iniciado la cosecha, y Cesare podía ver perfectamente a la gente que vendimiaba en las colinas de enfrente. Los cantos de los vendimiadores se mezclaban con los de los soldados, y ni uno solo de los que una semana antes aún vivían en Caserta volvió más a su ciudad. En el curso de una noche estalló una peste que los fue devorando a todos, excepto a uno.

El asedio duró tres semanas. La intención y la humorada de Gaia consistían en aguardar a que el asediado tuviera tiempo de repasar mentalmente su vida hasta dar con el fallo que había provocado todo aquello. Asimismo quería esperar a que llegara gente de toda la Campania a presenciar el espectáculo de la ejecución de Cesare Malatesta. (Los hombres iban llegando, a menudo con mujer e hijos, desde puntos como Florencia y Nápoles.)

Durante esas tres semanas se fue congregando un gran número de campesinos y gente de la ciudad que señalaban con el dedo la colina amurallada de Caserta y aguardaban. Y durante esas tres semanas el asediado no dejó de pasearse mañana y tarde por la muralla. Su vestimenta parecía cada vez más desaliñada, daba la impresión de dormir vestido y su andar se iba haciendo más lento y pesado debido a la mala alimentación. Dada la gran distancia, el rostro no se le distinguía.

Al finalizar la tercera semana, los de afuera lo vieron bajar el puente levadizo; luego se pasó tres días y medio en la torre de su castillo gritando a los cuatro vientos algo que la excesiva distancia volvía incomprensible. Pero en todo ese tiempo jamás puso un pie fuera del recinto amurallado ni salió.

Durante los últimos días del asedio —que cayeron ya en la cuarta semana, cuando la Campania entera y mucha gente de distinto rango y extracción social había llegado al campamento de Caserta—, Cesare solía recorrer la muralla entera, horas y horas, a lomos de sus caballos. En el campamento se supuso, y no sin fundamento, que estaría demasiado débil para caminar.

Más tarde, cuando todo hubo terminado y la gente volvió a sus casas, comentábase que algunos, pese a la estricta prohibición de Francesco, se habían deslizado de noche hasta la muralla y lo habían visto de pie sobre ella, gritándole a Dios y al diablo que tuvieran a bien matarle. Parece seguro que hasta su última hora, y tampoco entonces, supo a qué se debía todo aquello. Seguro es también que no lo preguntó.

Al vigésimo sexto día de asedio bajó el puente levadizo con gran esfuerzo. Dos días después hizo sus necesidades en lo alto de la muralla, a la vista de todo el campamento enemigo.

Su ejecución, a cargo de tres vigoleros, tuvo lugar el vigésimo noveno día del asedio, hacia las once de la mañana, sin ninguna resistencia por su parte. Gaia, que se había alejado en su caballo sin aguardar este giro final y un tanto gratuito de su humorada, mandó erigir en la plaza del mercado de Caserta una columna en la que se leía: «Aquí, Francesco Gaia hizo ejecutar a Cesare Malatesta, deshonra de Italia, flagelo y escoria de Roma».

De ese modo logró rendir homenaje a un pariente lejano, haciendo que su burlador —un hombre de no pocos méritos— pasara a la historia de Italia tan sólo como el autor de un comentario burlón cuya agudeza Gaia pretendió haber olvidado, pero que no había podido dejar impune.

La respuesta

Érase una vez un hombre rico que tenía una mujer joven y más valiosa, para él, que todos sus bienes; lo cual no era poco. Ella no era ya muy joven y él tampoco, pero vivían juntos como dos palomas, y él tenía dos buenas manos, las de ella, y ella tenía una buena cabeza, la de él. Ella solía decirle: «No puedo pensar bien, querido esposo, digo las cosas tal como me van saliendo». Él, en cambio, poseía una inteligencia muy aguda, por lo que sus propiedades eran cada vez mayores. Y hete aquí que un buen día cayó en sus manos un deudor cuyos bienes le eran necesarios y que además no era buena persona. Por eso no tuvo muchos miramientos con él y lo embargó. El deudor dormiría una noche más en su casa, en la que durante años había llevado el género de vida que ahora lo obligaba a irse al extranjero; a la mañana siguiente le quitarían todo.

