Authors: Frederik Pohl
—Oh —dijo, mirando a su alrededor—. ¿A qué te gusta jugar?
—He jugado a todo esto —respondí con voz algo espesa y también petulante—. Tal vez al bacará.
Me miró, primero con respeto y luego con sorna. —Cincuenta es la apuesta mínima.
En la cuenta me quedaban unos cinco o seis mil dólares. Me encogí de hombros.
—Quiero decir cincuenta mil —aclaró.
Me atraganté. Él dijo con indiferencia, acercándose a un jugador cuyas fichas se estaban terminando:
—Puedes apostar diez dólares a la ruleta; en la mayoría cien es lo mínimo. Creo que por ahí hay una máquina de monedas de diez dólares.
Se apresuró a ocupar la silla vacía y ya no volví a verle.
Me quedé mirando un rato y vi en la misma mesa a la chica de las cejas pobladas, que estudiaba sus cartas. No levantó la vista.
SYLVESTER MACKLEN: PADRE DE PÓRTICO Pórtico fue descubierto por Sylvester Macklen, explorador de túneles en Venus, que halló una nave espacial Heechee en una excavación. Consiguió subirla a la superficie y llevarla a Pórtico, donde ahora descansa en el Hangar 5-33. Por desgracia, Macklen no pudo regresar y, aunque logró señalar su presencia haciendo explotar el depósito de combustible del módulo de su nave, ya había muerto cuando los investigadores llegaron a Pórtico. |
Macklen era un hombre valiente y hábil, y la placa del Hangar 5-33 conmemora su gran servicio a la humanidad. Se celebran servicios religiosos en determinadas fechas, oficiados por representantes de los diversos credos. |
Comprendí que no podría jugar mucho aquí, y enseguida me di cuenta además de que tampoco podría pagar tantas copas, y casi al mismo tiempo mi sistema sensorial interno empezó a decirme cuántas copas había ingerido. Lo último que pensé fue que debía volver a mi habitación a toda prisa.
Estoy sobre la alfombra, y no muy cómodo. Físicamente, quiero decir. Me han operado no hace mucho y es probable que los puntos aún no estén absorbidos. Sigfrid dice:
—Estábamos hablando de tu trabajo, Rob.
Esto es bastante aburrido, pero seguro. Contesto:
—Odiaba mi trabajo. ¿Quién no odiaría las minas de comida?
—Pero perseverabas en él, Rob. Ni siquiera intentaste buscar otra cosa en otro lugar. Podrías haberte dedicado a la agricultura marina, por ejemplo. Y dejaste la escuela.
—¿Quieres decir que me quedé en un agujero?
—No quiero decir nada, Rob. Te pregunto qué sientes.
—Bueno, supongo que en cierto sentido es eso lo que hice. Pensaba en un cambio, lo pensaba a menudo —digo, recordando aquellos alegres días con Sylvia. Recuerdo una noche de enero en que, sentados en la cabina de un planeador, pues no teníamos otro sitio adonde ir, hablamos del futuro. De lo que haríamos. De cómo lucharíamos contra la adversidad. No hay nada en eso para Sigfrid, que yo sepa. Se lo he contado todo sobre Sylvia, que al final se casó con un accionista. Pero ya hacía mucho tiempo que habíamos roto nuestras relaciones—. Supongo —digo, volviendo a la realidad y decidido a sacar provecho de esta sesión— que en cierto modo deseaba la muerte.
—Prefiero que no uses términos psiquiátricos, Rob.
—Bueno, ya sabes qué quiero decir. Sabía que iba pasando el tiempo. Cuanto más me quedara en las minas, tanto más difícil me resultaría salir. Pero nada me parecía mejor. Y había compensaciones. Mi novia Sylvia. Mi madre, mientras vivió. Amigos. Incluso algunas cosas muy graciosas. Planear. Es magnífico sobre las colinas, y cuando se está a la altura suficiente, Wyoming no tiene tan mal aspecto y apenas se huele el petróleo.
—Has mencionado a tu novia, Sylvia. ¿Os llevabais bien?
Vacilo, rascándome la barriga. Aquí dentro tengo casi medio metro de intestino nuevo. Estas cosas cuestan un montón de dinero y a veces se tiene la sensación de que su anterior dueño quiere que se las devuelvas. Te preguntas quién era él. O ella. Cómo murió. ¿O no murió? ¿Es posible que aún esté vivo, tan pobre que ha de vender partes de sí mismo, como he oído decir que hacen las chicas guapas con una oreja o un pecho bien modelado?
—¿Te resulta fácil hacer amistad con chicas, Rob?
—Ahora sí, desde luego.
—Ahora no, Rob. Creo que me dijiste que de niño no hacías amistades con facilidad.
—¿Acaso las hace alguien?
—Si he comprendido bien tu pregunta, Robbie, quieres saber si alguien recuerda su infancia como una experiencia fácil y dichosa, y, por supuesto, la respuesta es que no. Pero hay gente que sufre menos que otra los efectos en su vida.
