Read Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción Online
Authors: Javier Negrete César Mallorquí
Tags: #Colección NOVA 83
—¿Cómo estás, Roben? —dijeron sus palabras. Había un cierto desajuste entre la imagen y el sonido que rompió el encantamiento, era muy escaso, de apenas medio segundo, pero suficiente para devolverme a la realidad y comprobar que estábamos sometidos al poder de la tecnología.
—
Bien.
—Intenté que mis palabras sonaran lo más reales posibles. No quería hacerla sufrir más de lo que parecía. Silencio. Tuve que preguntarle, no podía soportar verla así—. ¿Qué ocurre?
—Nada... nada... todo va bien, —Aunque parecía decir la verdad, sabía que mentía— Comencé a asustarme.
—¿Tu padre está bien, verdad? —Me incliné en mi asiento. Sus ojos estaban tristes de verdad. —Sí, sí... está bien. Pero...
—¿Pero qué? —«Vamos, Sylvia, tienes que decírmelo. Vamos.»
—Tenemos... una crisis aquí, en la Luna, Robert. —Pareció vomitarlo, como si le hubiese costado decirlo terriblemente, como si se le hubieran rasgado las entrañas. Su dolor se convirtió en mi dolor.
—¿Qué tipo de crisis? Las noticias no han dicho nada. —Intentaba extraerle información, pero me estaba, costando horrores.
—Una crisis médica. —Ahora sus palabras parecían surgir entre sus labios con mayor fluidez—. Creemos tener un caso de viruela.
—¿Qué? ¿Viruela? —Una luz de alerta apareció en mi cerebro acrecentándose a cada segundo. ¡Viruela!—. ¡Espera un momento! —Pulsé en el intercomunicador el número de la sección donde trabajaba Jon.
—Departamento de Virología —dijo una voz de muchacha.
—Soy el doctor Robert Hammond, avisen al doctor Jon Uzarri, que venga inmediatamente a mi despacho, por favor, es muy urgente. —Acentué estas palabras para indicar la prioridad del aviso.
—¿Qué sucede, Robert? —En el rostro de Sylvia había aparecido ahora un atisbo de curiosidad incipiente.
—Nosotros también tenemos un caso de viruela, Sylvia, una tal Suzanne Mannotti.
—Pero, la viruela... ¡Estaba erradicada!
—Lo sé, pero... ¡Ah, Jon ya está aquí!
Jon Uzarri entró en el despacho con su rostro eclipsado por la derrota. Su bata se abría a cada paso que daba.
—¿Qué sucede, Bob, por qué me has llamado? Estábamos determinando...
—Hay otro caso.
El vasco me miró y al observar mi rostro, sus ojos se abrieron y emitieron un destello de brillo inteligente.
—¿Dónde? —preguntó.
Señalé la comunicación videofónica vía satélite.
—En la Luna —dije—. Sylvia está allí.
—¡¡¡¿¿¿Qué???!!! —Su cara se había convertido en la de un cazador que ha localizado la pieza más preciada de su vida.
—Hola, Jon. Tenemos un caso. Está en coma. El virólogo de la colonia, Frederik Masters, ha determinado que se trata de una infección por el virus de la viruela.
—¿Cómo se llama ese individuo? —preguntó Uzarri, cogiendo un papel y un bolígrafo.
—Se llama Lammor Benson. En su delirio mató a tres personas, antes de caer en coma, parece ser que era un Degollador en la Tierra.
—¿Un Degollador? —exclamó Jon mirándome.
—Sí, un individuo que asesina Implantados para vender sus órganos al mejor postor —le expliqué en breves palabras.
—Repugnante.
—Pero, Sylvia, has dicho en la Tierra. Eso... —Mi rostro palideció y ella se dio cuenta—. La viruela... —Me volví hacia Jon— es muy contagiosa, ¿verdad?
