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Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Relatos 1913-1927 (15 page)

Pero cuando salimos de la cárcel de Bristol habíamos aprovechado bien el tiempo y aprendido algo para la vida.

El gordo nos dio un poco de dinero al salir, de suerte que cuando volvimos a Cardiff, pudimos ir al Hogar del marinero. Había montones de sitios en Inglaterra —cosa fácil de imaginar aun sin mapa—, pero nosotros sólo conocíamos Cardiff y por eso regresábamos siempre a Cardiff. Y allí quedaba el Hogar del marinero, que ya conocíamos. Si en aquel momento nos hubieran soltado en cualquier lugar del mundo, seguro que hubiéramos vuelto a Cardiff, al Hogar del marinero. Así de perezoso es el hombre.

Fue mi primer amor lo que me alejó de Cardiff. Un buen día llegó un hombre al Hogar del marinero y preguntó si había algún muchacho competente que pudiera trabajar en un hotel. El administrador le dijo que quizás nosotros dos estaríamos jugando en la playa y que no se dejase influir desfavorablemente por nuestro aspecto exterior.

En efecto, estábamos en la orilla jugando a ver quién escupía más lejos.

El hombre nos observó un rato antes de hacernos su ofrecimiento; sin duda quería ver qué clase de chavales éramos y cuál de los dos se adecuaba mejor a sus fines. Yo escupí más lejos. Y me contrató a mí.

Primero trabajé como criado y me encargaba de los zapatos; pero no tardé en ascender a panadero y me dediqué a preparar los buñuelos para el restaurante automático.

Mi amigo se quedó en el Hogar del marinero. Yo lo visitaba siempre por las tardes. Le iba bastante bien y comía sobre todo buñuelos. Pero ahora tenía que escupir solo al mar y eso no le hacía gracia. No me dijo nada, pero una noche que llegué con unos cuantos buñuelos, dispuesto a fumarme tranquilamente una pipa en su habitación, él se había ido. No volví a verlo más.

En cambio, cada mañana veía en los pasillos del hotel a una chica. Tendría unos trece años y era criada del establecimiento. Al verme sonreía como una
lady
. Yo mismo era todo un
gentleman
y, pese a mis dieciséis años, alto como un mástil. No podía evitar encontrarme con ella en el pasillo y, sobre todo, no había ninguna razón para que no intercambiáramos una que otra inocente palabrita. Debo decir que nada nos estimula tanto como ese «no hay ninguna razón para no hacer» esto o aquello. Hacemos constantemente las cosas que «ninguna razón» nos impide hacer. Yo, por ejemplo, intercambié unas inocentes palabritas con ella y en seguida me enteré de que precisamente esos días había una feria en Cardiff y ninguna razón nos impedía darnos una vuelta por ahí. En aquella feria de Cardiff vi boxear por vez primera.

Y allí donde vi boxear por vez primera, también yo boxeé por vez primera. La cosa fue así:

Había ahí una tienda de lona en la cual se boxeaba, y en su interior dos personas firmemente empeñadas en destrozarse la cabeza una a la otra, aunque también podía apuntarse gente del público que quisiera recibir golpes. Presenciar el espectáculo costaba veinte
pence
por persona. No era un precio muy alto; siempre he opinado que todo lo que se pague por ver boxear es poco, pero para mí, en Cardiff, era una suma bastante elevada, sobre todo porque tenía que pagar dos entradas. Claro que si uno boxeaba, la entrada era gratuita; y así, después de estar un rato ante la tienda y cuando el asunto empezaba a resultar algo penoso para un
gentleman
, le dije al encargado, en el tono de voz más indiferente que pude, que quería «charlar un poquitín con uno de sus hombres». El caballero sonrió algo torvamente y condujo a mi dama a un asiento libre en la primera fila, para que pudiera ver bien cómo «charlaba yo con uno de sus hombres». Por mí hubiera podido sentarse tranquilamente un poco más atrás. ¡Qué necesidad tenía de verlo todo tan detalladamente! Pero el hecho es que ahí fue instalada.