Resulta que esa noche la mujer no pudo dormir. Pensaba y repensaba echada en la cama, junto a su marido, hasta que al fin se levantó. Se levantó y fue a ver, en plena noche, al vecino al que su marido quería embargar. Pues creía que no ofendería a su propio esposo si, a sabiendas de él, ayudaba al vecino. Y es que tampoco podía ver sufrir al pobre hombre, quien estaba asimismo despierto —ella había calculado bien—, disfrutando de las horas que le quedaban entre sus cuatro paredes. Al verla se asustó, pero ella le dijo que sólo quería darle rápidamente sus joyas.

Ya fuera porque ella tardó más de lo debido o porque el marido notó, en sueños, que su mujer no estaba junto a él, lo cierto es que éste se despertó, se levantó y empezó a recorrer la casa de un lado a otro, llamándola. Angustiado al no obtener respuesta, salió a la calle y vio luz en la casa de su vecino. A ella se dirigió entonces para ver si no estaría enterrando algo que ya no le pertenecía, y al mirar por la ventana vio a su mujer en la casa del vecino, en plena noche. No la oyó hablar ni vio el cofrecillo que tenía en sus manos, por lo que la sangre se le subió a la cabeza y dudó de su esposa. Al tiempo que aferraba el puñal que llevaba en el bolsillo, pensó cómo podría matarlos a ambos. Entonces le oyó decir a su mujer: «¡Quédate con ellas!; no quiero que mi marido cargue con semejante pecado sobre sus espaldas, pero tampoco quiero hacerle daño ayudándote a ti, porque eres una mala persona». Y dicho esto se dirigió a la puerta y el marido tuvo que esconderse a toda prisa porque ella salió corriendo hacia su casa.

La siguió en silencio y, una vez dentro, le dijo que no podía dormir y se había dado una vuelta por el campo porque su conciencia le reprochaba que quisiera quitarle la casa al vecino. La mujer lo abrazó y, de pura felicidad, se echó a llorar sobre su pecho. Pero cuando estaban otra vez juntos en la cama, la mala conciencia se abatió realmente sobre él y sintió vergüenza de haber sido un miserable en dos oportunidades: la primera al desconfiar de ella, y la segunda al decirle una mentira. Su vergüenza era tan grande que se persuadió de que ya no era digno de tal esposa y volvió a levantarse y bajó a la sala de estar y allí se quedó un rato largo, como el vecino en la casa de enfrente. Pero él lo tenía aún peor, pues al no haber sido capaz ni de realizar sus propósitos, ya nadie lo ayudaría. De modo que muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, salió de la casa y se alejó con el viento, sin rumbo alguno.

Anduvo todo el día, sin probar bocado, por un camino que llevaba a una región desierta, y siempre que se acercaba a una aldea, daba un gran rodeo. Al atardecer llegó a un río oscuro junto al que se alzaba una cabaña semiderruida. Como estaba deshabitada y en las praderas circundantes crecían buenas hierbas y el río era pródigo en peces, el hombre se quedó allí tres años y mataba el tiempo recogiendo hierbas y pescando. Por último se sintió demasiado solo, es decir: las voces del agua le resultaron excesivamente fuertes y en él proliferaron demasiado esas ideas que, según dicen, son como pájaros que ensucian la comida. Por eso se fue a una ciudad y luego a muchas otras, sin rumbo; y mendigaba y se arrodillaba en las iglesias.

Pero con el tiempo sus ideas se fueron enseñoreando de él y lo torturaban muchísimo. Entonces empezó a beber e ir de un lado a otro como un perro demasiado malo para soportar cadena. Al cabo de muchos años, cuando ya había olvidado su nombre, ocurrió que un día, estando medio ciego, llegó de nuevo a la ciudad en la que había vivido una vez, muchos años antes. No la reconoció y tampoco fue más allá de los suburbios, donde se instaló en el patio de una taberna.

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