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Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Relatos 1913-1927 (17 page)

Pero tenía cosas extraordinarias, por ejemplo su manera de trabajar en aquel velero que no conocía. Y el trabajo le exigía un esfuerzo tal que no paraba de toser y aguardaba impaciente un nuevo período de borracheras en Estados Unidos. Fue él quien por primera vez me enseñó a boxear.

Fragmento

La actitud natural de Müller

Habíamos comido y estábamos fumando un puro y repasando nuestro repertorio de temas de conversación. Los de actualidad ya habían sido comentados, de modo que, por precaución, abordamos una vez más la decadencia del teatro hasta que, al final, después de armarnos poco a poco de valor, acabamos hablando de Müller. Müller, el ingeniero Müller, el enemigo hereditario: Müller era un tema delicado porque, aunque no estuviera presente, actuaba infaliblemente como manzana de la discordia.

Contra él se alzaba un buen número de anécdotas recientes y suficientemente dolorosas para nosotros, pero al final Pucher quiso poner sobre el tapete una historia vieja y ya un tanto descolorida. Al parecer deseaba liberarse de ella.

«En cierta ocasión emprendí un negocio con Müller», empezó diciendo. Con este fin hicimos un vuelo juntos. Volamos de Berlín a Colonia. En esta última ciudad él quería ponerme en contacto con una empresa que estaba dispuesta a examinar con lupa mi proyecto de arrancador para comercializarlo a gran escala. Teníamos pensado asociarnos. Müller quería ocuparse más bien de la parte comercial del asunto y, como ya he dicho, involucrar a aquella empresa en el negocio. En su opinión los dos nos entendíamos bien; nos conocíamos exactamente el mismo tiempo que, por desgracia, todos nosotros le conocemos.

Nos metimos, pues, en uno de esos preciosos aparatos de acero, o, mejor dicho, de hojalata, pues tal es el material del que están hechos. Müller estuvo de mal humor desde el principio, y de cara a mí lo atribuyó a la prohibición de fumar. Pero después de todo había sido él quien insistió en que viajáramos en avión y no en tren.

Quisimos discutir una vez más el asunto, mas no tardamos en advertir las dificultades que eso conllevaba, pues el ruido de las hélices —tres en total— era excesivo para poder hablar con tranquilidad. En cuanto los motores se pusieron en marcha, es decir estando aún en tierra, Müller gritó, dirigiéndose a mí: «¡Imposible entender una palabra! ¡Esto es un asco!». Y eso que él ya había volado una docena de veces.

Cuando estuvimos arriba, dejó de gritar y, «ensimismado», se arrellanó en su butaquita de mimbre y escrutó el horizonte. Yo nunca había volado, y, al principio, sólo tuve ojos para observar aquel fenómeno, como quien dice. De suerte que sólo cuando alcanzamos una altura de cien o doscientos metros me volví hacia Müller. Y en ese momento me pareció —y la historia perdería todo su valor si ponéis esto en duda— que Müller tenía miedo.

No necesitáis decir nada, ya lo sé. Müller combatió en la guerra, tropas de asalto, etc. Si no recibió la Cruz de Hierro fue debido sólo a su falta de disciplina, ya lo sé. Pero en aquel momento tuvo miedo y no hizo el menor esfuerzo por ocultarlo. Miraba todo el tiempo al piloto a través de la escotilla de cristal, y cada vez que el aparato caía unos metros en alguna bolsa de aire, él se aferraba convulsivamente a los brazos de su butaca. Era, además, el único que desde el principio se abrochó el cinturón de seguridad. Y es sabido que esos armatostes de acero se mueven por el aire al menos con la misma seguridad con que una locomotora lo hace en tierra, y que uno lo nota ya después de haber volado algunos centenares de metros.

Al cabo de unos diez minutos sacó Müller lentamente una libreta del bolsillo interior de su americana, escribió unas cuantas líneas sobre una hojita, interrumpiéndose a ratos para mirar al piloto, la arrancó y me la entregó.

«¿No crees que dentro de veinte años nadie comprenderá cómo hubo gente adulta capaz de sentarse en semejante artefacto? ¡Mira la hojalata! ¡Quisiera saber si entonces llamarán a esto estupidez o heroísmo! ¡Müller!»

