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Authors: James A. Daron | Robinson Acemoglu

Por qué fracasan los países (53 page)

 

 

La designación tendenciosa de miembros afines en el Tribunal

 

Franklin D. Roosevelt, el candidato del Partido Demócrata y primo de Teddy Roosevelt, fue elegido presidente en 1932 en plena Gran Depresión. Llegó al poder con un mandato popular para implantar un conjunto ambicioso de políticas para combatir la crisis. En el momento de su investidura a principios de 1933, una cuarta parte de la mano de obra estaba desempleada, y muchas personas habían caído en la pobreza. La producción industrial se había reducido a la mitad desde la Gran Depresión en 1929, y la inversión se había hundido. Las políticas que Roosevelt propuso para contrarrestar esta situación recibieron el nombre de
New Deal
. Roosevelt había obtenido una victoria sólida, con el 57 por ciento del voto popular, y el Partido Demócrata tenía mayorías tanto en el Congreso como en el Senado, suficiente para aprobar la legislación del
New Deal
. Sin embargo, parte de estas leyes provocaron problemas constitucionales y acabaron en el Tribunal Supremo, donde el mandato electoral de Roosevelt tenía mucha menos influencia.

Uno de los pilares clave del N
EW
D
EAL
fue la Ley de recuperación industrial Nacional. El título I se centraba en la recuperación industrial. El presidente Roosevelt y su equipo pensaban que restringir la competencia industrial, dando a los trabajadores mayores derechos para formar sindicatos, y regular las condiciones laborales era crucial para la recuperación. El título II establecía la administración de obra pública, cuyos proyectos de infraestructura incluían obras emblemáticas como la estación de ferrocarril de la Thirtieth Street de Filadelfia, el puente de Triborough, la presa del Grand Coulee y la gran autopista que conectaba Cayo Hueso (Florida) con la Península. El presidente Roosevelt convirtió el proyecto de ley en ley mediante su firma el 16 de junio de 1933 y la Ley de Recuperación Industrial Nacional fue puesta en marcha. No obstante, pronto se enfrentó a problemas en los tribunales. El 27 de mayo de 1935, el Tribunal Supremo decidió por unanimidad que el título I de la ley era inconstitucional. Su veredicto apuntaba solemnemente: «Unas condiciones extraordinarias pueden exigir remedios extraordinarios. Pero [...] las condiciones extraordinarias no crean ni amplían el poder constitucional».

Antes de que llegara el fallo del Tribunal, Roosevelt había avanzado un paso más de su programa y había firmado la Ley de Seguridad Social, que introdujo el moderno Estado del bienestar en Estados Unidos: pensiones de jubilación, subsidio de desempleo, ayuda a familias con hijos dependientes, cierta asistencia sanitaria pública y subsidios por incapacidad. También firmó la Ley de Relaciones Laborales Nacional, que reforzó aún más los derechos de los trabajadores para organizar sindicatos, realizar negociaciones colectivas y hacer huelgas contra sus empleadores. Estas medidas también se enfrentaron a problemas en el Tribunal Supremo. Mientras estas medidas se abrían camino a través del poder judicial, Roosevelt fue reelegido en 1936 con un apoyo decidido, el 61 por ciento del voto popular.

Con su popularidad en máximos históricos, Roosevelt no tenía intención de dejar que el Tribunal Supremo hiciera descarrilar ningún punto más de su programa político. Presentó sus planes en uno de sus habituales discursos informales conocidos como «charlas junto a la chimenea», que fue retransmitido en directo por la radio el 9 de marzo de 1937. Empezó señalando que en su primer mandato ciertas políticas muy necesarias habían conseguido ser autorizadas por el Tribunal Supremo por un estrecho margen. Y seguía así:

 

