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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (51 page)

BOOK: Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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—Debe agradecérselo a su ex compañero el doctor Tombstone. Si no hubiera acudido a usted, él no estaría muerto, y ustedes no hubiesen tenido que pasar este... amargo trago. —Su voz era increíblemente atractiva y cargada de tintes irónicos que para un oyente en situación normal hubiesen pasado desapercibidos.

—Alguien descubrirá el cadáver del doctor y la policía comenzará a buscarnos —dije, resentido.

—Me temo que no será así, doctor Hammond. Nuestros hombres ya se han encargado de eso. Su hospital está limpio y reluciente, como siempre.

Sentí las brasas de sus ojos sobre los míos y descendí mi mirada.

—Entonces... ¿Es cierto? —preguntó mi compañero, que parecía no haber escuchado nuestras últimas frases, sumido en sus propias reflexiones.

—Totalmente. —Los delgados labios de aquel hombre se transformaron en una sonrisa de orgullo que llenó su rostro. El doctor Beiss también sonrió. Nuestro asesino particular ni tan siquiera movió un músculo de su rostro.

—Pero... ¿Qué es lo que es cierto? —Todo el mundo parecía saber más que yo, y eso me hacía sentir incómodo, en inferioridad de condiciones.

—Cuando llegaste a mi despacho, el doctor Tombstone acababa de relatarme una historia que, francamente... —Sus ojos sostenían la mirada de aquel hombre, imperturbables—, parecía extraída de una novela de ciencia ficción. Inicialmente, me sentí en la necesidad de no creerla. Mi mentalidad empírica me lo impedía. Sin embargo, mientras aquel relato fantástico iba adquiriendo cuerpo, me di cuenta de que, poco a poco, todas las piezas parecían ir encajando en uno u otro lugar de aquel irreal puzzle.

El hombre se volvió hacia la ventana, cruzó sus manos a la espalda y continuó observando con sus ojos amatista hacia el epicentro de la tormenta, mientras Jon seguía hablando.

—El doctor Tombstone comenzó explicándome que hace cuatro años, mientras trabajaba como profesor en Princenton, dos hombres fueron a la universidad y le ofrecieron un trabajo insólito e increíble. Su sueldo inicial sería de un millón de dólares. El dinero no era problema, en principio. ¿Y el trabajo? Bueno, era algo realmente extraño. La Corporación Hudson tiene empresas extendidas alrededor de la geografía mundial. Tiene sectores dedicados a la investigación, a la ingeniería genética, a la farmacología, a las telecomunicaciones, a las nuevas energías... Es decir, abarca todos los ámbitos científicos conocidos. Una de esas empresas de la Corporación, mientras estudiaba la utilización de campos magnéticos para su futuro uso en motores de autopropulsión, con el fin de enviar naves coloniales a la punta más remota del universo, había realizado un descubrimiento fantástico. Había encontrado un sistema de abrir puertas espacio-temporales...

Miré a Jon con ojos sorprendidos y atónitos. ¿Qué estaba diciendo? ¿Puertas espacio-temporales? ¿Una máquina del tiempo? Todo aquello debía ser una broma, una pesadilla. Quería pellizcarme y despertar de aquel pesado sueño. No lo conseguí.

Observé al hombre que miraba a través de la ventana. No se movió. Ni tan siquiera lanzó una mirada de reproche a mi amigo. Así que, aquel individuo era Tobias Hudson, el magnate que controlaba la mitad de las empresas de Norteamérica. Y lo que estaba diciendo Jon
...
era cierto.

—... una especie de máquina del tiempo al estilo H.G. Wells, pero con, digamos, limitaciones. Conseguían abrir puertas, sí, pero aleatoriamente, es decir, una vez que tenían una de ellas abierta, podían entrar y salir sin problema, pero no podían recorrer la línea espacio-tiempo como si se tratara de una vía del tren con millones de estaciones en las que pudiéramos detenernos a voluntad. Las puertas iban siendo descubiertas por casualidad, modificando determinados parámetros y en muy específicas condiciones. Se encontraban algunos puntos dentro de esa línea, pero cada punto descubierto era una inversión millonaria y de tensa espera.