—Sí, pensándolo bien, creo que el grupo de los mayores me daba un poco de miedo. ¡Lo siento, Sigfrid! Me refiero a los otros chicos. Todos parecían conocerse entre sí. Siempre se decían cosas. Secretos. Experiencias e intereses compartidos. Yo era un niño solitario.
—¿Eras hijo único, Robbie?
—Ya sabes que sí. Claro, quizá fue eso. Mis padres trabajaban. Y no les gustaba que yo jugase cerca de las minas. Era peligroso. Es cierto, era peligroso para los niños; se pueden hacer daño con esas máquinas, o resbalar entre los desechos o respirar gases. Estaba mucho en casa, mirando telespectáculos y tocando cintas. Y comiendo. Era un niño gordo, Sigfrid, me encantaban las cosas dulces, llenas de almidón y calorías. Me mimaban demasiado, dándome más comida de la necesaria.
Todavía me gusta que me mimen. Ahora observo un régimen mucho más selecto, que no engorda tanto y es mil veces más caro. He comido caviar auténtico. Con frecuencia. Procede del acuario de Galveston. Bebo champaña auténtico y como mantequilla...
507 | IRRAY .MADUREZ. GOTO | 26,830 |
"M88 | 26,835 | |
508 | ,C, Quizá la madurez consista en querer | 26,840 |
lo que tú quieres | 26,845 | |
y no lo que otra persona | 26,850 | |
te dice que has | 26,855 | |
de querer. | 26,860 | |
511 | XTERNALS C SI C GOTO && | 26,865 |
512 | ,S, Es posible, Sigfrid, querido | 26,870 |
dios de hojalata, pero da la sensación | 26,875 | |
de que lo maduro está muerto. | 26,880 |
—Recuerdo una noche que estaba acostado —digo—. Debía ser muy pequeño, quizá tenía tres años. Tenía un oso de felpa sonoro. Me lo llevé a la cama y me fue recitando cuentos mientras yo le clavaba lápices y trataba de arrancarle las orejas. Le quería mucho, Sigfrid.
Me interrumpo y Sigfrid mete baza inmediatamente.
—¿Por qué lloras, Robbie?
—¡No lo sé! —vocifero mientras las lágrimas ruedan por mis mejillas; miro mi reloj de pulsera y los dígitos verdes tiemblan a través de las lágrimas—. Oh —digo con naturalidad y me siento; las lágrimas siguen cayendo pero la fuente ya está cerrada—. Ahora sí que debo irme, Sigfrid. Tengo una cita. Se llama Tania. Una chica muy hermosa. La Sinfonía de Houston. Adora a Mendelsohn y las rosas y voy a ver si encuentro aquellas híbridas de color azul oscuro que hacen juego con sus ojos.
—Rob, nos quedan casi diez minutos.
—Los recuperaremos otro día. —Sé que no puede hacerlo, de modo que me apresuro a añadir—: ¿Puedo usar tu cuarto de baño? Lo necesito.
—¿Vas a evacuar tus sentimientos, Rob?
—Oh, no te hagas el listo. Sé lo que piensas: que esto parece el típico mecanismo de evasión...
—Rob.
—... Está bien, quiero decir que da la impresión de que quiero despistar. Sin embargo, la verdad es que tengo que irme. Quiero decir, al cuarto de baño. Y también a la floristería. Tania es muy especial y una persona excelente. No hablo de la parte sexual, aunque también en eso es estupenda. Sabe... sabe...
—Rob, ¿qué intentas decirme?
Inspiro con fuerza y consigo decir:
—Es magnífica en el sexo oral, Sigfrid.
—¿Rob?
Reconozco el tono. El repertorio de inflexiones vocales de Sigfrid es muy extenso, pero ya he aprendido a identificar algunas de ellas. Cree que ha encontrado una pista.
—¿Qué?
—Rob, ¿con qué palabra defines el sexo oral?
—Oh, por favor, Sigfrid, ¿qué juego es éste?
—¿Cómo lo llamas?
—¡Vamos! Lo sabes tan bien como yo.
—Te ruego que me lo digas, Rob.
—Se dice algo parecido a: «Me está comiendo».
—¿Qué otra expresión, Rob?
—¡Hay muchas! «Echar el cabo» es otra. Creo que existen mil maneras de decirlo.
—Dime otra, Rob.
El dolor y la rabia se han ido acumulando y de improviso tengo que desahogarme.
—¡No me vengas con esos malditos juegos, Sigfrid! —Me duelen las tripas y tengo miedo de ensuciar mis pantalones; es como volver a ser un niño pequeño—. ¡Dios mío, Sigfrid! Cuando era pequeño hablaba con mi oso de felpa. ¡Ahora tengo cuarenta y cinco años y sigo hablando con una máquina estúpida como si estuviera viva!
—Pero hay otra expresión, ¿verdad, Rob?
—¡Hay miles de ellas! ¿Cuál quieres que diga?
—La expresión que ibas a usar y no te atreviste, Rob. Intenta decirla, por favor. Ese término significa algo especial para ti, de lo contrario podrías pronunciar las palabras sin esfuerzo.
Me contraigo sobre la alfombra, y ahora estoy llorando de verdad.
—Por favor, Rob, dilo. ¿Qué término es?
