Authors: Frederik Pohl
Bueno, dejemos esto. Cuando han aparecido los cinco primeros números, los otros siete pueden colocarse en posiciones muy arbitrarias, pero así y todo uno despega cuando presiona la teta de acción.
LAS NAVES DE PÓRTICO Las naves que se encuentran en Pórtico son capaces de vuelos interestelares a mayor velocidad que la de la luz. El medio de propulsión es desconocido (ver manual del piloto). Hay asimismo una propulsión por cohete bastante convencional, que emplea hidrógeno líquido y oxígeno líquido para el control de altitud y para la propulsión del módulo, del que está provista cada nave interestelar. |
Hay tres clasificaciones principales designadas como Clase 1, Clase 3 y Clase 5, de acuerdo con el número de personas que puede llevar. Algunas de las naves son de una construcción particularmente pesada, por lo que se llaman «acorazadas». La mayor parte de las naves acorazadas son de la Clase 5. |
Cada nave está programada para navegar automáticamente a una serie de destinos. El regreso es automático y muy seguro en la práctica. Su curso sobre el funcionamiento le preparará adecuadamente para todas las tareas necesarias en el pilotaje de su nave; no obstante, lea el manual del piloto, que contiene las reglas de seguridad. |
Lo que se suele hacer (o, mejor dicho, lo que suelen hacer los programadores que figuran en la nómina de la Corporación para resolver este tipo de cosas) es elegir cuatro números al azar. Entonces se van probando los otros números hasta obtener una especie de resplandor rosado. A veces es débil y a veces muy brillante. Si te quedas con él y aprietas la parte lisa y ovalada que hay bajo la teta, los otros números empiezan a danzar alrededor, sólo a un par de milímetros de su posición original, y el resplandor rosado se intensifica. Cuando se detienen, el rosa es muy subido y de una excepcional brillantez. Metchnikov dice que se trata de un dispositivo automático de precisión. La máquina tiene en cuenta un posible error humano (perdón, quiero decir, Heechee) y cuando has dado con un blanco real y válido, realiza los últimos ajustes automáticamente. Tal vez Metchnikov esté en lo cierto.
(Como es natural, aprender todas estas cosas costaba mucho tiempo y dinero, y también algunas vidas. Ser prospector es peligroso. Pero para los primeros que salieron fue más bien un suicidio.)
A veces se busca el quinto número inútilmente, sin conseguir nada. Entonces te pones a lanzar maldiciones, y después uno de los cuatro números y empiezas otra vez. Este proceso sólo requiere unos segundos, pero hay pilotos de prueba que han estado cien horas seleccionando combinaciones sin lograr el color adecuado.
Por supuesto que cuando yo hice mi primera salida, los pilotos de prueba y programadores de rumbo habían encontrado más de cien combinaciones posibles, que daban buen color y aún no se habían usado, aparte de las conocidas, que o bien no valían la pena o no devolvían a las tripulaciones.
Pero yo ignoraba todo esto por aquel entonces, y cuando me acomodé en aquel asiento Heechee modificado, todo era nuevo, completamente nuevo. Y dudo de que sepa explicar cuáles eran mis sentimientos.
Me refiero a que allí estaba yo, en un asiento que habían ocupado los Heechees hacía medio millón de años. Lo que tenía delante era un seleccionador de blanco. La nave podía ir a cualquier parte. ¡A cualquier parte! Si elegía el blanco correcto, ¡yo podía encontrarme en los alrededores de Sirio, Proción e incluso la Nebulosa de Magallanes!
La profesora se cansó de tener la cabeza colgando; se introdujo por la abertura y vino hasta mí.
—Ahora te toca a ti, Broadhead —dijo, posando una mano en mi hombro y apoyando contra mi espalda lo que tomé por sus pechos.
Yo me sentía reacio a tomar nada. Pregunté:
—¿No hay manera de tener una idea de adónde irás a parar?
—Es probable que sí —me contestó—, si eres un Heechee y has estudiado para piloto.
—¿Ni siquiera algo así como que un color te lleva más lejos de aquí que otro?
—Nadie lo ha comprobado, aunque, como es natural, no dejan de intentarlo. Hay todo un equipo dedicado a programar los informes de las misiones que han vuelto con las combinaciones que les hicieron despegar. Hasta ahora, estas naves han regresado vacías. Bueno, manos a la obra, Broadhead. Apoya toda tu mano sobre la primera rueda, la que han usado los demás. Aprieta con fuerza. Requiere más fuerza de la que crees.
Era cierto. De hecho, casi temía apretar demasiado y poner la nave en marcha. Ella se inclinó y puso la mano sobre la mía, y entonces me di cuenta de que aquel agradable olor a almizcle que cosquilleaba hacía un rato mi nariz provenía de ella. Pero no era solamente almizcle; sus ferómonas se estaban introduciendo placenteramente en mis quimiorreceptores. Era un cambio delicioso después del hedor de Pórtico.
