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Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Relatos 1913-1927 (20 page)

El aspecto del pordiosero era simplemente atroz. Kückelmann, cuya sensibilidad frente a las imágenes de la miseria se había agudizado particularmente en esos días, se estremeció hasta la médula de los huesos. Ese hombre estaba marcado por la muerte. Su delgadez era absurda. Desde su más tierna infancia parecía no haber comido otra cosa que dos panecillos de agua por semana. Dominado por el heroico deseo de mirar cara a cara a la miseria en adelante, Kückelmann, desesperado, se sentó precisamente a la mesa de aquel hombre. Parapetado detrás de un periódico contempló sobrecogido a ese esqueleto ambulante que ingería su cerveza. Como en sueños le pidió un potaje de guisantes y hasta entabló una conversación con el pobre individuo, que pareció ir recuperando fuerzas con sorprendente rapidez. Y ¿cómo decirlo? La cosa acabó cuando Kückelmann llevó a su hotel al mendigo Josef Kleiderer.

Este le había dicho que estaba totalmente sano y sólo un poco desnutrido, y de pronto, Kückelmann tuvo una visión que surgió entre un camarero pringoso y una caja registradora plateada.

A partir de ese día se hizo servir las comidas en su habitación del hotel y las compartió con Josef Kleiderer, de suerte que éste, que siguió conservando toda su mugre encima, se recuperó por completo en el curso de tres semanas y adquirió incluso un aspecto floreciente. La gente que lo había conocido antes decía que estaba irreconocible: tan gordo que había que tomarse un trago a su salud. A cambio de todo eso, Kückelmann le pidió tan sólo que lo acompañara a una compañía de seguros de vida ya que él, Kückelmann, valoraba tanto su vida —la de Kleiderer— que quería ponerse a cubierto por lo que pudiera ocurrirle, cosa que Kleiderer entendió perfectamente. De modo que Kückelmann aseguró a Kleiderer por 100.000 marcos y pagó la prima inicial con la última cantidad importante de dinero que le quedaba. En el camino de regreso dijo a Kleiderer que tenía que comprar cigarrillos y desapareció en una tabaquería de la que no volvió a salir. Con un profundo y comprensible abatimiento, Kleiderer se encaminó al hotel, pero tanto allí como en la cervecería esperó en vano al desaparecido.

Y en la cervecería empezó a esperar con frecuencia a su benefactor perdido; y su decadencia, la del indigente, no se hizo esperar mucho tiempo. Su aspecto floreciente aún le duró unos días, pero luego empezó a enflaquecer, y antes de que transcurrieran tres semanas se le vio otra vez en la cervecería con su antiguo aspecto de esqueleto ambulante que ingería cerveza. Y, como la vez anterior, Kückelmann apareció un buen día detrás de unos periódicos.

Aún seguía interesándose mucho por Kleiderer, le dio de comer en seguida y hasta le pidió que lo acompañara a ver a su banquero, cosa que Kleiderer aceptó.

Cuando estuvieron donde el banquero, Kückelmann sacó los papeles del seguro de Kleiderer, a quien presentó como su cuñado, y pidió al banquero que le comprara esos papeles a él, Kückelmann. Como estaba atravesando una situación económica difícil, no podía seguir pagando las primas, le dijo, y añadió que a Josef Kleiderer no le quedaba ni una semana de vida (cualquiera podía darse cuenta con sólo echarle un vistazo, ya que estaba en los huesos), y entonces el seguro de vida de 100.000 marcos pasaría automáticamente al dueño de los papeles. El banquero observó atentamente a Josef Kleiderer y pagó 40.000 marcos por el documento.

Kückelmann, que puso cara de gran abatimiento, se guardó suspirando los billetes en una cartera de tafilete, remolcó cuidadosamente a su agonizante «cuñado» a través del portal, lo ayudó a subir a un coche de punto y lo invitó a comer con él al
Lauer
.

En los días siguientes comieron en el
Lauer
, el
Kempinski
y en el bar del Bristol.

Kückelmann se alegraba como un niño viendo que Kleiderer volvía a florecer, y le demostró concluyentemente que, entre otras cosas, escuchar música seria con el café y el puro importado ayudaba a engordar.

Al cabo de dos semanas cuidadosamente planificadas, Kleiderer, en el que Kückelmann podía invertir ahora más dinero que la primera vez, estaba totalmente restablecido, y un buen día Kückelmann se dirigió con él a casa del banquero.

El hombre se quedó de una pieza. Posteriormente Kückelmann solía asegurar en el círculo de sus clientes que ningún otro hubiera reconocido en el rechoncho y sonriente Josef Kleiderer al «esqueleto» de antes, pero aquel banquero lo reconoció con sólo verlo. Tenía la vista de lince de un hombre que ha pagado 40.000 marcos.