Me pusieron un par de guantes y pensé: será para que no le haga mucho daño al contrincante, pero luego subió éste al cuadrilátero. Su aspecto no era muy alentador que digamos.

Desde entonces he visto subir al ring a muchos tipos para enfrentarse conmigo, sin duda mejores boxeadores, y no miento al decir que toda una serie de ellos se me ha ido de la memoria, es decir que cuando leo sus nombres en mi libro de récords no consigo recordar su aspecto exterior. En un recorte de periódico leo que al segundo asalto uno de ellos me puso al borde del k.o., por lo que el hombre, en mi opinión, hizo una labor más que buena; pero no logro acordarme de su cara. A mi primer adversario, en cambio, aún me parece verlo ante mí como si ayer mismo hubiese estrechado su mano. Por cierto que él me estrechó no solamente la mano.

Aún hoy tengo la impresión de que medía dos metros y medio y era tan grueso como un buey.

Parecía tener un carácter bastante abyecto. Tenía todo el aspecto de alguien para el que tratar a un ser humano vivo, que no quería hacerle nada malo, como si fuera un inerte saco de afrecho, era algo menos importante que comerse un budín de Navidad. La verdad es que primero debí haber exigido que me mostraran su fotografía. Cuando sonó el gong ya era demasiado tarde para recapacitar. Aquello ocurrió una noche de junio. Hacía mucho calor en la tienda, y la gente, sentada en mangas de camisa alrededor del ring, fumaba tanto pese a la prohibición que para ver algo en el cuadrilátero hubiera habido que perforar el humo con un taladro. Recuerdo que luego, durante el combate, las escasas lamparillas de aceite que pendían sobre nosotros empezaron a arder lentamente. Era muy extraño que no chocasen literalmente contra la nube de humo que envolvía el ring. Además percibía el ronco guirigay de los cincuenta a setenta espectadores, todo ello entre el estruendo infernal de una docena de organillos que acompañaban los tiovivos circundantes. Desde el comienzo tuve el presentimiento de lo que vendría, una premonición bastante pálida de lo que en realidad ocurrió. Pues lo que vino luego no fue un combate de boxeo, sino una fiesta de la matanza. Fui simple y llanamente molido a golpes. Había entrado sin pagar, lo admito, pero había entrado para que me vapuleasen. El hombre no se anduvo con miramientos conmigo. Me golpeaba directamente a la cara, produciendo en ella monstruosas transformaciones. Pegaba por la izquierda, por la derecha, por arriba y por debajo, y ni siquiera parecía apuntar previamente; siempre acertaba. Daba la impresión de estar acostumbrado, desde su más tierna infancia, a tratar como si fueran asesinos o ladrones a gente pacífica, que sólo quería dormir. Los guantes de boxeo no me sirvieron sino para protegerme la cara. Pero él golpeaba incluso por entre ellos. De todas formas, logré mantenerme en pie todo el asalto, con algunas interrupciones en las que, sólo por descansar un poco, me tumbaba en el suelo. No tuve tiempo de advertir nada, de lo contrario hubiera advertido algo en lo que ahora pienso, y es que mi contrincante no quería liquidarme lo más rápidamente posible, sino con la máxima lentitud. No podía entregarse sin más a sus instintos sanguinarios, sino que estaba obligado a tomar en consideración a su público, que quería ver un combate. De ahí que siempre me dejara tiempo suficiente para recuperar algo de fuerzas antes de volver a lucir sus artes.

Las lució a lo largo de los dos asaltos. Y fueron artes de primera magnitud. Tras aquellos dos asaltos mi cansancio vital era comparable al de un anciano de ciento veinte años. Me tumbé de espaldas en un rincón y deseé la muerte.

