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Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Relatos 1913-1927 (9 page)

Karl Borg era sargento segundo de artillería, y en su batería se hallaba reunida toda la escoria del regimiento. Se pasaban la vida bebiendo, y cuando ya no se conseguía aguardiente en ningún sitio, allí no faltaban borrachos maduros para el calabozo. Hubieran sido capaces de requisar aguardiente en un cementerio bombardeado.

Entre ellos estaba el pálido Mayer, que en St. Quentin conquistó una blusa de mujer y estuvo al pie de su cañón envuelto en sedas y encajes, con una especie de senos, un fantasmón ridículo, pero que disparaba bien. Tenía asimismo unos quevedos pequeñitos y se los calaba como un profesor de química que observa una retorta. Pero él se los ponía cuando ajustaba su cañón.

También Bernauer pertenecía a la batería, un idealista palabrero que cuando estaba bebido salía siempre «a luchar por el Kaiser y el Imperio» y cantaba «Prusiano soy, ya conocéis mis colores», de preferencia por la noche, de suerte que nadie podía dormir hasta que él no acababa.

Había algunos más de ese estilo, y con un capitán que no hubiera sido el capitán Memming, los insultos y afrentas habrían menudeado a porrillo. Pero así las cosas eran tolerables y la batería sobrellevaba sus miserias con dignidad.

El propio sargento segundo Borg era el peor de todos y no tuvo un buen final; que el Señor se apiade de él. Decía que era un cobarde y que por eso bebía. «¿Qué otra cosa puedo hacer?», preguntaba. «Dios me perdonará; debo luchar por el Kaiser y no puedo. Él creó a los cerdos y no puede quejarse ellos.»

Cuando estaba bebido, el cielo se ponía totalmente azul, no había una sola nube, todo era precioso, tan precioso y agradable que uno avanzaba trotando como un caballo blanco y estaba contento con todo, hasta con la muerte.

Falta saber si Dios lo habrá perdonado, pues en el cuartel pasaron muchas cosas; pero el capitán sí lo hizo, y era un hombre consciente de su deber. Era grueso y pequeño, un impecable jinete aficionado, de porte distinguido y abrumadora elegancia en el vestir. En lo más encarnizado del combate solía pasearse con un bastoncito y hacer alarde de ecuanimidad entre los cañones. De él se decía que estaba hecho a prueba de balas y que los
tommies
ingleses antes derribarían a un mosquito que al capitán Memming. Pero era el asesino de mucha gente por la que se hacía acompañar en sus paseos y a la que luego no traía de vuelta al refugio, adonde llegaba con ecuanimidad y sin acompañantes. No perdonaba ni tenía consideración con nadie, pero nunca se metía con los borrachos que rodeaban a Borg.

A veces no lo tenía muy fácil. Como aquella vez que lo despertaron muy de mañana porque Borg y Mayer se estaban «matando a tiros» ante los parpadeantes ojos de toda la batería. Y luego, cuando llegó el capitán, ambos se hallaban en un espacio abierto, a cincuenta metros de distancia uno del otro, cada cual con una carabina al hombro, y se disparaban a matar en la penumbra matutina. Ellos no corrían peligro alguno, pues estaban borrachísimos. Pero todos los demás se hallaban en peligro de muerte, pues ambos disparaban con unción y manos temblorosas, horadando la mañana.

De haber sido un incapaz, el capitán habría aullado a voz en cuello e impartido castigos; pero se limitó a decir: «Por lo visto no acertáis una disparando, pero sí valdría la pena que os liarais a golpes». Y ambos, borrachos como estaban, se liaron a golpes y era un placer verlos. Esta historia tiene, por lo demás, un epílogo. Pues el pálido Mayer era más débil que Borg, pero Borg estaba más borracho que Mayer, por lo cual Borg recibió más golpes de los que era capaz de soportar. De modo que se levantó y gritó que se pasaba a la infantería, que aquello era demasiado. Todos se rieron y él, a campo traviesa y bajo un nutrido fuego, se pasó a la infantería. Despertó en una trinchera, y como ya estaba sobrio, empezó a temblar como un azogado y se llevó un susto terrible y tuvieron que enviarlo de regreso como a un herido. Pues tenía un miedo atroz a volver solo y no había aguardiente a mano para un cobarde sargento segundo de artillería.