—Una de las enfermedades infectocontagiosas más rápidas y fáciles de contraer. Basta pasar al lado de un varioloso para contraer la enfermedad, si se es receptivo, claro. Por cierto, ¿ha presentado los síntomas típicos?
—Sí, fiebre muy alta, delirio, hipotensión, convulsiones y le ha comenzado a aparecer un eritema congestivo maculoso.
—Luego se transformará en papuloso —recitó Jon—, para convertirse después en vesículas que se transfiguran en pústulas hasta constituir el exantema variólico específico. —Se sumió en un silencio reflexivo que duró un par de segundos y volvió a mirar a la pantalla—. Deberíais vacunaros, aunque parece ser que no tiene ningún efecto frente a esta cepa vírica. Usad trajes de contención para tocarlo e intentad eliminar los síntomas.
—No tenemos vacunas. —La voz de Sylvia sonó apagada. Yo aún estaba pálido. Ahora entendía por qué ella estaba así.
—Ese hombre... —dije finalmente— iba con vosotros en la espacionave, ¿verdad? —Ella no dijo nada—. ¿Verdad, Sylvia?
Finalmente asintió.
—Había familias enteras en la nave, niños, mineros, yo misma. ¡Podemos estar todos infectados!
Jon me miró pero no dijo nada. Comprendía. La colonia lunar Génesis estaba en peligro. Pero nosotros también lo estábamos. Era hora de tomar una decisión. Miré a Sylvia. Sus lágrimas en las mejillas fueron como puñales en mi corazón atormentado. Había que ponerse a trabajar.
Lammor Benson murió en la madrugada que corría atormentada desde el día 16 al 17 de abril. El coma profundo en el que se encontraba sumido cedió por un acantilado hasta la parada cardiorrespiratoria. Esta vez nadie pudo recuperar el latido de su corazón. Sobre su piel, durante las últimas veinticuatro horas, las pústulas infectadas con los virus de la viruela habían llenado parte de su cuerpo, deformándolo, convirtiéndolo en un amasijo informe de músculos y sangre. El jefe de la policía y sus hombres abandonaron la vigilancia de aquel moribundo que, desde hacía un par de días, sólo había respirado como rebeldía frente a la Dama Negra. El virus le había ganado la partida. Jaque mate. También lo hizo con el doctor Fergrer.
La noticia de que Lammor estaba enfermo había resquebrajado los nervios de Fergrer, y estuvo a punto de desmayarse cuando asistió a la recuperación de su vida en los agónicos momentos que vivió en la sala 4. Pero nadie estaba atento a lo que sucedía alrededor. Él lo había comprobado otras veces. Ante una parada respiratoria, el único mundo que existe es aquel hombre o mujer cuya alma se desliza entre tus manos como el agua fresca de un manantial que quieres beber. Sin embargo, Sylvia Mitchell le había lanzado una mirada extraña de curiosidad. Y eso era ya suficiente para él. Eso, y el hecho de que al día siguiente los análisis sanguíneos y el Western Blot en gel, determinaran que los síntomas de Lammor eran los producidos por una infección vírica del virus de la viruela. Fergrer supo que estaba muerto. Él había realizado la operación de hígado en el hospital al hermano del alcalde de Génesis. Si Lammor estaba infectado, probablemente el hígado también lo estuviera. Y como consecuencia, el vicepresidente de las empresas Runaway-Inc habría adquirido el virus en la operación. Fergrer, sentado en su despacho, movió la cabeza negativamente de un lado a otro. Sus manos, nervudas y alargadas, aferraron sus sienes con fuerza. Él sería el responsable de la muerte de Dave Lancoast, el hermano del alcalde. Y él mismo podía estar infectado y de hecho lo más seguro era que lo estuviera. ¡Dios santo, cómo podía haber caído en aquella maldita trampa sin escapatoria! Si no moría a causa de la enfermedad, el alcalde lo enviaría a la Tierra, haciendo que le retiraran el permiso médico, hundiendo su alma y su vida. Prefería hacerlo, ya que no había otra posibilidad, por sí solo. Cogió una pluma, nervioso. Se esforzó en que sus dedos no temblaran incontrolablemente, espasmódicamente, como sumidos en un Parkinson avanzado. Los rasgos del plumín sobre la hoja de papel fueron toscos e imperfectos, pero suficientes.