No obstante, y aunque no estaba en condiciones de soñar con aventuras amorosas, pude ver —muy borrosamente es verdad, debido a la atroz hinchazón de mi cara— el rostro de mi
lady
inclinado sobre mí. Me fue imposible entender lo que decía, porque mis orejas se habían quedado muy atrás. En cuanto a la muchacha, yo había pensado en un principio hacerle uno que otro guiño desde el ring, por ejemplo cuando estuviera cerca de su sitio. Hubiera sido una excelente idea. Pero el combate, lamentablemente, me lo impidió.

Debo decir, eso sí, que ella se comportó tan bien como yo. Antes de la pelea mi aspecto tenía que ser, si no
muy
atractivo, sí mucho mejor que después, pese a lo cual ella disimuló bastante bien sus sentimientos hacia mí antes del combate. Por ejemplo, nunca me hubiera besado de no haber tenido yo un aterrador ojo negro y un edema del tamaño de un puño en el lugar donde la gente normal tiene un segundo ojo. Pero así me besó.

Las mujeres son muy peculiares. Suelen hacer algo distinto de lo que uno desea. Aunque esa vez yo estaba deseando lo que ella hizo. Volvimos al hotel siendo mucho más amigos que cuando nos conocimos, y, a partir de entonces, en el pasillo ya no me sonreía sólo como una
lady
.

Pese a ello, aquel asunto tan agradable no tardó en mostrar también esas dos caras que en algunos casos ya he descrito. Mi amor era, por un lado, delicioso; respecto al otro lado me abrieron los ojos mis amigos.

El asunto era, según ellos, peligrosísimo.

En Inglaterra, me decían, salir con una chica no es tan simple.

En Inglaterra, decían mis amigos en la cocina del hotel, la gente que se besa acostumbra a casarse. Y en seguida. De lo contrario —eso decían mis amigos—, el sheriff toma cartas en el asunto y un sheriff es menos capaz de entender bromas que una chica.

Mis amigos no consideraban mi caso exactamente peligroso, pero decían que, de cualquier forma, más me valía desaparecer. Debo admitir que, se trate de lo que se trate, siempre es bueno desaparecer.

Invité a mis amigos a cenar buñuelos y la cena se transformó luego en una partida de cartas… tal fue el otro lado de la invitación a cenar buñuelos: ¡dinero para el viaje! Y a la mañana siguiente partí, con algo de dinero, hacia Barrydock.

Barrydock es un pequeño puerto.

Cuando llegué no se veía un solo barco, cosa muy extraña. A los cuatro días se acabó el dinero de mis amigos y volví a casa. Mi casa era Cardiff.

Pero en Cardiff estaba mi
lady
.

A la chica no le había dicho, claro está, que pensaba marcharme; pero ella se lo dijo a sí misma al no verme durante cuatro días.

Mi jefe quiso readmitirme en seguida, y hasta intentó que aprendiera a conducir y fuera chófer suyo, pero muy pronto noté que mi chica no me quitaba el ojo de encima y, para mí, el sheriff seguía estando detrás de todo aquello.

Comí casi hasta hartarme, jugué un rato a las cartas con mis amigos de Cardiff y partí de nuevo a Barrydock en busca de aventuras.

A mi
lady
jamás volví a verla. Era muy agradable.

Apoyado en la baranda de un muelle de Barrydock, me puse a escupir al Atlántico y sentí deseos de conocer Londres. De haber tenido mejor vista, hubiera podido ver América al otro lado del océano, pero nunca la ciudad de Londres, pues la tenía a mi espalda. A Londres sólo pude llegar dando un rodeo por Alejandría, en Egipto. Logré que me aceptaran como camarero en un pequeño vapor que zarpaba hacia allí, y al ver que, una vez más, el dinero se me estaba evaporando, decidí visitar Alejandría.