Borg y el pálido Mayer paraban siempre juntos, bebían y podían permanecer en silencio; además, habían adquirido gran maestría en el arte de silbar a dúo melodías que ninguno de los dos había oído antes, y sin ensayarlas previamente. Así se entretenían durante los tristes días que pasaban en el refugio; y entretenían también a los demás.

Ambos, extrañamente, tuvieron suerte durante mucho tiempo, pasaron todo el invierno juntos y arrostraron mil y una penurias hermanados por la bebida, Pero en la primavera del diecisiete cayó el pálido Mayer en medio de un fuego graneado. Lo hirieron en el pecho; ese día no llevaba puesta la blusa de mujer, cayó como un hombre y se comportó en consecuencia. Se derrumbó de bruces y en silencio, los quevedos se le cayeron, y antes de morir estuvo una hora totalmente consciente, sin decir palabra. No tenía ninguna observación que hacer. Sólo estaba, como quien dice, un poco pálido, y eso en él no se notaba.

Aquel día Borg no estaba en la batería porque se había dislocado un pie. Sólo apareció al atardecer del día siguiente, cuando el pálido Mayer ya estaba bajo tierra. Borg se dio cuenta de todo cuando Bernauer evitó mirarlo a la cara y se escabulló. Luego, cuando se lo dijeron, se lo tomó con calma. Pero esa noche bebió más de lo que era costumbre en él, y hacia las dos de la madrugada los otros se despertaron porque el sargento segundo estaba cantando a voz en cuello. Y cantaba: «¡Nunca me había sentido tan bien!», y aquello sonaba fatal.

Los días que siguieron a aquel fuego graneado fueron muy tranquilos. Soplaba un viento cálido y oscuro, el cielo aparecía cubierto de nubes húmedas, todo estaba desolado, y una guerra nunca termina de ese modo. Para colmo no había nada que beber; sólo Borg tenía algo gracias a unas relaciones suyas, que mantenía en riguroso secreto. Estaba peor que nunca, caminaba tambaleándose y se pasaba el día entero maldiciendo; además, tenía un nuevo capricho: exigía que todos lo saludaran como si estuviera en el patio del cuartel, cuando allí fuera no se saluda ni a los oficiales. Por entonces se hizo muy odioso, debido también a su deterioro exterior. De noche se tumbaba, en silencio, a estudiar las estrellas. Cierto es que a ratos silbaba, pero siempre muy brevemente y como por descuido. De ahí que el palabrero Bernauer dijera que Borg estaba de duelo por su amigo del alma.

Y luego llegó el día en que las cosas le fueron mal a Borg. Una noche salió del refugio en estado de ebriedad y dio con sus huesos en un cráter de granada. Allí permaneció tendido, sin duda porque se desmayó, hasta la mañana siguiente, en que lo encontraron muy temprano y lo llevaron de vuelta al refugio. Sus lesiones internas eran demasiado graves como para evacuarlo.

