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Authors: Mike Shepherd

Rebelde (5 page)

Cuando terminó de hablar, Kris echó un vistazo a la cabaña. El soplón seguía sobrevolándola. Sus sensores indicaban que todo estaba en calma.

—Sargento, ¿aparezco en los sensores del alférez Lien?

—Sí, señora.

—Dígale que me siga de cerca. Me dirijo al estanque, a cinco kilómetros al norte del objetivo.

La pausa fue breve.

—El alférez Lien confirma que el VAL 2 se ajustará a sus maniobras.

Tendrían que pilotar muy bien para ello. Después de todo, la noche era oscura y tormentosa. Kris quería que los VAL aterrizasen en un estanque poco profundo y cercano a la cabaña. Desde su posición, a veinte mil metros, solo llegó a atisbar dos o tres desagradables células de tormenta entre ella y su objetivo.

—Nelly, conéctate al satélite meteorológico local. —Resultaba curioso, pero mientras que el enlace entre el VAL y la Tifón funcionaba con muchas dificultades, Kris pudo conectarse a la red civil sin problemas.

El parte meteorológico permitió a Kris elaborar un plan para esquivar la mayoría de aquellas peligrosas células de tormenta con curvas descendentes. De todos modos, los últimos quince mil metros fueron peliagudos. La lluvia se precipitaba sobre el cristal del visor, dificultando la visión; su casco de carreras hubiese estado perfectamente despejado. Todas sus quejas sobre el equipamiento estándar y su calidad, acorde al bajo precio que por él se había pagado, se vieron justificadas en cuanto escudriñó la oscuridad, intentando localizar sus objetivos antes de que estos la llenasen de agujeros.
Padre, tenemos que hablar.
Tras ella, los marines eran todo quejas, gruñidos y, en general, ganas de bajarse de aquel cacharro.

Cuando atravesó la pendiente, el altímetro de Kris indicó que entre ella y el nivel del mar había mil metros de distancia. Y lo que era aún más importante: la tundra se encontraba a unos seiscientos cincuenta metros de altura, así que Kris solo tenía que echar cuentas. En cualquier caso, los mapas topográficos de la zona recogían que estaba cuajada de colinas, árboles y otros divertidos elementos que harían que Kris desease llevar a cabo un par de pasadas con el radar: sin embargo, teniendo en cuenta lo bien equipados que estaban los malos, lo más seguro es que contasen con un detector de radar o incluso con unos cuantos misiles rastreadores. No, utilizar el radar por encima del horizonte supondría firmar su sentencia de muerte. Una muerte que llevaría el nombre de una niña pequeña.

Kris hizo girar la nave en círculos, cada vez a menor altura, manteniendo el VAL a la velocidad justa para mantenerse en vuelo. El cabo Li informó de que el VAL 2 había dejado atrás la última borrasca y se encontraba tras ellos, a tres o cuatro kilómetros de distancia. Kris sonrió. Si su escuadrón aterrizaba en una colina, el sargento no los conduciría a una muerte segura. La mitad de ellos llegaría a su destino para ocuparse de los secuestradores.

En el momento previsto, el sistema de luces bajas de Kris detectó el indicador que había escogido para dar comienzo al aterrizaje. Su VAL tocó agua, siseando al templarse el calor residual, salpicando mientras perdía velocidad. Soltó la palanca mientras la nave frenaba. Un momento después, se detuvo en una playa estrecha y arenosa.

—Cabo, encienda una luz para que nos vea el sargento —dijo Kris. Mientras la cabina se abría sobre ella, pulsó el botón para liberarse de las correas de seguridad. Sacó las piernas por uno de los lados del VAL y saltó a tierra. ¡Qué emocionada estaba! Ninguna carrera le había proporcionado aquella excitación. Levantó el visor de su casco y respiró hondo, embriagada por los perfumes del agua, la noche y las criaturas. Le maravilló sentirse viva y respirando. Inspeccionó a su escuadrón mientras tomaban tierra, comprobó sus armas y revisó sus sistemas.

—Muy bien, tropa, ya hemos llegado. Conozco a una niña a la que le vendría bien un abrazo y a unos cabrones que necesitan una buena paliza. Vamos allá. —Los cinco marines respondieron asintiendo con la cabeza, adustos y determinados.

Ya voy, Eddy. Ya voy.

3

El VAL del sargento aterrizó hasta detenerse en la misma playa que el de Kris, a diez metros de distancia. Mientras el sargento y su escuadrón se preparaban, Kris se dirigió hacia ellos, pasando por encima de tablones de madera y una especie de pez a medio comer, y ordenó a Nelly transmitir la ruta de aproximación alternativa al sargento.