—¡Maldito seas, Sigfrid! ¡Tragarla! ¡Eso es! ¡Tragarla, tragarla, tragarla!
—Buenos días —dijo alguien, interrumpiendo un sueño en el que me hundía en una especie de arenas movedizas en el centro de la nebulosa de Orión—. Le traigo el té.
Abrí un ojo. Miré por encima del borde de la hamaca y vi un cercano par de ojos muy negros en una cara macilenta. Yo me había colgado completamente vestido. Algo olía bastante mal y comprendí que era yo.
—Me llamo Shikitei Bakin —dijo la persona que traía el té—. Beba; le ayudará a hidratar los tejidos.
Le miré con más atención y vi que terminaba en la cintura; era el hombre sin piernas y provisto de alas que viera la víspera en el túnel.
—Oh —murmuré y logré añadir—: Buenos días.
La nebulosa de Orión se iba desvaneciendo con el sueño, así como la sensación de tener que abrirme paso a través de nubes gaseosas que se solidificaban con rapidez. En cambio, el mal olor persistía. La habitación apestaba, incluso para Pórtico, y entonces me di cuenta de que había vomitado en el suelo. Me sentía a punto de volver a hacerlo. Bakin, rozando lentamente el aire con sus alas, dejó caer con habilidad sobre mi hamaca un frasco tapado. Seguidamente se izó hasta la parte superior de la cómoda, se sentó y me dijo:
—Creo que esta mañana tiene un examen médico a las ochocientas.
—¿Ah, sí?
Logré destapar el frasco del té y bebí un sorbo. Era caliente, amargo y casi insípido, pero pareció estabilizar mi estómago, que desistió de vomitar una vez más.
—Sí, creo que sí. Es lo habitual. Y además su teléfono P ha llamado varias veces.
—¿Ah, sí? —proferí de nuevo.
A QUIÉN PERTENECE PÓRTICO Pórtico es único en la historia de la humanidad y enseguida se comprendió que era un recurso demasiado valioso para que perteneciera a un solo grupo de personas o un solo gobierno. Por ello se formó la sociedad Empresas Pórtico, Inc. |
Empresas Pórtico (habitualmente llamada la Corporación) es una corporación multinacional cuyos socios generales son los gobiernos de Estados Unidos de América, la Unión Soviética, los Estados Unidos de Brasil, la Confederación Venusiana y el Nuevo Pueblo de Asia, y cuyos socios limitados son todas aquellas personas que, como usted, han firmado el adjunto Memorándum de Conformidad. |
—Supongo que era su mentor para recordárselo. Ya son las siete y cuarto, señor...
—Broadhead —dije con voz espesa, y repetí con más cuidado—. Me llamo Rob Broadhead.
—Sí. Me he tomado la libertad de despertarle. Disfrute de su té, señor Broadhead. Disfrute de su estancia en Pórtico.
Asintió con la cabeza, se dejó caer de la cómoda, flotó hasta la puerta, la franqueó y desapareció de mi vista. Con martillazos en la cabeza a cada cambio de postura, salté de la hamaca, sorteé las zonas más sucias del suelo y conseguí adecentarme bastante. Pensé en afeitarme, pero ya tenía una barba de doce días y decidí dejarla crecer un poco más; ya no parecía desaseada y, además, me faltaban las fuerzas.
Cuando entré tambaleándome en el consultorio médico, sólo llevaba unos cinco minutos de retraso. Los restantes miembros de mi grupo ya habían llegado, por lo que tuve que esperar a que todos terminaran. Me extrajeron tres muestras de sangre: de la yema del dedo, de la parte interior del codo y del lóbulo de la oreja. Estaba seguro de que todas serían aceptadas, pero esto carecía de importancia. La revisión médica era una formalidad. Si uno podía sobrevivir a un viaje en nave espacial hasta Pórtico, también podía sobrevivir a un viaje en una nave Heechee. A menos que se produjera un percance. En tal caso era improbable que uno pudiera sobrevivir, por muy sano que estuviese.
Tuve tiempo de tomar una rápida taza de café ante un puesto que alguien atendía junto a un pozo (¿empresa privada en Pórtico? Ignoraba que existiera), y enseguida me dirigí a la primera clase, a la que llegué con puntualidad. Nos reunimos en una gran sala situada en el Nivel Perro, larga, estrecha y de techo bajo. Los asientos estaban dispuestos a ambos lados y de dos en dos, y en medio había un pasillo; algo así como un aula en un autobús. Sheri llegó tarde, con aspecto alegre y descansado, y se sentó junto a mí; estaba presente todo nuestro grupo, o sea los siete recién llegados de Venus y unos cuantos novatos más.
—No tienes muy mal aspecto —murmuró Sheri mientras el instructor examinaba unos papeles que había sobre la mesa.
—¿Se me nota la resaca?
—En realidad, no, pero la imagino. Te oí llegar anoche. Bueno —añadió, pensativa—, todo el túnel te oyó.
Me estremecí. Aún apestaba, pero al parecer la mayor parte estaba dentro de mí. Nadie me rehuía, ni siquiera Sheri.