Se pasó el día entero —en el que no cayó un solo disparo— echado en el refugio, sin decir palabra. Estaba consciente, sus ojos erraban sin descanso por las vigas del techo. Esa noche Bernauer se quedó junto a él, vigilante, pero al filo de la medianoche se quedó dormido, porque Borg no necesitaba nada y yacía inmóvil y en silencio. Lo despertó un silbido fino y agudo. Tendido cuan largo era, con la roja cara congestionada y el bigote en desorden, Borg se había puesto a silbar. «¿Quieres algo?», le preguntó Bernauer, sorprendido. Sólo brillaba una lamparilla de aceite y, con esa iluminación, el sargento segundo parecía un hato de ropa apelotonada. De pronto contrajo todo el rostro y abrió mucho la boca, y aunque era de esperar que lanzaría un aullido, sólo salió un murmullo, casi inaudible, que decía: «¡Dámela, Mayer!». Entonces Bernauer comprendió que Mayer estaba junto al herido y que éste le pedía una botella inexistente. De todas formas, parecióle un desatino interrumpir una conversación entre amigos, sobre todo si uno de ellos había venido expresamente desde tan lejos, pero al fin y al cabo eran las últimas horas de Borg y nunca se sabía… Por eso le dijo: «Si quieres aguardiente, lamento decirte que no hay, pero quizás desees pedir otra cosa. Nunca se sabe…». Pero Borg oía mal y no entendió bien y siguió hablando con Mayer, que le resultaba más tangible y había llegado expresamente con el cálido y oscuro viento de primavera y, sin embargo, había olvidado el aguardiente. Seguro que era esto, pues dijo con voz débil: «¡Deja eso y dámela!» Era indudable que Mayer estaba bromeando y Borg no podía hacerle el juego, pues era consciente de su estado. Tras llegar a esa conclusión, Bernauer aguzó el oído girando de forma peculiar la cabeza y escuchó por un momento el silbido del viento entre la viguería y sintió una gran pena en su corazón, pese a que era un hombre recio. Observó la cara del bebedor, en la que se leía una tortura imposible de disimular. Ahí yacía el sargento segundo como un hato de ropa y no había sido interrogado y seguía sin ver nada claro, y ahora tampoco le darían el aguardiente que necesitaba con urgencia para seguir sin ver nada claro, lo cual era todo un arte.

Así y no de otro modo vio las cosas Bernauer. Y el sargento segundo Borg tuvo que morir sin aguardiente, y el cabo Mayer tuvo que presenciar su final.

El mensaje de la botella

Tengo veinticuatro años. Se dice que es una edad muy accesible a la melancolía. Sin embargo, no creo que mi melancolía sea una cuestión de edad. Mi historia es la siguiente:

A los veinte años conocí a un muchacho en cuya proximidad me sentía aliviada; como él también parecía contento con mi compañía, nuestra unión ya sólo dependía de la aprobación de nuestros padres, que nos la concedieron sin mayores titubeos. La noche de la decisión, él me dijo que antes de que nos uniéramos quería emprender un viaje de varios años por los trópicos. Incapaz de imponérmele, no sólo no lo retuve, sino que en un amargo rapto de orgullo le prometí, con toda la serenidad de que fui capaz, que lo esperaría. Al día siguiente me comunicó que su viaje le exigiría más tiempo del previsto, que mi paciencia no bastaría y su sentimiento del honor le impedía imponerme semejante espera, de modo que me liberaba de mi promesa. Profundamente asustada, mas no sin entereza, recibí de sus manos una carta que, con el último resto de voz que me quedaba, le prometí no abrir antes de tres años. Nos separamos fríamente. A los pocos días él abandonó la ciudad sin despedirse. No volvimos a vernos. Sé perfectamente que la historia de mi amor es algo cotidiano, trivial incluso, pero eso no le resta amargura. Durante tres años mantuve lejos de mí aquella carta, como lo había deseado su autor, pues uno no puede apropiarse de lo que no le pertenece. Transcurridos los tres años, abrí el sobre y encontré una hoja vacía. Era blanca, fina, totalmente inodora y no tenía una sola mancha. Me sentí sumamente infeliz.

Claro que al principio sólo tuve la sensación de estar ante un papel en blanco. Pero desde entonces he pensado mucho en el asunto y mi actual desasosiego no es más que el resultado de un proceso gradual. Aún ahora me avergüenza la idea de que haya un ser humano dispuesto a escarnecer a una mujer afligida. En un azar no creo, pues me dejaría en ridículo. Durante un tiempo me tranquilizó la siguiente idea: los marinos que naufragan en las costas de Chile entregan al mar, encerrado en una botella, el relato de sus últimas horas; quizás veinte años después haya pescadores chilenos que descorchen esa botella y, aunque no entiendan en absoluto los extraños signos, revivan un naufragio acaecido en exóticos mares. El agua y la espuma de las olas habrán liquidado a los autores, pero su escritura, clara como el primer día, no permitirá saber cuánto tiempo ha transcurrido. Qué ridículo sería el mensaje si fuera legible. Pues ¡qué imposible es encontrar en una vida alguna palabra que no perturbe el silencio surgido después de un naufragio y diga algo que no sea malévolo!