Kückelmann le explicó emocionado que su cuñado se había recuperado más de lo que esperaban, ya que al parecer eran una familia de una vitalidad extraordinaria. Y tal como estaban ahora las cosas, él no podía permitir, por supuesto, que alguien siguiera pagando primas de seguro durante treinta o cuarenta años, pues un hombre así podía llegar tranquilamente a los setenta, e incluso a los ochenta. De ahí que por lealtad a su Banco él estuviera dispuesto a comprar nuevamente, y por un precio razonable, esos papeles desvalorizados por tan feliz circunstancia. El precio que él se creía en condiciones de ofrecer era de 2.500 marcos. El banquero calculó mentalmente las costas judiciales que le supondría ceder a su necesidad de romperle la dentadura a Kückelmann y reprimió este deseo, ya que sólo cumplía años una vez al año. Aceptó los 2.500 marcos por los papeles del seguro y se limitó a revisar seriamente sus opiniones sobre su propia idoneidad para enfrentarse a la vida.

Kückelmann guardó la póliza del seguro en su cartera de tafilete, salió antes que Josef Kleiderer por la puerta vidriera, se echó ligeramente hacia atrás su borsalino y desapareció en un taxi como en una nube ante los ojos de Kleiderer.

Éste, cuyo segundo período de florecimiento tocó así a su fin, ya no volvió a buscarlo. Un sordo desasosiego se apoderó de aquel hombre simple, que no entendía en absoluto el sorprendente, aunque sin duda lucrativo, comportamiento de su periódico benefactor. No tardó en decaer, y cuando Kückelmann reapareció —como él había previsto—, lo invitó otra vez a comer, fue con él a ver a un banquero al que volvió a venderle los mismos papeles del seguro, se guardó el dinero en su cartera de tafilete y lo invitó a comer con él una vez más, Kleiderer sintió surgir en él una insensata rebeldía. Como tenía hambre, no podía rechazar la comida, pero a partir de entonces se limitó a comer lo indispensable. Comía con aire en cierto modo ausente, sí, y hasta con asco. Escuchaba los elogiosos comentarios de Kückelmann sobre la mejoría de su aspecto (pues la comida es la comida y engorda) mirándolo de reojo y de abajo arriba, y pasaba a toda prisa ante los espejos, volviendo la cara al otro lado. Y un buen día, cuando aún no estaba nada gordo, empezó a recorrer, con gran asombro de Kückelmann, las oficinas de varios periódicos en busca de trabajo. Eligió el oficio de repartidor de diarios. La retribución era modesta, pero el trabajo le daba la oportunidad de subir infinidad de escaleras. Mas antes de que ese continuo movimiento pudiera frenar su aumento de peso, Kückelmann le mostró astutamente los papeles del seguro en el transcurso de una cena por la que Kleiderer se había dejado tentar una vez más. Y con un par de ojos a los que afloró todo un profundo océano de cenagosos sentimientos de venganza, Josef Kleiderer vio cómo unas miradas decepcionadas volvían a calcular el volumen de su cuerpo y Kückelmann sacaba nuevamente su cartera de tafilete.

Por aquella época fundó Kückelmann la conocida fábrica de conservas Kückelmann. Tenía poco tiempo para ocuparse de Kleiderer, que, claro está, volvió a decaer totalmente. Sus negocios marchaban viento en popa. Sin embargo, aunque esta vez sólo al cabo de unos meses y porque tenía por principio llevar a término cualquier negocio iniciado, buscó nuevamente a Kleiderer, sumido otra vez en el lodazal de la miseria. Pero se llevó una sorpresa. Aquel hombre al que había sacado una y otra vez del arroyo, al que había vestido y alimentado —o mejor dicho cebado—, aquel hombre que le debía los pocos períodos de florecimiento de su indolente y miserable vida, tuvo la desfachatez de rechazar una amable invitación a comer —hecha por puro sentimentalismo— con una respuesta que no es posible consignar aquí.

Cuatro hombres y una partida de póquer
o
Demasiada suerte no es suerte

Estaban arrellanados en sillones de mimbre, en La Habana, e ignoraban la existencia del mundo. Cuando el calor les resultaba excesivo, bebían agua helada; de noche bailaban boston en el hotel
Atlantic
. Los cuatro tenían dinero.

Los periódicos decían que eran unos fuera de serie. Y cuando ellos leían eso tres veces, tiraban el periódico al mar o bien lo sostenían firmemente con ambas manos y lo agujereaban con la punta del zapato. Tres de ellos habían batido récords de natación ante diez mil personas; el cuarto las había congregado allí. Tras haber batido a sus rivales y leído los periódicos, se embarcaron. Volvían a Nueva York con los bolsillos rebosantes de dinero.

En realidad, esta historia sólo podría contarse debidamente con acompañamiento de jazz. Es poética de la A a la Z. Empieza con humo de cigarrillos y carcajadas y termina con una muerte.

Pues entre ellos había uno al que, según constaba, la fortuna le había sonreído siempre. Era lo que se dice un hombre de suerte. Se llamaba Johnny Baker. Johnny el suertudo. Era uno de los mejores nadadores (en trayecto corto) de ambos hemisferios. Pero su ridícula buena suerte arrojaba una sombra sobre cada uno de sus triunfos. Pues cuando un hombre encuentra, por así decirlo, un billete de un dólar en cada servilleta de papel, la gente empieza a desconfiar de su talento para los negocios, aunque sea un Rockefeller. Y los demás desconfiaban.