Doctor Mitchell, siento todo lo que ha sucedido. Me engañaron. Me dejé arrastrar por la avaricia. Alguien me dio trescientos mil lunaits por operar al hermano del alcalde Lancoast. Está ingresado en el hospital. En su ficha figura como «Intervención e Implantación de Hígado Bioorgánico». Es falso.
Un Degollador, el hombre que ha muerto a causa de la viruela trajo un hígado verdadero desde la Tierra, posiblemente el del iniciador de esta posible epidemia. Si el hígado estaba infectado, yo lo estoy, y también el hermano del alcalde.
Lo siento, espero que, con mi muerte, aunque mi redención no exista, queden liberados algunos de mis males— Muero como un cobarde, ni más ni menos, lo que soy.
Firmó «El doctor John Fergrer», violentamente, y lanzó el plumín contra la pared, donde esparció su tinta negra, rompiéndose en dos pedazos. La tinta resbaló lentamente hacia el suelo como una mancha de sangre fresca.
Abrió uno de los cajones y extrajo el arma. Siempre la había guardado. La trajo desde la Tierra. Era una bonita Derringer del calibre 22, de doble cañón y empuñadura de nácar. Era de su mujer. Un arma antigua, de las que ya no se hacían, sustituidas por la alta tecnología de rayos infrarrojos, láser, miras telescópicas y proyectiles de grueso calibre. Recordó lo que le costó encontrarla en el mercado negro cuando se la regaló a Elisabeth para su cumpleaños, como protección durante las reyertas que supuso el crack del 2029. Cuando su mujer falleció, seis años atrás, a consecuencia de un accidente de tráfico, la guardó— Le recordaba a ella. Ahora la acarició con suavidad, mientras las lágrimas se formaban en sus ojos, resbalando por sus mejillas. Comprobó que estuviera cargada. Lo estaba. Acercó el frío metal a su sien derecha. Sintió los dos cañones sobre su piel, mirándole como los ojos de una venenosa cobra. Tuvo un momento de vacilación cuando la enfermera abrió la puerta y dejó caer el informe mientras daba un grito. Pero fue sólo eso, un momento de vacilación, medio segundo después apretó los dos gatillos con una sonrisa de satisfacción en sus labios.
Cuando la comunicación con la Luna se volvió a establecer, Jon y yo volvíamos a estar al lado del videófono, esta vez junto a la doctora Patricia Carlington, una mujer de edad media, delgada y de rasgos aristocráticos, que teñía sus cabellos de un color anaranjado pálido, de una forma que, realmente, la favorecía, y unas gafas que colgaban de su cuello mediante una cadenita de oro que descansaba sobre su pulcra bata blanca. Era la directora del hospital New Mount Sinaí.
Al otro lado de la comunicación, en el satélite terrestre, se encontraba Sylvia, su padre y el jefe de la policía Frank McDevítt.
—Suzanne Mannotti ha reconocido el nombre de Lammor —continuó Jon. Llevábamos varios minutos hablando y, tras realizar las presentaciones, habíamos pasado a comentar las últimas informaciones respecto al caso—. Debemos suponer que se contagiaron entre ellos, pero no sabemos nada acerca de dónde pudieron contraer el virus.
—Nosotros tenemos una idea —dijo McDevitt, un hombre sereno y de rasgos duros y fuertes—. El doctor Fergrer, un eminente cirujano, se ha suicidado esta mañana. Él era uno de los eslabones en una entrega de órganos. Lammor era un Degollador, y trajo hasta la Luna el hígado de, suponemos, un Implantado al que asesinaron. El Implantado debía estar infectado y fue el inicio de todo esto. Suzanne debía ser la amante, ayudante o colaboradora de Lammor, por eso ella también enfermó.