Me acuerdo de aquella tarde de marzo, hace cuatro años, cuando hice mi primer informe radiofónico para vosotros. Estábamos entonces sumidos en la gran crisis bancaria. Poco después, con la autoridad del Congreso, pedimos que la nación entregara todo el oro que estuviera en manos privadas, dólar a dólar, al gobierno de Estados Unidos. La recuperación actual prueba lo acertada que fue aquella política. Sin embargo, cuando, casi dos años después, llegó ante el Tribunal Supremo, su constitucionalidad solamente fue defendida por cinco votos a favor y cuatro en contra. El cambio de un voto habría instaurado el caos sin esperanza en los asuntos de esta gran nación. De hecho, cuatro jueces dictaminaron que el derecho en un contrato privado de reclamar una deuda que fuera equivalente a un ojo de la cara era más sagrado que los objetivos principales de la Constitución de establecer una nación duradera.

 

Por supuesto, este riesgo no debía volverse a correr. Roosevelt continuaba:

 

El jueves pasado, describí la forma de gobierno estadounidense como un equipo de tres caballos proporcionados por la Constitución al pueblo estadounidense para que puedan arar su campo. Evidentemente, los tres caballos son las tres ramas del gobierno: el Congreso, el ejecutivo y los tribunales. Dos de los caballos, el Congreso y el ejecutivo, tiran al unísono, pero el tercero, no.

 

Roosevelt señaló entonces que la Constitución de Estados Unidos, de hecho, no había otorgado al Tribunal Supremo el derecho a cuestionar la constitucionalidad de la legislación, sino que éste había asumido ese papel en 1803. En aquel momento, el juez Bushrod Washington había estipulado que el Tribunal Supremo debería «presumir a favor de la validez [de una ley] hasta que su violación de la Constitución de Estados Unidos se haya probado más allá de cualquier duda razonable». Después, Roosevelt hizo esta acusación:

 

«En los cuatro últimos años, la regla básica de dar a los estatutos el beneficio de toda duda razonable ha sido abandonada. El Tribunal no ha estado actuando como cuerpo judicial, sino como cuerpo legislativo».

 

Roosevelt afirmó que tenía un mandato electoral para cambiar aquella situación y que «después de considerar qué reforma proponer, el único método que era claramente constitucional... era inyectar sangre nueva a todos los tribunales». También argumentó que los jueces del Tribunal Supremo estaban sobrecargados de trabajo y que dicha carga era excesiva para los jueces de más edad (que resultaban ser los que echaban abajo su legislación). Entonces, propuso que todos los jueces se tuvieran que retirar obligatoriamente a la edad de setenta años y que a él le dieran permiso para nombrar seis jueces nuevos. Este plan, que Roosevelt presentó como el proyecto de ley de reorganización del poder judicial, habría bastado para eliminar a los jueces que habían sido nombrados anteriormente por administraciones más conservadoras y que se habían opuesto más enérgicamente al
New Deal
.

Aunque Roosevelt intentó hábilmente ganar apoyo popular para la medida, las encuestas de opinión sugerían que solamente alrededor del 40 por ciento de la población estaba a favor del plan. Louis Brandeis era entonces juez del Tribunal Supremo. A pesar de que Brandeis simpatizaba con buena parte de la legislación de Roosevelt, habló en contra de los intentos del presidente de erosionar el poder del Tribunal Supremo y de sus alegaciones de que los jueces estaban sobrecargados de trabajo. El Partido Demócrata de Roosevelt había tenido amplias mayorías en ambas cámaras del Congreso. Sin embargo, la Cámara de Representantes de alguna manera se negó a tratar el proyecto de ley de Roosevelt. Y entonces lo intentó con el Senado. El proyecto de ley se envió al Comité de Asuntos Judiciales del Senado, que celebraba entonces reuniones altamente contenciosas, solicitando varias opiniones sobre el proyecto de ley. Finalmente, lo volvieron a enviar al Senado con un informe negativo, argumentando que el proyecto de ley era un «abandono innecesario, vano y totalmente peligroso del principio constitucional [...] sin precedentes ni justificación». Con setenta votos a favor y veinte en contra, el Senado decidió devolverlo a un comité para que se volviera a redactar. Todos los elementos de «designación tendenciosa de miembros afines» quedaron fuera. Roosevelt sería incapaz de eliminar las restricciones que imponía a su poder el Tribunal Supremo. Aunque el poder de Roosevelt estuviera limitado, hubo acuerdos, y el Tribunal consideró constitucionales las leyes de Seguridad Social y de Relaciones Laborales Nacionales.