Mucho antes de recibir el mensaje procedente de la Tifón que le ordenaba dejar todo cuanto estuviese haciendo y dirigirse a Sequim, Kris había estado informándose acerca del secuestro; aquel mes estaba siendo la noticia más importante en los mundos periféricos. Las apuestas en la sala de oficiales eran de dos a uno a que Sequim imploraría ayuda a la Marina en cuanto el segundo intento de rescate fracasase. Kris atribuyó aquellas apuestas a la esperanza, más que a las expectativas. Pero entonces el tercer intento local por asaltar la cabaña terminó con dos de sus mejores rastreadores siendo arrojados desde un acantilado de cien metros de altura a las turbulentas aguas que rugían debajo. La policía local solo había conseguido aproximarse a quince kilómetros de la cabaña. Kris imaginó que llamarían a la Marina, pero nunca esperó que fuese la Tifón quien tuviera que acudir o ella quien dirigiese el pelotón. Pero como solía gruñir el viejo comandante en la EAO: «Nosotros no tenemos que preguntarnos por qué, tenemos que actuar y después rellenar el papeleo».

Así que Kris se había pasado todas las mañanas de los últimos cuatro días o preparando a su pelotón o planeando el asalto.

El sargento y el capitán Thorpe querían un desembarco y un asalto rápidos, de modo que eso mismo fue lo que Kris preparó. De todos modos, una de las reglas de oro de padre era que siempre se ha de tener un plan de emergencia.

Pese al poco tiempo que le quedaba, llamó a Tommy para que le ayudase a elaborar un plan alternativo.

—Esa tundra parece de lo más inhóspita —dijo Tommy, estudiando los datos que el soplón le proporcionaba sobre el patio en el que debían desembarcar.

—Es verano; la tundra se pone hecha unos zorros en esta época del año. El ordenador dice que entra dentro de lo habitual. ¿No confías en los estándares de tu ordenador? —preguntó Kris mientras lanzaba un codazo amistoso a las costillas de Tommy.

—No —respondió este sin levantar la mirada—. Además, si el ordenador hubiese sido programado por alguien en quien no confío, ¿por qué iba a hacerlo?

—Así que crees en Dios, pero no en los ordenadores.

—¿No era eso lo que me decía la abuela Chin que hiciese? —contestó casi sin pestañear.

—Localízame una puerta trasera a ese sitio —le pidió Kris.

—Podría dejar el VAL en este estanque y tú podrías ir caminando desde aquí —observó Tommy.

Kris había estado estudiando el estanque y el terreno que se extendía entre aquel y la cabaña donde se encontraban los secuestradores.

—Estos bosques interfieren tanto con la electrónica como los lugares donde acabaron muertos los civiles. —Kris había memorizado las firmas electrónicas de los tres equipos de rescate civil abatidos. Los cuerpos seguían allí, nadie se arriesgaría a ir a recuperarlos—. Pero fíjate en una cosa, ¿no te parece que este pantanal está muy tranquilo? —Kris apretó los labios mientras inspeccionaba el barro y el fango.

Al contrario que otros urbanitas, Kris no se hacía ilusiones sobre lo agradable que era la madre naturaleza en estado salvaje. Había dividido su último verano en la universidad organizando la campaña electoral de su hermano Honovi y recorriendo las hostiles montañas Azules de Bastión. «No es un lugar para vagos, eso desde luego», solía decir.

—Pero a los marines y a ciertas alféreces novatas les gusta jugar en el barro. —Tommy sonrió de nuevo y se llevó otro codazo en las costillas, pero este fue un poco más fuerte. Al cabo de un rato, dio con una ruta desde el lugar de aterrizaje. Kris tardó media hora más en transferir el plan B completo a la memoria de Nelly.

Después atravesó aquel húmedo lugar hasta llegar al sargento. Él asintió.

—Va a ser duro, pero uno no se alista en los marines para que se lo den todo hecho.

Kris se dirigió al técnico.

—Hanson, echa un vistazo a la ruta que he enviado a tu pantalla de datos. —Eran las diez de la noche en el reloj de veinticinco horas y media de Sequim y el día gris y lluvioso se tornaba oscuro incluso en aquella latitud norte, cuando los dos escuadrones de Kris se pusieron en marcha cubiertos de fango hasta la cintura. Iba a ser un viaje lento. Los trajes de combate aislaban el cuerpo del agua helada mientras los sistemas de camuflaje se esforzaban por que los colores se ajustasen a aquel entorno en permanente cambio. El traje de uno de los marines se estropeó y adquirió la tonalidad amarilla de la arena, de la cabeza a los pies, independientemente de lo que le rodease. Los trajes eran impermeables, pero la armadura no aislaba bien contra el frío de una ventisca tan gélida como el corazón del sargento. Y aunque el agua les llegase a la cintura o por debajo de las rodillas, cada paso enterraba sus botas en el barro hasta la altura del tobillo. Para empeorar las cosas, los mosquitos (o su equivalente local) aparecieron enseguida. Kris bajó el visor de su casco y sus soldados la imitaron. Su respiración se volvió lenta al tener que inhalar a través de aquellos filtros, diseñados para cosas mucho más pequeñas que un mosquito.

