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Authors: James A. Daron | Robinson Acemoglu

Por qué fracasan los países (71 page)

Los habitantes de un distrito remoto del valle central de Afganistán oyeron un anuncio radiofónico sobre un programa multimillonario de dólares para restaurar los refugios de su zona. Al cabo de algún tiempo, llegaron unas cuantas vigas de madera, transportadas por el cártel de camiones de Ismail Khan, un famoso antiguo señor de la guerra y miembro del gobierno afgano. Sin embargo, eran demasiado grandes para poder tener algún uso útil en el distrito, así que los habitantes los destinaron al único uso posible: leña. ¿Qué pasó con los millones de dólares prometidos a sus habitantes? Del dinero prometido, el 20 por ciento fue a parar a los gastos de la oficina central de las Naciones Unidas en Ginebra. El resto fue subcontratado a una ONG, que tomó otro 20 por ciento para sus propios gastos de la oficina central en Bruselas, y así sucesivamente. También había tres abogados y cada uno se quedó aproximadamente otro 20 por ciento de lo que quedaba. El poco dinero que llegó a Afganistán se utilizó para comprar comida a la parte occidental de Irán, y gran parte de esto fue pagado al cártel de camiones de Ismail Khan para cubrir los precios inflados del transporte. Fue una especie de milagro que aquellas vigas demasiado grandes incluso llegaran al pueblo.

Lo que ocurrió en el valle central de Afganistán no es un incidente aislado. Muchos estudios estiman que solamente entre el 10 o, como máximo, el 20 por ciento de la ayuda alguna vez llega a su objetivo. Existen docenas de investigaciones por fraude a oficiales locales y de la ONU por desviar dinero de las ayudas. Sin embargo, la mayor parte del dinero desperdiciado que resulta de la ayuda exterior no es fraude, sino solamente incompetencia o, incluso peor, algo habitual para las organizaciones de ayuda.

La experiencia afgana con la ayuda, de hecho, fue probablemente un éxito limitado en comparación con otros casos. A lo largo de las últimas cinco décadas, se han pagado cientos de miles de millones de dólares a gobiernos de todo el mundo como ayuda al «desarrollo». Gran parte de esto se ha desperdiciado en gastos generales y corrupción, igual que en el caso de Afganistán. O, peor, gran parte del dinero fue a parar a dictadores como Mobutu, que dependían de la ayuda exterior de sus patrones occidentales para comprar apoyo de sus clientes para reforzar su régimen y enriquecerse. La situación en gran parte del África subsahariana era similar. La ayuda humanitaria para el alivio temporal en tiempos de crisis, por ejemplo, recientemente, en Haití y Pakistán, sin duda ha sido más útil, aunque para hacerla llegar a su destino también se haya topado con problemas similares.

A pesar de este historial poco favorecedor de la ayuda al «desarrollo», la ayuda exterior es una de las políticas más populares que los gobiernos occidentales, las organizaciones internacionales como la ONU y organizaciones no gubernamentales de distintos tipos recomiendan como forma de combatir la pobreza en el mundo. Y, evidentemente, el ciclo de fracaso de la ayuda exterior se repite sin cesar. La idea de que los países occidentales ricos deban proporcionar grandes cantidades de «ayuda al desarrollo» para resolver el problema de la pobreza en el África subsahariana, el Caribe, América Central y el sur de Asia se basa en una comprensión incorrecta de las causas de la pobreza. Países como Afganistán son pobres debido a sus instituciones extractivas (que dan como resultado la inexistencia de derechos de propiedad, ley y orden o buenos sistemas legales y que conducen al dominio asfixiante de la vida política y económica ejercido por las élites nacionales e, incluso, locales). Los mismos problemas institucionales significan que la ayuda exterior será inefectiva, ya que será saqueada y es poco probable que llegue a donde se supone que debe llegar. En el peor de los casos, mantendrá a los regímenes que están en la misma raíz de los problemas de estas sociedades. Si el crecimiento económico sostenido depende de instituciones inclusivas, dar ayuda a regímenes que presiden con instituciones extractivas no puede ser la solución. Esto no significa negar que, más allá de la ayuda humanitaria, existe un bien considerable procedente de los programas específicos de ayuda que construyen escuelas en zonas en las que no existían y que pagan a profesores que, de otro modo, no recibirían ningún sueldo. De hecho, gran parte de la ayuda comunitaria enviada a Kabul hizo poco para mejorar la vida de los afganos corrientes, pero se han producido éxitos notables en la construcción de escuelas, sobre todo para niñas, que estaban totalmente excluidas de la educación durante el dominio talibán e incluso antes.