»Fue entonces cuando al ingenio del señor Hudson... —Las palabras de Jon iban cargadas de sarcasmo— se le ocurrió una brillante idea. Una de las primeras puertas encontradas comunicaba con el año 1519, y les situaba directamente en la colonización española de América. Más concretamente, en la conquista de Hernán Cortés y sus hombres del Imperio azteca, azotado por una tremenda epidemia de viruela...

¡De viruela! Una luz se hizo en mi cerebro. Mi estómago se revolvió. Los recuerdos de los últimos días se agolparon en mí cabeza empujándose los unos a los otros, mostrando la verdad de la agonía que habíamos sufrido.

—... la investigación sobre motores espaciales pasó a ser un proyecto banal comparado con la posibilidad de realizar viajes espacio-temporales. Todos los físicos de las empresas Hudson se pusieron a trabajar en las puertas. Idearon pequeños minirreactores que creaban campos magnéticos individuales capaces de trasladar a quien lo llevara al lugar deseado, siempre y cuando el umbral se hubiera abierto. No tardaron mucho tiempo en darse cuenta de que esos estudios necesitaban enormes cantidades de dinero. Pero había una solución. —Los ojos de Jon parecían haberse clavado en la nuca de Tobias Hudson, indiferente, que escuchaba sin oír, que parecía saborear las palabras del virólogo, regocijándose en su propio orgullo, en su magnífico descubrimiento—. Se dieron cuenta de que algunas de las puertas que abrían y que visitaban correspondían a momentos de la historia azotados por plagas como la peste negra, la viruela, el cólera, la difteria... Y que algunas de aquellas enfermedades habían desaparecido de la Tierra hacía mucho tiempo. Hudson se reunió con su grupo de primeros investigadores reclutados en las más prestigiosas universidades, en los mejores centros de investigación privados, y su mente, también curtida en la ciencia ideó un infierno: visitarían aquellas épocas oscuras a través de las puertas, cogerían muestras de virus y bacterias inexistentes en el año 2047 y los traerían al presente. Secuenciarían su genoma, estudiarían su infectividad, modificarían su ADN o su ARN, transformarían su cápside, para que aquellos asesinos microscópicos produjesen enfermedades de corto período de incubación, infectividad grande y morbilidad pequeña. Crearían el remedio: antivíricos, vacunas o antibióticos. Harían que ninguna de las medicinas existentes fuera útil contra ellos... Todo, con el único fin de poder vender sus propios fármacos y ganar en poco tiempo, gigantescas cantidades de dinero.

»La explicación que el doctor Beiss dio en el programa de televisión relacionada con el soborno a uno de los investigadores encargados de destruir las últimas muestras de la viruela en los laboratorios de Estados Unidos era totalmente falsa. Los hombres de Hudson se encargaron de que su coartada nunca fuera verificada y produjeron la muerte, accidental, por supuesto, al último científico que quedaba vivo, de los tres que se encargaron de su destrucción en 1998.

»Tal como está evolucionando la técnica, quizás hubieran podido desarrollar nuevos virus, crearlos sin dificultad, combinando porciones de partículas víricas ya conocidas, pero era mucho más fácil, se necesitaba menos tiempo e incluso era mucho más barato, entrar en aquellas puertas, descubiertas por el azar que conlleva la ciencia, y modificar virus ya conocidos. Por eso, Bob —se dirigió a mí—, cuando realizamos los PCR encontramos el plásmido semejante al pBRcl23. Lo modificaron lo suficiente para impedir cualquier pista comercial que pudiera inculparles y lo introdujeron en la cápside de los virus para que adquirieran resistencia a los antivíricos y vacunas actuales. Una idea brillante.

