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Authors: Frederik Pohl

Pórtico (3 page)

El premio fue de doscientos cincuenta mil dólares. Lo suficiente para vivir como un rey durante un año. Lo suficiente para casarse y mantener a una familia, siempre que los dos trabajaran y no fuesen muy derrochadores.

O lo suficiente para un billete de ida a Pórtico.

Llevé el billete de lotería a la agencia de viajes y lo intercambié por un pasaje. Se alegraron de verme; no hacían grandes negocios, sobre todo en estos viajes. Me quedaban unos diez mil dólares, cien más, cien menos, no los conté. Compré bebidas para todo mi turno hasta que se fue el último dólar. Entre las cincuenta personas de mi turno y todos los amigos y conocidos que se unieron a la fiesta, tuvimos alcohol para veinticuatro horas.

Entonces, en medio de una típica ventisca de Wyoming, me tambaleé hasta la agencia de viajes. Cinco meses después me hallaba dando vueltas al asteroide, contemplando por los ojos de buey el crucero brasileño que nos desafiaba; por fin estaba en camino de ser prospector.

3

Sigfrid no abandona jamás un tema. Nunca dice: «Bueno, Rob, creo que ya hemos hablado bastante acerca de esto». Pero a veces, cuando hace mucho rato que estoy acostado sobre la alfombra, reaccionando poco, bromeando o tarareando por la nariz, sugiere:

—Me parece que deberíamos volver a un área diferente, Rob. Hace algún tiempo dijiste algo que podríamos analizar. ¿Te acuerdas de aquella vez, de la última vez que...?

—La última vez que hablé con Klara, ¿no?

—Sí, Rob.

—Sigfrid, siempre adivino lo que vas a decir.

—No importa que lo adivines, Rob. Bueno, ¿qué hay de eso? ¿Quieres hablar de lo que sentiste entonces?

—¿Por qué no? —Limpio la uña del dedo medio de mi mano derecha rascándola contra mis dos incisivos inferiores. La inspecciono y digo—: Me doy cuenta de que fue un momento importante, quizás el peor de mi vida. Incluso peor que cuando Sylvia me engañó o cuando me enteré de que mi madre había muerto.

—¿Quieres decir que preferirías hablar de una de esas dos cosas, Rob?

—En absoluto. Has dicho que hablemos de Klara y vamos a hablar de Klara.

Y me arrellano en la alfombra de espuma y pienso durante un rato. Me interesa mucho la meditación trascendental, y a veces, cuando me planteo un problema y empiezo a recitar mi mantra una y otra vez, acabo con el problema resuelto: vender las existencias de la granja de pescado de Baja y comprar cañerías de acuerdo con el intercambio de productos. Ése fue uno y obtuvo un resultado magnífico. O llevar a Raquel a Mérida para practicar el esquí acuático en la bahía de Campeche. Eso logró meterla en mi cama por primera vez, después de haberlo probado todo.

Y entonces Sigfrid dice:

—No estás respondiendo, Rob.

—Pienso en lo que has dicho.

—No pienses en ello, Rob. Sólo habla. Dime qué sientes por Klara en este momento.

Trato de meditarlo seriamente. Sigfrid no me permitirá que lo resuelva mediante la meditación trascendental, así que busco en mi mente los sentimientos reprimidos.

—Pues, no mucho —digo—. No mucho en la superficie.

—¿Recuerdas qué sentías entonces, Rob?

—Claro que sí.

—Intenta sentir lo mismo ahora, Rob.

—Muy bien.

Obediente, reconstruyo la situación. Ahí estoy, hablando con Klara por radio. Dane está gritando algo en el tren de aterrizaje. Todos nos morimos de miedo. La niebla azul se desvanece poco a poco debajo de nosotros y veo por primera vez la vaga y fantasmal estrella. La nave Tres... no, era la Cinco... En cualquier caso, apesta a vómitos y sudor. El cuerpo me duele.

Lo recuerdo con exactitud, aunque mentiría si dijera que me permito sentirlo.

Digo en tono ligero, casi riendo:

—Sigfrid, hay en eso una intensidad de dolor, culpa y congoja que no puedo soportar.

A veces intento esto con él, diciendo alguna verdad dolorosa con el tono de quien pide otro ponche de ron al camarero de una fiesta. Lo hago cuando quiero esquivar su ataque. No creo que surta efecto. Sigfrid tiene muchos circuitos Heechee en su interior. Es mucho mejor que las máquinas del Instituto al que me enviaron durante mi episodio. Observa continuamente todos mis parámetros físicos: conductividad cutánea, pulso, actitud de ondas beta, en fin, todo. Obtiene indicaciones de las correas que me sujetan sobre la alfombra, acerca de la violencia con que me retuerzo. Mide el volumen de mi voz y lee sus matices en el espectro. Y también conoce el significado de las palabras. Sigfrid es extraordinariamente listo, si se tiene en cuenta lo estúpido que es.

322

,S, No sé por qué sigo

17,095

viniendo a verte

17,100

Sigfrid.

17,105

323

IRRAY .PORQUE.