Más importante que el destino de aquellas dos leyes fue la lección general de aquel episodio. Las instituciones políticas inclusivas no solamente comprueban las grandes desviaciones de las instituciones económicas inclusivas, sino que también se resisten a los intentos de socavar su propia continuación. El interés inmediato del Congreso demócrata y el Senado era designar tendenciosamente a miembros afines en el Tribunal y garantizar que toda la legislación del
New Deal
sobreviviera. Sin embargo, de la misma forma que las élites políticas británicas de principios del siglo
XVIII
comprendieron que suspender el Estado de derecho pondría en peligro los beneficios que habían arrancado a la monarquía, los congresistas y los senadores comprendieron que, si el presidente podía someter la independencia del poder judicial, entonces se reduciría el equilibrio de poder en el sistema que los protegía del presidente y garantizaba la continuidad de instituciones políticas pluralistas.

Quizá Roosevelt habría decidido más adelante que obtener mayorías legislativas implicaba demasiado compromiso y tiempo y que, en vez de eso, gobernaría por decreto, reduciendo totalmente el pluralismo y el sistema político estadounidense. Sin duda, el Congreso no lo habría aprobado, pero entonces Roosevelt podría haber apelado a la nación, afirmando que el Congreso impedía aplicar las medidas necesarias para luchar contra la Depresión. Podría haber utilizado la policía para cerrar el Congreso. ¿Suena descabellado? Esto es exactamente lo que ocurrió en Perú y Venezuela en la década de los noventa. Los presidentes Fujimori y Chávez apelaron a su mandato popular para cerrar unos congresos poco cooperativos y, posteriormente, volver a redactar sus Constituciones para reforzar ampliamente los poderes del presidente. El temor a esta cuesta resbaladiza por parte de quienes compartían el poder bajo instituciones políticas pluralistas es exactamente lo que hizo que Walpole no amañara los tribunales británicos en la década de 1720 y lo que provocó que el Congreso estadounidense no apoyara el plan de designación tendenciosa de miembros afines de Roosevelt. El presidente había topado con el poder de los círculos virtuosos.

No obstante, esta lógica no siempre funciona, sobre todo en sociedades que pueden tener algunos rasgos inclusivos pero que son ampliamente extractivas. Ya hemos visto estas dinámicas en Roma y Venecia. Otro ejemplo es la comparación del intento frustrado de Roosevelt de designar tendenciosamente a miembros afines en el Tribunal con acciones similares en Argentina, donde hubo luchas cruciales como ésta en el contexto de instituciones políticas y económicas predominantemente extractivas.

La Constitución argentina de 1853 creó un Tribunal Supremo con derechos similares a los del Tribunal Supremo estadounidense. Una decisión de 1887 permitía al Tribunal argentino asumir el mismo papel que el Tribunal Supremo de Estados Unidos a la hora de decidir si una ley específica era constitucional. En teoría, el Tribunal Supremo podría haber desarrollado uno de los elementos importantes de las instituciones políticas inclusivas en Argentina, pero el resto del sistema político y económico continuó siendo altamente extractivo y, en Argentina, no había ni pluralismo ni cesión de poderes a amplios segmentos de la sociedad. Como en Estados Unidos, el papel constitucional del Tribunal Supremo también sería cuestionado en Argentina. En 1946, Juan Domingo Perón fue elegido democráticamente presidente de Argentina. Había sido coronel y adquirió relevancia nacional tras un golpe militar en 1943 que le había nombrado ministro de Trabajo. En este puesto, construyó una coalición política con los sindicatos y el movimiento de los trabajadores que sería crucial para su candidatura presidencial.