«Una vez obtenido el virus, debían encontrar una forma de que penetrase en la población, así que secuestraron a uno de sus trabajadores de las empresas Ingent, de la misma Corporación, un tal William Dobson o Domson, Tombstone no se acordaba exactamente...

—William Domson, Obrero Clase 1, especializado en control informático.— Hudson habló monótonamente, con paciencia y autocontrol. Jon le miró irritado.

Yo estaba temblando, sentía escalofríos cada vez que mi amigo explicaba algo nuevo. ¿Cómo podía Hudson hablar con aquella autocomplacencia? Había estado a punto, a un parpadeo, a una respiración, a un suspiro, de acabar con el mundo, y sin embargo se mantenía allí, de pie, imperturbable, omnipotente como un dios en su pequeño Olimpo.

—... y le inyectaron el virus de la viruela modificado. No lo eligieron al azar, no. Según Tombstone hubo varios candidatos, pero finalmente se decidieron por Domson, porque era... un Implantado. Así que, una vez infectado, lo enviaron a los barrios Medianoche donde Lammor se encargó de él. Lo único que no previeron, según Tombstone, fue que el Degollador transportara el órgano enfermo a la colonia Génesis.

—Cierto, doctor Uzarri. —Hudson volvió a hablar. Detecté en su voz un leve tono de impaciencia—. Todo lo que ha dicho es cierto. Lo de la Luna fue... curioso. No lo esperábamos, pero bueno, nos benefició, después de todo.

—Eso es... ¡terrible! —La historia me había erizado los cabellos de la nuca. Las preguntas volvían a mi mente una y otra vez. ¿Cómo podía hacer una persona algo así? ¿Por qué usar un descubrimiento tan maravilloso como el de los viajes en el tiempo para algo tan horrendo y carente de moralidad? ¿No se daban cuenta de que jugaban con fuego?

—Por eso necesitaban al doctor Tombstone. Reclutaron entre diversos hospitales y universidades a algunos de los mejores especialistas en virología y microbiología. Pero, aun así, el primer viaje tuvo... inconvenientes.

—Sí —asintió Hudson—. Realmente se complicó algo. —Ahora, ambos hombres sostenían sus miradas. Tuve la sensación de que el ambiente de la sala se cargaba de una densa electricidad estática que parecía hacer destellar chispas. El doctor Beiss se removió inquieto en su asiento. Incluso el matón de Hudson cambió de postura y un leve tic apareció en su ojo derecho.

—La puerta temporal en la que se introdujeron les llevó hasta la provincia del Yucatán, en 1519. Allí se dedicaron a recoger muestras de sangre y tejido de una aldea aislada afectada por el virus de la viruela que los españoles habían transportado. Estaban equipados con trajes de contención biológica, trajes naranja, para evitar una infección no deseada. Todo iba bien, hasta que un grupo de colonizadores les descubrió. Hubo una pelea e hirieron al doctor Francis Relow. Su traje Rascal se rasgó. Supongo que aquí, este... individuo... —Señaló con la cabeza hacia el hombre que había matado a Tombstone—, se encargó de que el doctor Relow nunca regresara al presente, destruyendo todas las pruebas de su paso por el pasado.

—¡Por Dios! ¿Lo asesinaron fríamente? —No pude contenerme.

—No podíamos arriesgarnos a que el doctor Francis Relow hubiese contraído la enfermedad. El virus aún no había sido estudiado y la vacunación ya no era posible. Debíamos... evitar cualquier «error» en nuestro plan —dijo el doctor Beiss con una voz carente de toda piedad y sentimiento.

—Pues el evitar ese «error», como usted lo llama —continuó Jon—, fue lo que nunca pudo olvidar el doctor Tombstone. Se echaba la culpa de la muerte de su colega. Pensaba que hubiese podido hacer algo para evitar su abandono en un tiempo que no era el suyo. Por eso fue a hablar conmigo. —Jon calló. Había acabado su explicación. Un relámpago cruzó el horizonte.