17,110

324

,C, Te recuerdo Robby,

17,115

que ya has gastado

17,120

tres estómagos y, veamos,

17,125

casi cinco metros

17,130

de intestino.

17,135

325

,C, Úlceras, cáncer

17,140

326

,C, Algo parece

17,145

estar consumiéndote,

17,150

Bob.

17,155

A veces es muy difícil engañarle. Llego al final de la sesión completamente exhausto, con la sensación de que si me hubiera quedado con él un minuto más, me habría encontrado cayendo de lleno en el dolor y éste me habría destruido.

O curado. Tal vez sea lo mismo.

4

Así que ahí estaba Pórtico, y su tamaño era cada vez mayor en las ventanillas de la nave procedente de la Tierra:

Un asteroide. O tal vez el núcleo de un cometa. De unos diez kilómetros de longitud máxima. En forma de pera. Por fuera parece un globo deforme y chamuscado, con destellos azules. Dentro es el Pórtico del universo.

Sheri Loffat se apoyó contra mi hombro y el resto de presuntos prospectores se agolpó detrás de nosotros para contemplarlo.

—Dios mío, Rob. ¡Mira los cruceros!

—Si encuentran algo mal, nos echarán del espacio —dijo alguien a nuestras espaldas.

—No encontrarán nada mal —afirmó Sheri, pero terminó su frase con un signo de interrogación.

Aquellos cruceros parecían malévolos, girando celosamente alrededor del asteroide, vigilando que ningún recién llegado robe los secretos cuyo valor nadie podría restituir.

Nos aproximamos mucho para fisgonearlos a gusto. Fue una insensatez. Podríamos habernos matado. En realidad no era muy probable que nuestra órbita paralela a Pórtico o el crucero brasileño pudiera alcanzar mucha Delta-V, pero una sola corrección de rumbo nos habría hecho pedazos. Y siempre cabía la otra posibilidad, que nuestra nave diera un cuarto de vuelta y nos encontráramos de repente dando la cara al áspero y cercano sol. Esto, a tanta proximidad, significaba quedarse ciego para siempre. Pero nosotros queríamos verlo bien.

El crucero brasileño no se molestó por ello. Vimos unos relampagueos y comprendimos que nos estaban examinando por láser.

Esto era normal. Yo dije que los cruceros buscaban ladrones, pero en realidad lo que hacían era vigilarse entre sí más que preocuparse por los demás. Nosotros incluidos. Los rusos sospechaban de los chinos, los chinos sospechaban de los venusianos. Y todos sospechaban de los norteamericanos.

Seguramente los otros cuatro cruceros vigilaban más a los brasileños que a nosotros. Pero todos sabíamos que si nuestros pasavantes cifrados no hubiesen coincidido con los patrones registrados por sus cinco diferentes consulados en el puerto de salida de la Tierra, el siguiente paso no habría sido una discusión. Habría sido un torpedo.

Es gracioso. Yo podía imaginarme aquel torpedo. Podía imaginarme al guerrero de mirada glacial que apuntaría y lo lanzaría, y cómo nuestra nave explotaría en una llamarada de luz naranja y todos nos convertiríamos en átomos separados describiendo una órbita... Sólo que estoy bastante seguro de que por aquel entonces el torpedista de aquella nave era un ayudante de armador llamado Francy Hereira. Más adelante llegamos a ser muy buenos camaradas. No era lo que se llamaría un asesino de mirada glacial. Lloré en sus brazos todo el día, en mi habitación del hospital, cuando llegué del último viaje y se suponía que él me estaba buscando por contrabandista. Francy lloró conmigo.

El crucero se alejó y nosotros nos relajamos, pero enseguida volvimos a la ventana de los asideros, ya que nuestra nave se estaba acercando a Pórtico.

—Parece un caso de viruela —dijo alguien del grupo.

Y en efecto, lo parecía; y algunas de las marcas estaban abiertas. Eran los anclajes de las naves que habían salido para una misión. Algunos de ellos estarían abiertos para siempre, porque las naves no regresarían. Pero la mayoría de marcas estaban cubiertas por bultos que semejaban hongos.

Esos hongos eran las propias naves, la razón de ser de Pórtico.

Las naves no eran fáciles de ver. Tampoco lo era Pórtico. Para empezar tenía un albedo bajo, y no era muy grande: como ya he dicho, unos diez kilómetros de longitud máxima y la mitad en su ecuador de rotación. Pero podría haber sido detectado. Cuando aquella primera rata de túnel les condujo hasta él, los astrónomos empezaron a preguntarse por qué no habría sido descubierto un siglo antes. Ahora que saben dónde buscarlo, lo encuentran. A veces, desde la Tierra se ve brillante como de la decimoséptima magnitud. Es fácil. Cabría suponer que lo localizarían en el primer programa cartográfico rutinario.

Lo cierto es que no hubo muchos programas cartográficos rutinarios en aquella dirección, y al parecer Pórtico no estaba donde ellos buscaban, cuando buscaban.

La astronomía estelar solía apuntar lejos del Sol. La astronomía solar no solía moverse del plano de la eclíptica, y Pórtico tiene una órbita en ángulo recto. Así que caía en las hendiduras.