Poco después de la victoria de Perón, sus partidarios en la Cámara de Diputados propusieron la destitución de cuatro de los cinco miembros del Tribunal. Los cargos presentados contra el Tribunal eran varios. Uno era aceptar inconstitucionalmente la legalidad de dos regímenes militares en 1930 y 1943 (lo que era bastante irónico, ya que Perón había tenido un papel clave en el segundo golpe). Otro se centraba en la legislación que el Tribunal había invalidado, igual que su homólogo estadounidense. Justo antes de la elección de Perón como presidente, el Tribunal había adoptado una decisión que afirmaba que el comité de relaciones Laborales Nacional de Perón era inconstitucional. Igual que Roosevelt había criticado mucho al Tribunal Supremo en su campaña de reelección de 1936, Perón hizo lo mismo en su campaña de 1946. Nueve meses después de iniciar el proceso de destitución, la Cámara de Diputados destituyó a tres de los jueces, el cuarto ya había dimitido. El Senado aprobó la moción. Perón nombró entonces a cuatro jueces nuevos. El debilitamiento del Tribunal sin duda tuvo como efecto liberar a Perón de límites políticos. A partir de aquel momento, podía ejercer un poder ilimitado, de una forma muy parecida a los regímenes militares de Argentina antes y después de su presidencia. Sus jueces recién nombrados, por ejemplo, consideraron constitucional la condena de Ricardo Balbín, el líder del principal partido de la oposición, el Partido Radical, por faltar al respeto a Perón. Perón podía gobernar de facto como dictador.

Como Perón consiguió formar un tribunal afín a sus ideas, ha pasado a ser una costumbre que cada nuevo presidente argentino elija a sus propios jueces del Tribunal Supremo. De esta forma, se acabó con una institución política que podría haber impuesto ciertos límites al poder del ejecutivo. El régimen de Perón fue apartado del poder por otro golpe en 1955, tras el cual se produjo una larga secuencia de transiciones entre gobiernos militares y civiles, y ambos tipos de gobierno elegían a sus propios jueces. No obstante, elegir a los jueces del Tribunal Supremo en Argentina no era una actividad limitada a las transiciones entre gobiernos militares y civiles. En 1990, Argentina experimentó finalmente una transición entre gobiernos elegidos democráticamente, un gobierno democrático seguido por otro. De todas formas, en aquel momento, los gobiernos democráticos se comportaban de una forma parecida a los gobiernos militares en lo referente al Tribunal Supremo. El presidente entrante fue Carlos Saúl Menem del Partido Peronista. El Tribunal Supremo constituido había sido nombrado después de la transición a la democracia en 1983 por el presidente del Partido Radical, Raúl Alfonsín. Como se trataba de una transición democrática, no debería haber habido razones para que Menem nombrara su propio Tribunal. Sin embargo, en el período previo a la elección, ya había mostrado sus intenciones. Intentó animar (o incluso intimidar) a los miembros del Tribunal para que dimitieran. No paró de intentarlo, pero no lo consiguió. Fue célebre su ofrecimiento de una embajada al juez Carlos Fayt. Sin embargo, la oferta fue rechazada y Fayt le respondió enviándole un ejemplar de su libro
Law and Ethics,
con la nota: «Cuidado, yo escribí esto». Sin inmutarse, al cabo de tres meses de asumir el cargo, Menem envió una ley a la Cámara de Diputados proponiendo ampliar el Tribunal de cinco a nueve miembros. Uno de los argumentos fue el mismo que utilizó Roosevelt en 1937: el Tribunal tenía sobrecarga de trabajo. La ley fue aprobada rápidamente por el Senado y la Cámara, lo que permitió que Menem nombrara a cuatro jueces nuevos. Ya tenía su mayoría.

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