Comprendía a Tombstone. No me podía imaginar perdido en otro tiempo, cazado en una trampa espacio-temporal de la que es imposible huir, muriendo en un lugar y una época que no es la tuya. «Brrrr.» Sentí un nuevo escalofrío.

—Algo realmente inútil, si me permite decirlo, doctor Uzarri. —Hudson ahora parecía algo más enfadado—. ¿Qué iba a lograr con ello? Nada, absolutamente nada. Su muerte, como así ha sido. —Hubo un tenso silencio que pareció durar eternamente—. Y las suyas, señores. Como comprenderán, ustedes mismos se han introducido en una calleja con dos únicas direcciones. En realidad deberíamos matarles inmediatamente pero, siendo lo que son, benevolentemente podríamos darles a elegir entre integrarse en nuestro equipo de investigación o morir. Saben demasiado como para dejarles libres. —Los ojos de Hudson volvieron a mirarnos—. Además, hay algo que desconoce usted, doctor. Tambiénlo desconocía Tombstone. La plaga de viruela era sólo el primer paso. En nuestro laboratorio de Denver se encuentra el Centro de Física Magnética Hudson, uno de los más importantes de América, desde donde podemos abrir las puertas temporales. Junto a él poseemos un Laboratorio de Microbiología Avanzada donde, en la actualidad, ya tenemos muestras modificadas del
Vibrio collerae
, causante del cólera, del bacilo diftérico
Corynebactermm dipbtberiae
, del
Pasterurella pestis
, causante de la peste bubónica, e incluso del HIV, del virus del sida... de todos ellos hemos diseñado sus remedios, sus antibióticos y los antivíricos que pueden combatirlos. Sólo esperamos el momento oportuno de que vean la luz nuevamente. Con ello ganaremos dinero, mucho dinero, para poder abrir nuevas puertas, esta vez en beneficio de la humanidad, del mundo de la cultura... Podremos realizar viajes organizados al pasado, ver a Einstein, conversar con madame Curie, visitar el Egipto de los faraones, discutir con Platón... Será, simplemente, maravilloso. —Sus ojos brillaban de excitación. Su voz era ahora algo aguda, chillona, decididamente alejada de aquel tono dulce y melodioso que había poseído al principio de nuestro encuentro—. Pero también el dinero está permitiendo que nuestro candidato a la alcaldía de Nueva York, Francis Lawson, sea el vencedor de estos comicios electorales. Mis millones me está costando. Creo, a pesar de todo, que es una inversión adecuada. Él consentirá que podamos expandir nuestras empresas, firmará los permisos que permitan hacer realidad nuestros sueños, nos cederá concesiones y podremos ampliar nuestro imperio en bien de los ciudadanos, sin complicaciones legales. Y, quizás, el dinero sirva para que alcance la presidencia norteamericana, siempre y cuando atienda a nuestras súplicas.

Aquella fantasía apocalíptica y aterradora me sumió en una profunda depresión. Miré a Jon. Sorprendentemente vi en el rostro de mi amigo un atisbo de esperanza. No sabía de qué podía tratarse, pero decidí esperar.

—Bien, doctores, creo que es el momento de que pongamos fin a esta conversación. Como comprenderán... —El rostro de Hudson se había oscurecido y sus ojos, semiocultos por las bóvedas craneanas, parecían escondidos en unas cuevas profundas, esperando a su presa como una venenosa araña—, saben demasiado para que consideremos que sus vidas son importantes. En realidad siempre es necesario el sacrificio de unos pocos para obtener el beneficio de la mayoría, así que no piensen que, porque sean eminentes científicos, se les va a tratar mejor que a los demás. Recuerden a Tombstone Deben tomar una decisión... ¡Ahora! —Su dedo índice golpeó la mesa de baquelita con fuerza,

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