El piezófono hizo un chasquido y dijo: «Atracaremos dentro de cinco minutos. Vuelvan a sus literas. Abróchense los cinturones».

Casi habíamos llegado.

Sheri Loffat alargó la mano y agarró la mía a través de la malla. Yo le devolví el apretón. No nos habíamos acostado juntos y ni siquiera nos conocíamos hasta que ella apareció en la litera contigua a la mía, pero las vibraciones eran prácticamente sexuales. Como si estuviéramos a punto de hacerlo de la manera mejor y más estupenda posible; pero no era sexo, era Pórtico.

Cuando los hombres empezaron a fisgar por la superficie de Venus, encontraron las excavaciones Heechee.

No encontraron a ningún Heechee. Quienquiera que fuesen, cualquiera que fuese la época de su estancia en Venus, habían desaparecido. Ni siquiera dejaron un cuerpo en el foso mortuorio que pudiera ser desenterrado para practicarle la autopsia. Lo único que había eran los túneles, las cavernas, unos pocos artefactos insignificantes, maravillas tecnológicas que dejaron perplejos a los seres humanos, quienes intentaron su reconstrucción.

Entonces alguien encontró un mapa Heechee del sistema solar. Estaba Júpiter y la pareja Tierra-Luna. Y Venus, marcada en negro sobre la brillante superficie azul del mapa, hecho con metal Heechee. Y Mercurio, y otra cosa más, lo único marcado en negro además de Venus: un cuerpo orbital situado dentro del perihelio de Mercurio y fuera de la órbita de Venus, inclinado noventa grados respecto al plano de la eclíptica, de modo que nunca se acercaba mucho a ninguno de los dos. Un cuerpo que jamás había sido identificado por los astrónomos terrestres. Conjetura: un asteroide o un cometa —la diferencia era sólo semántica— hacia el que los Heechees se habían sentido atraídos de modo especial por alguna razón.

Es probable que tarde o temprano una sonda telescópica hubiera seguido esta pista, pero no fue necesario. Porque el famoso Sylvester Macklen —que entonces no era famoso por nada, sólo otra rata de túnel en Venus— encontró una nave Heechee, se plantó en Pórtico y allí murió. Pero consiguió que la gente averiguase su paradero gracias a la inteligente idea de hacer explotar su nave. De este modo, una sonda de la NASA fue desviada de la cromosfera del Sol y Pórtico fue alcanzado y utilizado por el hombre.

Dentro estaban las estrellas.

Dentro, para ser menos poético y más literal, había casi un millar de naves espaciales más bien pequeñas, de forma parecida a gruesos hongos. Tenían diversos tamaños y formas. Las menores acababan en un botón, como las setas que se plantan en los túneles de Wyoming, cuando se ha sacado toda la pizarra y que se compran en los supermercados. Las mayores eran puntiagudas, como hierbas moras. Dentro de los sombreros de las setas había alojamientos y una fuente de energía que nadie podía comprender. No se tenía literalmente ningún control cuando se salía en una nave Heechee. Sus rumbos estaban incluidos en su sistema de conducción de un modo que nadie fue capaz de dilucidar; se podía elegir un rumbo, pero una vez elegido no había nada que hacer, y uno ignoraba adónde le llevaría cuando hacía la elección, de la misma manera que se ignora el contenido de una caja de sorpresa hasta que se ha abierto.

COPIA DE PREGUNTAS Y RESUESTAS

EN LA CONFERENCIA

DEL PROFESOR HEGRAMET

Pregunta:
¿Qué aspecto tenía el Heechee?

Profesor Hegramet:
Nadie lo sabe. Nunca hemos encontrado nada parecido a una fotografía o un dibujo, excepto dos o tres mapas. O un libro.

Pregunta:
¿No tenían algún sistema para conservar los conocimientos, como la escritura?

Profesor Hegramet:
Pues, claro, debieron tenerlo. Pero ignoro cuál era. Sospecho una cosa... bueno, es sólo una conjetura.

Pregunta:
¿Qué?

Profesor Hegramet:
Verá, piense en nuestros propios métodos de conservación y en cómo habrían sido recibidos en tiempos pretecnológicos. Si, por ejemplo, hubiésemos dado un libro a Euclides, tal vez se habría imaginado qué era, aunque no pudiera comprender lo que decía. Pero ¿y si le hubiésemos dado una grabadora? No habría sabido qué hacer con ella. Sospecho, mejor dicho, estoy convencido de que tenemos en nuestro poder algunos «libros» Heechee que no sabemos reconocer. Una barra de metal Heechee. Tal vez aquella espiral en Q de las naves, cuya función ignoramos por completo. Esto no es una idea nueva. Todas han sido sometidas a pruebas, en busca de claves magnéticas, microsurcos, pautas químicas... y no se ha descubierto nada. Pero quizás es que carecemos del instrumento necesario para detectar los mensajes.

Pregunta:
Hay algo sobre los Heechee que no puedo comprender. ¿Por qué abandonaron todos aquellos túneles y lugares? ¿Adónde fueron?

Profesor Hegramet:
Jovencita, esto no me deja ni hacer pis.

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