Cuando se aproximaban las once de la noche, el pequeño grupo de Kris volvió a pisar tierra firme. La alférez anunció un descanso mientras ella, el sargento y el técnico examinaban la arboleda que se extendía ante ellos. Los árboles alcanzaban los treinta metros de altura y sus verdes copas se alzaban sobre troncos desnudos y escamosos, como los árboles terrestres de hoja perenne que tan rápido se habían extendido por las montañas Azules, en la región templada de Bastión. Pero al contrario que los ejemplares de la Tierra, sus hojas en forma de aguja terminaban en púas. El informe de Kris no decía nada acerca de si sus tropas eran alérgicas al contenido de aquellos aguijones, pero no quería tener que comprobarlo.

—Cúbranse bien —ordenó.

Mientras los demás descansaban, Hanson exploró el bosque en busca de cualquier signo de vida humana, trampas o cualquier cosa que pudiese afectarles. El soplón volaba bajo, sin dejar de proporcionar información.

—Hay un par de cosas grandes aquí y allá —dijo Hanson, colocando los informes de sus sensores sobre los mapas de Kris—. No creo que sea nada a lo que no podamos hacer frente, pero haría que la noche fuese más movidita de lo que se nos prometió y no nos conviene armar jaleo por culpa de algún animal con ganas de marcha.

Kris señaló sus ubicaciones en los mapas de su equipo con un «no pasar» y preguntó por qué más tenían que preocuparse.

El técnico respondió encogiendo los hombros.

—También hay un montón de cosas entre medianas y grandes. Para los habitantes peludos de este bosque, es la época de recoger comida.

Kris dio por acabada la conversación con un «gracias».
Ya voy, Eddy.

El descanso parecía haber restaurado el vigor de sus tropas. Las piernas de Kris pasaron de provocarle una intensa agonía a solo dolor.
Tengo que pasar más tiempo en el gimnasio si quiero estar a la altura de los marines.

A su alrededor, la noche iba colmándose de una espesa oscuridad. Kris se ajustaba al horario a la perfección. Ella y sus tropas avanzaron en silencio entre las sombras del escaso follaje. Los técnicos se mantuvieron alerta ante la presencia de cualquier humano, pero fue la naturaleza lo que les hizo pasar un mal rato. La lluvia, además de dificultar la visión, hacía que el terreno fuese resbaladizo. En dos ocasiones cayó un marine. Uno de ellos, una mujer, se avergonzó de su caída; el otro tuvo que activar la banda de presión del tobillo de su traje. Continuó el camino cojeando, aguantando el dolor con los dientes apretados.

Media hora después, Kris hizo una señal para que sus soldados descansasen cien metros antes del fin de la arboleda. Mientras el pelotón recuperaba fuerzas, el sargento y ella avanzaron poco a poco y con precaución para echar un vistazo a las puertas que iban a tener que echar abajo.

La cabaña consistía en una estructura de madera de dos plantas; las pocas ventanas reflejaban con claridad hasta qué punto eran fríos los meses de invierno en aquel lugar. Un porche inclinado cubría las secciones delantera y trasera. Los infrarrojos mostraban a media docena de fuentes de calor del tamaño de un hombre distribuidas en ambas secciones. No obstante, a través de los prismáticos de visión nocturna solo alcanzaron a ver a dos de los seis supuestos guardias.

Kris hizo que el soplón volase todo lo bajo que podía sin ser descubierto, a quinientos metros por encima de la cabaña. Si se acercaba demasiado aparecería en el radar, pese a ser un objetivo sigiloso. Con dos hombres armados fuera, Kris quería echar un buen vistazo al interior del edificio para identificar a los objetivos. Dentro de la cabaña, cuatro fuentes de calor mostraban temperaturas variables. Kris levantó el visor de su casco y susurró:

—Seis objetivos. —El sargento asintió.

Kris estudió a los seis blancos durante quince minutos, mientras estos dormían. Solo uno de ellos, el tipo que se encontraba bajo el porche trasero, llegó a moverse, y su trayecto concluyó en el retrete. En el interior, otros tres hombres parecían estar profundamente dormidos en sus camas. Un cuarto hombre, en el rellano del piso superior, el verdugo que habría de actuar si alguien intentaba rescatar a la chica, no se movió de su silla.

—Qué poco profesional —observó Kris. Las negociaciones se habían extendido durante una semana, obstruidas por la demanda de los secuestradores de una nave que los condujese allá donde quisiesen. Ningún capitán estaría dispuesto a mezclarse con aquellos payasos.

—Si hubiésemos llevado a cabo mi plan, mi escuadrón se hubiese ocupado de esos capullos antes de que se diesen cuenta de que estábamos aquí —protestó el sargento.

Kris mostró su escaso interés en lo que hubiera podido suceder encogiéndose de hombros y llamó a Hanson para que examinase los trescientos metros de terreno despejado que rodeaban a la cabaña. A quinientos metros de distancia, la altura mínima para el soplón, no se observaba nada interesante sobre aquella sección de terreno. Pero gracias a aquella inspección a baja altura, Hanson identificó rápidamente el zumbido de varias baterías de escasa potencia.

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