Cuando levanté la vista del papel, lo vi tranquilamente sentado en su butaca, mirando de reojo por la ventanilla como si nada hubiera sucedido. Pero al cabo de unos minutos sonrió agriamente y señaló la hélice que estaba a su lado, gritando:

—¡Un estruendo de terremoto! ¿Por qué las golondrinas no harán este ruido?

Y sacudió su gorda cabezota, como si no entendiera por qué no había reparado en ello desde un comienzo. Quería indicar, naturalmente, que la causa de aquel ruido debía de ser un descomunal fallo de construcción, y probablemente pensaba que, dentro de veinte años, los aviones ya no harían ese estrépito tan antinatural. En Hannover, mientras recogían el correo y se producía un cambio de pasajeros, bajamos al aeropuerto a estirar las piernas y fumar un cigarrillo, y él añadió:

—Cuando algo hace tanto ruido es porque está fallando.

Luego me explicó que, de entrada, ya era absurdo que un aparato como aquel, que podía ser cómodamente empujado por dos hombres, necesitara 240 caballos de fuerza para elevarse y avanzar por el aire, donde no había resistencia alguna. Siguió argumentando cosas similares, y poco antes de que subiéramos a bordo, concluyó su perorata afirmando que el principio era falso en su totalidad.

Se mantuvo totalmente sereno hasta la hora de comer, y sólo lanzó una carcajada sardónica una vez que descendimos bruscamente varios metros. Pero en Essen, durante los diez minutos que duró la escala, me contó a toda prisa algo que, poco antes, le había ocurrido a un conocido suyo cuando realizaba un vuelo con mal tiempo:

En cuanto los tres pasajeros llegaron al aeropuerto se les dijo que era dudoso que pudieran volar, ya que sobre el Taunus había mal tiempo. Llevaban ya una hora de retraso con respecto a la prevista inicialmente para la partida, cuando uno de ellos empezó a ponerse muy nervioso porque tenía prisa y en tren le sería absolutamente imposible llegar a tiempo a una importante entrevista. Los directivos de vuelo decidieron entonces que el piloto «lo intentase». La gente subió al avión con sentimientos un tanto encontrados.

Y has de pensar, dijo Müller, que en el aeródromo el cielo estaba totalmente despejado, como el de aquí. La tormenta se cernía solamente sobre el Taunus.

Pues resulta que al principio volaron con toda estabilidad, pero luego llegaron al Taunus. Del cielo azul no quedaba el menor rastro. Se vieron rodeados por una niebla extrañamente densa ¿comprendes? Algo así como trapos mojados, más o menos. Y el avión brincaba como una langosta. El hombre que lo pilotaba «hizo el intento» como se dice en la jerga de esos diletantes… ¡pero qué digo diletantes! ¡Si son legos! Después de todo, esta historia ocurrió hace muy pocos años. ¿Cómo se concibe que un ser humano vuele por el aire en un trozo de hojalata? ¡Ni falta que le hace! ¡Ha vivido miles de años sin hacerlo! El piloto intentó, pues, atravesar la capa tormentosa, es decir, elevó al aparató hasta los 1.800 metros más o menos, y una vez arriba comprobó asombrado que el tiempo era exactamente igual que abajo, bastante movido, cosa que yo hubiera podido decirle ya abajo.

—Pero si tú no viajabas con él —repliqué yo, fastidiado por el tono de sarcástica presunción con el que contaba la historia.

—Bueno, pues se lo hubiera podido decir el conocido mío que iba a bordo… de no haberse visto él mismo zarandeado de un lado a otro como una maleta mal colocada en la red para equipajes. Porque es lo que le ocurrió. El avión se inclinó de pronto hacia la derecha y bajó sin que nadie pudiera impedirlo. Unos diez metros.