Había triunfado en La Habana como los otros dos, ganando por un cuerpo la carrera de 200 yardas. Pero, una vez más, había sido imposible ocultar el hecho de que su principal rival no había podido aguantar el clima y se había sentido indispuesto. El propio Johnny dijo, claro está, que nunca le perdonarían algo así y dirían muchos disparates acerca de su «suerte», cuando lo único que él había hecho era nadar bien. Y cuando dijo esto, los otros dos sonrieron.

Así estaban las cosas cuando empezó esta historia, y empezó con una partidita de póquer. La travesía en barco era aburrida.

El cielo era azul, y el mar también era azul. Las bebidas eran buenas, pero eran siempre igualmente buenas. Los puros podían fumarse igual de bien que cualquier otro puro. En pocas palabras: el cielo, el mar, las bebidas y los puros no eran buenos.

Esperaban divertirse mucho más con una partidita de póquer. Empezaron poco antes de las Bermudas. Se instalaron cómodamente y cada uno utilizó dos sillas. Como auténticos
gentlemen
se pusieron de acuerdo sobre la disposición de sus sillas. Los pies de uno vinieron a quedar junto a la oreja del otro. Y así, poco antes de llegar a las Bermudas, iniciaron lo que sería su ruina.

Como Johnny se había ofendido por ciertas insinuaciones, empezaron a jugar los otros tres. Uno ganaba, otro perdía, otro se mantenía. Jugaban con fichas de hojalata cuyo valor habían fijado en cinco céntimos. Uno de ellos se aburrió al cabo de un rato y abandonó el juego. Johnny lo sustituyó. Y al instante la cosa dejó de ser aburrida, porque Johnny empezó a ganar. Si había algo que Johnny no sabía era jugar al póquer, pero lo que sí sabía era ganar jugando al póquer.

Cuando Johnny hacía faroles era tan ridículo hacerlos que ningún jugador de póquer del mundo se hubiera atrevido a imitarlo. Y cuando alguien que conocía a Johnny hubiera imaginado un farol en sus manos, Johnny, sin sospechar nada, ponía una escalera real sobre la mesa.

Transcurridas dos horas, Johnny seguía jugando con un desapego absoluto. Los otros dos, en cambio, se habían animado. Cuando el cuarto hombre volvió al cabo de esas dos horas de la cocina —donde había estado viendo pelar patatas—, observó que estaban repartiendo nuevamente las fichas de hojalata y que ahora valían un dólar. Este pequeño aumento era la única posibilidad que tenían los compañeros de Johnny de recuperar parte de su dinero. La cosa era muy simple: tenían que quitarle a carretadas el dinero que él les había sacado céntimo a céntimo. Ni un padre de familia hubiera podido jugar con mayor cautela que ellos. Pero el que recogió dólares a carretadas fue Johnny.

Al principio jugaron seis horas durante las cuales hubieran podido retirarse del juego en cualquier momento sin dejarle a Johnny más beneficios que el producto de sus triunfos en La Habana. Pero después de esas seis horas de esfuerzos y tensiones les fue imposible hacerlo.

Llegó la hora de cenar. Cenaron a toda prisa. En vez de tenedores sentían póquers entre los dedos, y al comer bistecs pensaban en escaleras reales. El cuarto compañero comió con mucha más lentitud. Les dijo que tenía realmente ganas de participar en el asunto, que ahora había al menos algo de emoción en aquel general aburrimiento.

Después de la cena reiniciaron la partida, esta vez los cuatro. Jugaron ocho horas. Ya habían dejado atrás las Bermudas cuando, hacia las tres de la mañana, Johnny contó su dinero.

Durmieron cinco horas bastante mal y volvieron a empezar. Era gente que, en cualquier caso, tenía ya años de ruina por delante. Aún les quedaba un día de viaje; la llegada a Nueva York estaba prevista para las doce de la noche. En el curso de aquel día tendrían que procurar no quedar arruinados de por vida. Pues entre ellos había uno que, aunque jugara mal al póquer, los estaba succionando hasta la médula.

Por la mañana, cuando la presencia de algunos barcos les indicó la proximidad de la costa, empezaron a jugarse sus casas. Johnny lo ganó todo, además de un piano. Luego se concedieron dos horas de descanso al mediodía y, acto seguido, iniciaron una encarnizada batalla por los trajes que aún llevaban puestos. A las cinco de la tarde se vieron obligados a seguir. El hombre que se había incorporado al juego después de las Bermudas y había cenado con toda tranquilidad mientras los otros ya no reconocían ni sus tenedores, propuso entonces a Johnny que se jugaran a su novia, es decir que si Johnny ganaba, tendría derecho a asistir con una tal Jenny Smith al baile de las viudas del orfeón de Hoboken, pero si perdía, tendría que devolverles a los tres todo lo que les había ganado. Y Johnny aceptó.

Primero se informó.

—¿Y tú no vendrás al baile?

—Ni hablar.

—¿Y no lo tomarás a mal?

—No lo tomaré a mal.

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