Una solución (que recientemente se ha hecho muy popular, en parte porque se reconoce que está relacionada con la prosperidad e incluso con el envío de ayuda) es hacer que la ayuda sea «condicional». Según este enfoque, la ayuda exterior continuada debería depender de que los gobiernos que la reciben cumplan ciertas condiciones, por ejemplo, liberalizar mercados o avanzar hacia la democracia. La Administración de George W. Bush dio el paso más grande en este tipo de ayuda condicional a partir de las cuentas del Desafío del Milenio (Millennium Challenge Accounts), que hicieron que los pagos de ayuda futura dependieran de mejoras cuantitativas en varias dimensiones de desarrollo político y económico. Sin embargo, la efectividad de la ayuda condicional no parece mejor que la de tipo incondicional. Los países que no cumplen estas condiciones normalmente reciben tanta ayuda como los que sí las cumplen, por una simple razón: tienen una mayor necesidad de ayuda humanitaria o para el desarrollo. Y, de forma bastante previsible, la ayuda condicional parece tener poco efecto en las instituciones de una nación. Al fin y al cabo, habría sido bastante sorprendente que alguien como Siaka Stevens en Sierra Leona o Mobutu en el Congo de repente empezara a desmantelar las instituciones extractivas de las que depende solamente por un poco más de ayuda exterior. Incluso en el África subsahariana, donde la ayuda exterior es una parte significativa del presupuesto total de muchos gobiernos, y después de las cuentas del Desafío del Milenio que aumentaron el alcance de la condicionalidad, la cantidad de ayuda exterior adicional que un dictador puede obtener perjudicando su propio poder es reducida y no merece la pena poner en peligro su dominio continuado sobre el país ni su vida.

Sin embargo, todo esto no implica que la ayuda exterior, excepto la de tipo humanitario, deba cesar. Poner fin a la ayuda exterior es poco práctico y probablemente conduciría a un mayor sufrimiento humano. Es poco práctico porque a los ciudadanos de muchos países occidentales los preocupa y los hace sentir culpables los desastres económicos y humanos del mundo, y la ayuda exterior les hace creer que se está haciendo algo para combatir los problemas. Aunque no sea algo muy efectivo, su deseo de ayudar continuará, igual que la ayuda exterior. El enorme complejo de las organizaciones internacionales y las ONG también demandará y movilizará ininterrumpidamente recursos para garantizar la continuación del statu quo. Además, sería cruel cortar la ayuda que se da a los países más necesitados. Sí, gran parte de esta ayuda se desperdicia, pero, si de cada dólar que se da a la ayuda, 10 centavos llegan a las personas más pobres del mundo, son 10 centavos más de lo que tenían antes para aliviar la pobreza más abyecta, y sigue siendo mejor que nada.

Hay dos lecciones importantes que aprender. La primera es que la ayuda exterior no es un medio muy efectivo de abordar el fracaso de los países del mundo hoy en día. Todo lo contrario. Los países necesitan instituciones políticas y económicas inclusivas para romper el ciclo de la pobreza. La ayuda exterior normalmente puede hacer poco en este aspecto, y, sin duda, no de la forma en la que está organizada actualmente. Reconocer las raíces de la desigualdad y la pobreza del mundo es importante precisamente para no depositar nuestras esperanzas en falsas promesas. Como estas raíces descansan en instituciones, la ayuda exterior, dentro del marco de las instituciones de los países receptores, hará poco para estimular un crecimiento sostenido. La segunda lección es que, como el desarrollo de instituciones políticas y económicas inclusivas es clave, utilizar los flujos existentes de ayuda exterior como mínimo en parte para facilitar este desarrollo sería útil. Como vimos, la condicionalidad no es la respuesta aquí, ya que exige que los gobernantes existentes hagan concesiones. En su lugar, quizá se debería estructurar la ayuda exterior para que su uso y administración integrara en el proceso de toma de decisiones a los grupos y los líderes que, de otra forma, quedarían excluidos del poder. Además, se debería otorgar poder a un amplio segmento de la población. Así, se lograría una perspectiva mejor.

 

 

La cesión de poderes

 

El 12 de mayo de 1978 parecía que iba a ser un día normal en la fábrica de camiones de Scânia en la ciudad de São Bernardo en el estado brasileño de São Paulo. Sin embargo, los trabajadores estaban agitados. Las huelgas estaban prohibidas en Brasil desde 1964, cuando los militares derrocaron al gobierno democrático del presidente João Goulart. No obstante, se acababa de conocer la noticia de que el gobierno había estado arreglando las cifras de inflación nacionales de forma que el aumento del coste de la vida se había subestimado. Cuando empezó el turno de las siete de la mañana, los trabajadores dejaron sus herramientas. A las ocho de la mañana, Gilson Menezes, un organizador sindical que trabajaba en la fábrica, llamó al sindicato. El presidente de los trabajadores del Metal de São Bernardo era un activista de treinta y tres años llamado Luiz Inácio Lula da Silva (conocido como Lula). A las doce, Lula estaba en la fábrica. Cuando la empresa le pidió que convenciera a los empleados para que volvieran al trabajo, se negó.