Luego se estabilizó de nuevo, volvió a subir un poco y descendió exactamente como antes, otros diez metros. Al resbalar la primera vez, mi conocido había roto el cristal de la ventanilla con el codo derecho, de suerte que en el interior del aparato empezó a granizar. Granizo, agua y todo lo que había fuera comenzó a entrar dentro, y puedes creerme si te digo que la gente ya no daba más. En mayor o menor grado empezaron a prepararse lentamente a terminar sus días. Su vida entera desfiló ante ellos en cuestión de segundos, etc., etc., y aquello fue también lo más sensato que pudieron hacer. Pero el piloto puso fin a esa situación.

Cuando vio, a 1.800 metros de altura, que el tiempo allá arriba era exactamente igual al de abajo, decidió descender otra vez porque abajo se sentía más a gusto. Apagó el motor y el avión comenzó a caer sencillamente en picado, como un bastón. ¡Imagínate la escena! Después de haber pasado las de Caín allá arriba, de pronto quedas convertido en una simple maleta que ya ha visto desfilar vertiginosamente su vida ante su ojo interior, y el ruido del motor cesa de golpe y la butaca que tienes debajo se eleva hacia arriba y tu cabeza cae hacia delante y hacia abajo y sales disparado, oyendo el eventual aullido de terror de tu compañera de asiento pegado a tu nuca, y te precipitas irresistiblemente al vacío…

El hombre bajó de 1.800 a 30 metros. ¿Te das cuenta de lo que eso significa? A 30 metros estás tan cerca del suelo que puedes distinguir cualquier roca, y lo peor del caso es que la ves, pues el aparato está cabeza abajo y desde tu «sitio» ves directamente el suelo por la escotilla delantera. Y el suelo, a su vez, acude velozmente a tu encuentro; os tenéis que encontrar pronto ¿qué digo pronto?: ahora mismo, en seguida, en este preciso instante; y sólo entonces, un instante antes de aquel instante, el motor vuelve a funcionar, se siente una sacudida, y el aparato decide, todavía a tiempo, recuperar la posición horizontal.

Media hora más tarde se hallaban de nuevo en el punto de partida. La «intentona» de sobrevolar el Taunus podía considerarse fracasada.

«Sí», añadió Müller aferrándose a la empuñadura de níquel que había a la entrada de la cabina y echándole un vistazo al cielo, pues íbamos a seguir viaje, «estos aparatos se las traen».

En esta última etapa del vuelo Müller pareció notablemente aliviado después de contarme aquella historia. Por otra parte, él ya había volado varias veces, como he dicho antes. Llegamos sanos y salvos a Colonia. (A propósito: volar es una forma de viajar realmente cómoda y agradable… y en absoluto peligrosa.) Pero la parte desagradable de la historia empieza ahora. Intentaré ser breve.

Llegamos a mediodía y teníamos que cenar por la noche con la gente de la empresa en cuestión. A la mañana siguiente volaríamos de regreso.

Pasamos la tarde recorriendo la ciudad y Müller estuvo de excelente humor. No desperdició una palabra más sobre su comportamiento de esa mañana; no juzgaba necesario ningún tipo de excusas. Y claro está que también yo estaba dispuesto a olvidarlo. Pero en ese momento explotó la bomba, y donde yo menos lo esperaba.

A las nueve de la noche, cuando me estaba cambiando en el hotel para ir a cenar, llamaron a la puerta de mi habitación y entró Müller con su ropa de viaje y su maletín de viaje en la mano. Puso el maletín en una silla, junto a mis botines, lanzó una mirada como desaprobando el desorden en que había puesto la habitación, y dijo con voz seca:

—Y bien, mi querido Pucher, la cena ha quedado en nada.

Debí de mirarlo con cierta expresión de asombro, pues al punto añadió, en un tono puramente rutinario:

—Como ves, ni siquiera me he cambiado; vuelvo a Berlín en seguida. El tren sale a las 11 y 15. Si no tardas mucho en quitarte tu atuendo de gala y volver a empacarlo, podrás acompañarme. ¿Qué objeto tiene perder toda una noche en Colonia?

—Déjate de bromas, Müller —le dije.