Pero la cuestión es que no supe lograr un color bonito, a pesar de que lo intenté durante cinco minutos antes de que ella me dijera por señas que me levantara y Sheri ocupara mi lugar.
Cuando volví a mi habitación, alguien la había limpiado. Me pregunté quién habría sido, rebosante de agradecimiento, pero me sentía demasiado cansado para hacer elucubraciones. Hasta que uno se acostumbra, la falta de gravedad puede ser agotadora; se ejercitan demasiado los músculos porque es preciso aprender toda una serie de economías en los movimientos.
Tendí la hamaca y ya estaba dormitando cuando oí que alguien rascaba la persiana de mi puerta y después la voz de Sheri:
—¡Rob!
—¿Qué hay?
—¿Estás dormido?
Era evidente que no lo estaba, pero interpreté la pregunta tal como ella quería.
—No, sólo pensaba.
—Yo también... Oye, Rob.
—Dime.
—¿Te gustaría que viniera a tu hamaca?
Hice un esfuerzo a fin de despertarme lo suficiente para considerar los méritos de la pregunta.
—Yo lo deseo de verdad —añadió ella.
—Sí, claro. Quiero decir, me gustará que vengas.
Entró en mi habitación y yo le hice sitio en la hamaca, que osciló ligeramente cuando ella se tendió junto a mí. Llevaba una camiseta de punto y bragas, y su contacto era suave y cálido mientras nos columpiábamos en el hueco de la hamaca.
—No es necesario que haya sexo —dijo—; estaré bien de cualquier modo.
—Ya veremos. ¿Estás asustada?
Su aliento era lo más perfumado de su persona; yo lo sentía en la mejilla.
—Mucho más de lo que me imaginaba.
—¿Por qué?
—Rob... —Se movió hasta ponerse cómoda y entonces volvió la cabeza para mirarme por encima del hombro—. ¿Sabes que a veces dices cosas muy estúpidas?
—Lo siento.
—Lo digo en serio. Piensa un poco. Estamos a punto de subir a bordo de una nave cuyo destino desconocemos y de la que incluso ignoramos si puede llegar a su destino. Iremos a mayor velocidad que la luz, pero no sabemos cómo. Ignoramos cuánto tiempo estaremos fuera. Podríamos estar viajando durante el resto de nuestras vidas y morir antes de llegar a nuestro destino, si es que antes no surge algo que nos mate en dos segundos. Es cierto, ¿verdad? Entonces, ¿por qué me preguntas si estoy asustada?
—Era sólo por hablar —repuse, adaptándome a su espalda y cubriendo un pecho con la mano, no con agresividad, sino porque era agradable al tacto.
—Y no sólo eso. No sabemos nada de la gente que construyó las naves. ¿Acaso no puede tratarse de un chiste de mal gusto por su parte? ¿Una manera de atraer carne fresca hasta el cielo Heechee?
—No, no lo sabemos. Da la vuelta.
—Y la nave que nos han enseñado esta mañana no es en absoluto como yo pensaba que serían —continuó, obedeciéndome y poniendo una mano en mi nuca.
Se oyó un estridente silbido, de procedencia poco clara.
—¿Qué ha sido eso?
—No lo sé. —Volvió a sonar; parecía proceder del túnel, pero también del interior de mi habitación—. Oh, es el teléfono.
Lo que estaba oyendo era mi propio piezófono y los que había a ambos lados de la hamaca; los tres sonaban a la vez. El silbido paró y se oyó una voz:
«Soy Jimmy Chou. Todos los novatos que queráis ver el aspecto que tiene una nave cuando regresa de un mal viaje, venid al Muelle número 4. Ahora la están entrando.»
Oí unos murmullos en la habitación de los Forehand y sentí los latidos del corazón de Sheri.
—Será mejor que vayamos —dije.
—Lo sé. Pero no tengo ganas... no muchas.
La nave había logrado volver a Pórtico, pero no del todo. Uno de los cruceros en órbita la había detectado y seguido. Ahora un remolcador la llevaba a los muelles de la Corporación, donde habitualmente sólo atracaban los cohetes procedentes de los planetas. Había un hangar de tamaño suficiente para albergar incluso una Cinco. Ésta era una Tres... o lo que quedaba de ella.
—Oh, Dios mío —murmuró Sheri—. Rob, ¿qué crees que les habrá sucedido?
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—¿A la tripulación? Murieron.
No cabía una duda razonable; la nave era una ruina. Había desaparecido el módulo, sólo estaba el vehículo interestelar; la cabeza de hongo seguía allí, pero distorsionada, rota, fundida por el calor. ¡Rota! ¡El metal Heechee no se ablandaba siquiera bajo un arco voltaico!