Pero esta idea, a la larga, tampoco me satisfizo, pues era demasiado tranquilizadora para poder parecer cierta. Pronto empecé a pensar que los signos escritos podrían haberse borrado en el transcurso de esos tres años: el tiempo cura las heridas. Y ahora permítanme mencionar aquí una idea que parece algo novelesca, pero que no me ha abandonado desde que se me ocurrió: como ustedes saben, hay tintas simpáticas que resultan legibles durante un tiempo determinado y luego se desvanecen. No cabe duda de que cuanto merece ser anotado debería ser escrito con esas tintas. Sólo diré que hace aproximadamente un año, es decir dos años después de entregarme la carta, que no es sino una hoja en blanco, mi amado desapareció por completo, y supongo que para siempre, de mi horizonte visual. Yo, que he tenido la paciencia de esperar tres años un mensaje destinado cada vez menos a mí, sólo puedo alegar que siempre he creído que el amor es un destino independiente de la voluntad del enamorado y, sin embargo, le incumbe sólo a él.

Un individuo ruin
Relato

Paseábase una tarde Martin Gair por una calle elegante, bajo un agradable sol de septiembre, cuando reparó en la viuda Marie Pfaff, que, vestida de muselina clara, pasaba frente a los escaparates asentando con firmeza sus sólidas piernas. Era alta y fuerte, de senos turgentes y caderas en apariencia blandas, que la dócil tela resaltaba convenientemente. Tenía un rostro pálido y saludable, y llevaba sus gruesas trenzas color castaño recogidas en un moño, a la altura de la nuca. Todo esto le gustó a Martin, que la siguió durante un rato. Luego la abordó y le preguntó si podía acompañarla. Como la miró con descaro y era un mocetón alto, de rostro delgado y piel morena, ella se asustó al principio y no respondió, dejando que él caminara a su lado a paso rápido. Martin tampoco dijo nada más, y ella fue recuperando poco a poco la serenidad y se liberó de él girando bruscamente sobre uno de sus tacones y entrando en una lencería, de la que volvió a salir al cabo de un rato por una puerta trasera. No vio a Gair, pues éste se había escondido detrás de un salidizo. Entonces Martin la siguió de lejos, impasible, hasta su casa, y de allí se fue a cenar a un figón un tanto oscuro, donde engulló un bistec medio crudo, acompañado por tres huevos. Acabada la cena pidió una copita de aguardiente, se escarbó los negros molares con un palillo y se limpió las uñas con el mismo instrumento. Pagó, dejando un cinco por ciento de propina, y abandonó el local. Después de llamar a la campanilla del apartamento de Frau Marie Pfaff, pasó junto a la guapa criada que le había abierto y, en la penumbra del vestíbulo, pidió hablar con la dueña de la casa. Ésta salió muy sorprendida, lo reconoció en el acto, dijo desde la puerta a su criada: «¡No estoy para el señor!» y volvió al salón donde su cena, a medio consumir, humeaba sobre la mesa. «¿Dónde está el señor?», preguntó Gair. La criada se apoyó, temblando, contra el marco de la puerta y recordó el último asesinato con violación aparecido en los diarios, que había sido perpetrado con una crueldad inusitada. Finalmente, dijo: «El señor no está… Frau Pfaff es viuda». Esto último le fue arrancado contra su voluntad por los negros ojos del intruso; se lo soltó a bocajarro para que no e hiciera nada por haber sido honesta con él. Martin se acercó a la puerta, la abrió y entró en el salón. No se detuvo ni un instante en el umbral, sino que avanzó directamente hasta la ventana opuesta, ante la que colgaba una cortina de muselina blanca, y dijo:

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