El barco resultó, por lo demás, mucho más interesante que Alejandría. Alejandría es más o menos como se ve en las postales, sólo que no tan limpia. (Sí, cuando no se consiguen postales de Alejandría misma, se puede utilizar una de Constantinopla; ¡las postales, al menos, son idénticas!) Si encima se dice que las mujeres andan por la calle con la cabeza cubierta, se tendrá una idea de lo que es la ciudad. Confieso que tengo algo contra Alejandría porque no me dieron permiso y no pude visitarla.

Pero en aquel viaje y en los que siguieron aprendí muchísimo acerca de la vida. Mi trabajo consistía solamente en hacer las camas de los oficiales, lustrarles las botas y lavarles la ropa blanca. Era muy simple, pero además tenía que tratar con esa gente, lo cual era mucho más interesante. No eran los peores que he conocido, pero casi todos se divertían cuando podían darle un puntapié con sus botas a un muchacho larguirucho y algo lento, y les hacía mucha gracia echarle una zancadilla cuando pasaba y encajarle luego amables puñetazos en los riñones.

Debo decir que, de entrada, estuve totalmente en contra de tales prácticas. No tenían sentido. Se lo dije en seguida a aquella gente, y al ver que la cosa no mejoraba, tiré a un hombre contra la pared de la cocina, para que reaccionara. Así lo hice: en un combate es muy importante enfurecerse el máximo posible.

Cierto es que algunas veces la furia surge espontáneamente, pero otras hay que provocarla. Si, por ejemplo, tuviera que tirar a mi hombre contra la pared de la cocina, antes que nada haría esfuerzos por enfadarme con él. Me diría a mí mismo todo lo malo que se pudiera decir, por ejemplo, sobre su nariz, y a la menor mirada suya pensaría: ¡Con qué descaro me ha vuelto a mirar! Además, le aguantaría muchas cosas y me diría a mí mismo todo el tiempo: ¡Haz algo sólo cuando esto sea ya intolerable! Es lo que más irrita, y lo mejor es reprimir la propia rabia todo lo que se pueda: así aumenta en forma colosal. Al final bastará con que tu hombre mueva un dedo para que lo tires contra la pared de la cocina. Este método es mucho mejor que el de atacar a sangre fría. La mayoría de las brutalidades que he presenciado han sido producto de una excesiva sangre fría, no caliente.

De haber atacado a ciegas, nunca habría podido saber si de verdad me hubiera enfurecido estando aquel hombre y yo a solas, y entonces mi estallido habría sido inútil. Así, en cambio, pude aguardar a que hubiera suficiente público y atacar en el momento oportuno. Así se dieron cuenta en seguida de lo que no me gustaba.

A partir de entonces mi vida mejoró mucho. Noté que el hombre al que había tirado contra esa pared me invitó un día a una partidita de cartas, y no porque estuviera preocupado —pues si él también hubiera montado en cólera yo no habría podido abatirlo tan fácilmente—, sino porque no pensaba en nada malo, por puro cariño y porque justamente empezó a tomarme en cuenta.

Lo más importante en la vida es que a uno lo tomen en cuenta. Pero más valioso aún que descubrir lo bueno que es ser fuerte y no avergonzarse de serlo, fue para mí darme cuenta, casi por la misma época, de que ser sólo fuerte no basta. Y me enteré a raíz de la historia con el cocinero del barco.

El cocinero de a bordo era un negro. Se llamaba Jeremiah Brown y en realidad era sólo el contenido negro de un uniforme blanco. Era lo más presumido que he conocido jamás. Cuando hablaba con alguno de nosotros, miraba al mismo tiempo el reloj o hacía cualquier otra cosa para que viéramos que todo el resto le importaba más que la conversación. Había tapizado su cocina de arriba abajo con fotografías en las que aparecía él mismo en todos los papeles brillantes —desde general hasta propietario de fincas (en una mecedora, frente a una villa de dos pisos)— que el cerebro de un negro es capaz de imaginar.

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