La huelga de Scânia fue la primera de una oleada de huelgas que recorrieron Brasil. Apartentemente, las habían originado los sueldos, pero, tal y como dijo Lula más tarde:

 

Creo que no podemos separar los factores económicos y los políticos [...], la lucha era por los sueldos, pero, al luchar por los sueldos, la clase trabajadora ganó una victoria política.

 

El resurgimiento del movimiento obrero brasileño formaba parte de una reacción social mucho más amplia a una década y media de dominio militar. El intelectual de izquierdas Fernando Henrique Cardoso —como Lula, destinado a convertirse en presidente de Brasil tras la recreación de la democracia— defendió en 1973 que la democracia se crearía en Brasil mediante la unión de los muchos grupos sociales que se oponían al poder militar. Dijo que lo que se necesitaba era una «reactivación de la sociedad civil, las asociaciones profesionales, los sindicatos, las iglesias, las organizaciones de estudiantes, los grupos de estudio, los círculos de debate y los movimientos sociales». En otras palabras, una amplia coalición con el objetivo de recrear la democracia y cambiar la sociedad brasileña.

La fábrica Scânia anunció la formación de esta coalición. A finales de 1978, Lula propuso la idea de crear un nuevo partido político, el Partido de los Trabajadores. Iba a ser el partido no solamente de los sindicalistas. Lula insistió en que debía ser un partido para todos aquellos que trabajaban a cambio de un sueldo y para los pobres en general. Aquí, los intentos de los líderes de los sindicatos de organizar una plataforma política empezaron a unirse con la multitud de movimientos sociales que estaban surgiendo. El 18 de agosto de 1979, se celebró una reunión en São Paulo para comentar la formación del Partido de los Trabajadores, que congregó a políticos de la antigua oposición, líderes de sindicatos, estudiantes, intelectuales y gente que representaba a un centenar de movimientos sociales distintos que habían empezado a organizarse en los setenta en Brasil. El Partido de los Trabajadores, creado en el restaurante São Judas Tadeo de São Bernardo en octubre de 1979, se convertiría en el representante de todos aquellos grupos tan distintos.

El partido rápidamente empezó a beneficiarse de la apertura política que el poder militar concedía a regañadientes. En las elecciones locales de 1982, presentó candidatos por primera vez y ganó dos veces la alcaldía. A lo largo de los ochenta, se recreó una democracia paulatinamente en Brasil; el Partido de los Trabajadores empezó a apoderarse cada vez de más gobiernos locales. En 1988, controlaba los gobiernos de 36 municipios, que incluían grandes ciudades como São Paulo y Porto Alegre. En 1989, en las primeras elecciones presidenciales libres desde el golpe militar, Lula ganó el 16 por ciento de los votos en la primera ronda como candidato del partido. En la segunda vuelta con Fernando Collor, ganó con el 44 por ciento.

Al apoderarse de muchos gobiernos locales, algo que se aceleró en los noventa, el Partido de los Trabajadores empezó a entrar en una relación simbiótica con muchos movimientos sociales locales. En Porto Alegre, la primera administración del Partido de los Trabajadores después de 1988 introdujo el «presupuesto participativo», un mecanismo para llevar a los ciudadanos ordinarios a la formulación de las prioridades de gasto de la ciudad. Creó un sistema que se ha convertido en un modelo mundial para la responsabilidad y la capacidad de respuesta de los gobiernos locales y fue acompañado por enormes mejoras en los servicios públicos y la calidad de vida de la ciudad. La estructura de gobernanza de éxito del partido a nivel local se tradujo en una mayor movilización política y mayor éxito a nivel nacional. Lula fue derrotado por Fernando Henrique Cardoso en las elecciones presidenciales de 1994 y 1998, pero salió elegido presidente de Brasil en 2002. El Partido de los Trabajadores está en el poder desde entonces.

La formación de una amplia coalición en Brasil como resultado de la unión de varios movimientos sociales y la organización de la mano de obra tuvo un impacto notable en la economía brasileña. Desde 1990, el crecimiento económico ha sido rápido, y el porcentaje de población en la pobreza se redujo, pasando del 45 al 30 por ciento en 2006. La desigualdad, que había aumentado rápidamente bajo el control militar, se redujo de forma notable, sobre todo después de que el Partido de los Trabajadores llegara al poder, y ha habido una enorme expansión de la educación, gracias a la cual, la media de años de escolarización de la población aumentó de seis en 1995 a ocho en 2006. Hoy en día, Brasil forma parte de los países BRIC (Brasil, Rusia, India y China); es el primer país latinoamericano que tiene peso en círculos diplomáticos internacionales.

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