Pero aún no habíamos visto lo peor.
No lo vimos nunca, sólo lo conocimos de oídas. Un hombre estaba todavía en el interior de la nave. Por todo el interior de la nave. Había sido literalmente salpicado por la cabina de control y sus restos estaban incrustados en las paredes. ¿Por qué? Por el calor y la aceleración, sin duda. Tal vez se encontraba en el borde de la parte superior de un sol o en órbita cercana alrededor de una estrella de neutrones. El diferencial en la gravedad pudo ser la causa del desastre en la nave y la dotación. Pero jamás lo supimos.
Los otros dos miembros de la tripulación no regresaron. No es que fuera fácil determinarlo, pero el censo de los órganos reveló una sola mandíbula, una pelvis, una espina dorsal... aunque en muchos trozos minúsculos. Quizá los otros dos estaban en el módulo.
—¡Muévete, novato!
LAS MEDIDAS DE SEGURIDAD PARA LAS NAVES DE PÓRTICO Se sabe que el mecanismo para viajes interestelares está contenido en la caja que tiene forma de diamante situada bajo la quilla central de las naves de cinco y tres plazas, y en los lavabos de las naves de una sola plaza. |
Nadie ha logrado abrir con éxito una de estas cajas. Todas las tentativas han resultado en una explosión de aproximadamente un kilotón de fuerza. Un importante proyecto de investigación está estudiando el modo de penetrar en esta caja sin destruirla. Y si usted, como miembro limitado, tiene cualquier información o sugerencia que transmitir a este respecto, debe ponerse en contacto inmediato con un funcionario de la Corporación. |
¡Pero no intente, en ninguna circunstancia, abrir usted mismo la caja! Está rigurosamente prohibido manipularla de la forma que sea y atracar una nave cuya caja haya sido manipulada. El castigo es la pérdida de todos los derechos y la inmediata expulsión de Pórtico. |
El mecanismo de selección de rumbo plantea asimismo un peligro potencial. En ninguna circunstancia está permitido cambiar el rumbo cuando el vuelo ya ha sido iniciado. No ha regresado jamás una nave en la que se ha intentado semejante cambio. |
Sheri me agarró del brazo y me sacó de allí. Entraron cinco miembros uniformados de la tripulación de los cruceros: la americana y el brasileño de azul, el ruso de beige, la venusiana de blanco y el chino de caqui. Todos los rostros eran diferentes, pero las expresiones se reducían a la misma mezcla de disciplina y hastío.
—Vámonos.
Sheri me empujó. No quería ver a los tripulantes hurgando entre los restos, y yo tampoco. Toda la clase, Jimmy Chou, Klara y los otros profesores empezaron a retirarse a sus respectivas habitaciones. Pero no con la suficiente rapidez. Habíamos mirado hacia la cabina por la portilla; cuando la patrulla de los cruceros la abrió, pudimos oler el aire que venía del interior. No sé cómo describirlo. Tal vez como basura podrida puesta a hervir para dar de comer a los cerdos. Incluso en el fétido aire de Pórtico resultaba difícil de soportar.
La profesora bajó en su propio nivel, muy abajo, en el elegante distrito que rodeaba el Nivel Fácil. Cuando me miró al oírme decir buenas noches, observé por primera vez que estaba llorando.
Sheri y yo dimos las buenas noches a los Forehand ante su puerta y entonces me volví hacia ella, pero ya se había adelantado.
—Creo que voy a dormir para olvidar —dijo—. Lo siento, Rob, pero ya no me apetece.
No sé por qué continúo visitando a Sigfrid von Shrink. Mi cita con él es siempre el miércoles por la tarde, y no le gusta que antes de ir beba o me drogue, así que me fastidia todo el santo día. Pago mucho dinero, no saben cuánto, por vivir como vivo. Por mi apartamento sobre Washington Square pago dieciocho mil dólares al mes. Los impuestos de residencia por vivir bajo la Gran Burbuja ascienden a tres mil más. (¡No cuesta tanto residir en Pórtico!) Tengo cuentas abiertas muy respetables para pieles, vino, ropa interior, joyería, flores... Sigfrid dice que trato de comprar el amor. ¿Y qué, si es cierto? ¿Qué hay de malo en ello? Puedo permitirme ese lujo. Y esto sin mencionar lo que me cuesta el Certificado Médico Completo.
En cambio Sigfrid me sale gratis. El Certificado Médico me cubre la terapia psiquiátrica de la variedad que yo prefiera; podría asistir a la terapia de grupo o el masaje interno por el mismo precio, es decir, gratis. A veces bromeo con él a este respecto.
—Incluso considerando que no eres más que un montón de viejos tornillos —le digo—, resultas bastante inútil. Pero tu precio es justo.
—¿Decir que yo no valgo nada te hace sentir más valioso? —pregunta.