—No estoy en absoluto para bromas; todo este asunto me resulta penosísimo. Admito que también sea penoso para ti, aunque no tanto como para mí. Después de todo, tú ni conoces a esa gente, pero a mí me conocen ellos. Quiero decirte algo. Este negocio sólo hubiera tenido sentido de haber podido trabajar los dos juntos en él ¿verdad que sí? Pues ya lo ves, eso es justamente lo imposible. No armonizamos. Como supondrás, me estoy refiriendo a lo de esta mañana. No creas que no te estuve observando. Sé perfectamente que era la primera vez que volabas. No, más vale que no digas nada.

—¿Qué significa «más vale que no digas nada»? ¿Qué significa todo esto? ¿Pretendes sugerir que reaccioné como un cobarde… tú, que…? Oye, no estoy dispuesto a escuchar semejante desatino. Pienso que fue muy generoso por mi parte el no hacer ningún comentario a
tu
comportamiento. Aunque esto tampoco tiene nada que ver con el negocio.

Nunca llegué a comprender cómo pudo Müller provocar tal situación, pero el hecho es que parecía realmente sorprendido.

—¿Cómo? —dijo—. ¿Cómo que esto no tiene nada que ver con el negocio? Te comportaste como un loco. Te elevas por los aires en un artefacto cualquiera que alguien te ha dicho que es seguro, y te instalas en él como un paraguas, sin mostrar el menor signo de vida. Como un idiota —discúlpame— que no se da cuenta de lo que hacen con él. Y que me corten la cabeza si no estás convencido de que eso se llama valor. Pues te diré una cosa: un hombre que en situaciones desconocidas no adopta la actitud natural —que en este caso ha de expresar preocupación—, no hace sino demostrar que carece de instinto natural. En pocas palabras: no pienso hacer ningún negocio contigo. La gente como tú es capaz de aceptar una letra de su vendedor de carbón. Careces sencillamente de ese elemental mínimo de desconfianza que posee cualquier animal y sin el cual estaría irremisiblemente perdido en un planeta como éste.

Dicho lo cual, se metió de lado en el ascensor.

Langostinos del Mar del Norte

Todo el mundo sabe que en noviembre y diciembre del año 18 volvieron a casa hordas enteras de hombres cuya moral se había resentido un poco y cuyas costumbres crispaban los nervios de aquellos por quienes habían combatido. Imposible reprochárselo. Mucho peor era, no obstante, el caso de otra especie de ex combatientes, notablemente más reducida, a los que la guerra acabó convirtiendo en personajes tremendamente refinados. Ningún discurso podrá sacar ya nunca de sus cuartos de baño revestidos de azulejos a gente que se vio obligada a pasar años de su vida en trincheras llenas de lodo.

A esta variedad de hombres pertenecía Kampert, encargado de ametralladoras del octavo batallón. Era un tipo estupendo. Tuvo que revolcarse en el lodo de Arras y en el de Ypern, e hizo todo lo que le pidieron. Nunca figuró en el boletín de guerra de Lille, pero compartía su tabaco con quien estuviera tendido a su lado, y cuando tenía miedo, era ese tipo de miedo tolerado que no es sino una prueba de sentido común. Müller, también del octavo, que ahora ejerce otra vez la ingeniería y es amigo mío, y que por entonces era alférez de Kampert, cuenta que éste no fue ascendido porque se encargaba de las sacas de correspondencia y «frecuentaba» demasiado a la gente. Excelente señal. Pero la guerra terminó y Kampert hizo borrón y cuenta nueva, consiguiendo olvidar Arras e Ypern en un plazo de tres semanas como había olvidado su nacimiento 29 años antes. Volvió a ser ingeniero de las Empresas eléctricas y, tras meter en una caja todo cuanto había traído del frente —ropa interior, navaja, reloj pulsera y hasta sus diarios y su uniforme de campaña gris lleno de piojos—, entregó la caja a su criada para que la hiciera desaparecer y juró defender a rajatabla el siguiente punto de vista: un hombre que se ha visto obligado a comer hierba sucia y acarrear durante semanas recipientes de contenido indescriptible por varios hospitales militares a cual más hediondo, tiene pleno derecho a dormir el resto de sus días bajo un edredón y a comer rodeado de muebles refinados y originales. Hace poco fui testigo del penoso incidente originado por la aplicación de este criterio.

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