—Las piezas encajan —dije.
—Sí —indicó la directora del hospital—, pero ahora tenemos siete casos ingresados en el Mount Sinaí con los mismos síntomas de Suzanne que, por cierto, está empeorando.
—En nuestro hospital hemos ingresado hoy diez enfermos —dijo gravemente el doctor Mitchell—. Varios eran pasajeros de la
Moonlight
que tuvieron contacto con Lammor. Otras dos son enfermeras que intervinieron en la operación junto al doctor Fergrer, también infectado según la autopsia, y el hermano del alcalde de Génesis, cuyo hígado era un reservorio impresionante de virus. Falleció hace un par de horas. Creemos que los enfermos aumentarán exponencialmente. Han estado expuestos sin protección al virus, uno de los más contagiosos que existen.
—Lo sabemos, doctor Mitchell —indicó Jon—. Sabemos por pruebas que hemos realizado en ratones, disminuyendo el período de incubación, que la vacuna no es efectiva contra el virus como debiera serlo, así que lo único que podemos hacer es intentar aislar a los enfermos y evitar que entren en contacto con más personas.
—Pero... ¡Morirán todos! —musitó Sylvia.
—Necesitamos mucho tiempo para encontrar una nueva vacuna. El sistema Jenner de inoculación de pústulas tampoco es efectivo. Ese virus parece blindado —indicó la doctora Carnngton. En sus palabras se entreveía la desesperación.
—¿Están seguros de que no hay nada más que podamos hacer? —preguntó el jefe de la policía.
—Esperar, señor McDevitt —dijo resignadamente Jon—. Debemos esperar. Hemos puesto sobre aviso a las autoridades de la OMS. Van a organizar sistemáticamente vacunaciones por precaución. Si en unos días los enfermos aumentan y no obtenemos mejorías de los ya afectados, deberemos actuar aislando zonas de Nueva York. Y ustedes sería mejor que hicieran lo mismo. Sería conveniente que preparen alguna Cúpula para aceptar a los enfermos, y aislarlos de las personas sanas, si la epidemia se extiende.
—Necesitamos un milagro — dijo Sylvia. Me entristecía verla llena de pena.
—Me gustaría que existieran. —La voz de la doctora Carrington era suave y comprensiva, pero realista—. Sólo podemos esperar, como dice el doctor Uzarri.
—Esperar —repetí casi en un inaudible murmullo. Esperar era lo único que no debíamos hacer.
Esperar. André Giroux dijo una vez que el infierno era esperar sin esperanza. Y eso fue lo que ocurrió durante la «crisis del virus V», como comenzó a denominársela en ámbitos hospitalarios. El infierno había llegado a la Tierra.
La desesperación llegó el día 22 de abril del año 2047, un martes sombrío y oculto entre una densa tormenta eléctrica que, enfurecida, descargaba relámpagos luminosos que pusieron en alerta amarilla a los habitantes de las dos acrópolis de Nueva York, enormes pararrayos inconscientes de los hombres sin imaginación. Durante los días anteriores se había ocultado entre las almas de los doctores, de los pacientes, de los dirigentes. Esperando, como lo hace un guepardo en la sabana africana. Presto a salir disparado, dispuesto en cualquier momento a darse a conocer, acechando.
La semilla de la. impaciencia y de la impotencia crecía en los corazones de todos, intentando convencerse de que lo que estaba sucediendo no era más que un resquicio, no era más que un pequeño meteorito despedazado de una enorme roca que hubiese desaparecido hacía ya mucho tiempo. Sin embargo, sólo era la punta de un enorme iceberg sumergido en un profundo océano. Aquel martes de abril se dieron cuenta de que se equivocaban, de que habían querido volverse ciegos ante la luz, de que eran cobardes en una guerra que necesitaba valientes. Quizá fuera ya demasiado tarde.