—Estudié esta droga durante más de diez años, en la Universidad de Mitar. Está en el agua por todo el planeta. La bebemos, nos bañamos en ella, nadamos en ella todos los días. Pero aquí está concentrada. ¡Si no comprenden lo que están haciendo cuando la usan, esa equivocación puede dañarlos!
El custodio que aferraba mi muñeca comenzó a reír.
—El sueño del océano es poderoso, sí, pero ¡no necesitamos su consejo! ¡Durante cincuenta años, mi amigo y yo hemos estudiado su esencia y sus enseñanzas, hasta que fuimos lo suficientemente fuertes como para
pararnos
en el agua sagrada! —Hizo un gesto hacia sus pies correosos; no tenía dudas que de su sistema circulatorio era tan pobre que limitaba la dosis a un nivel tolerable.
Estiró su brazo vigoroso hacia mí.
—¡Lárgate a Mitar, provinciano! ¡Lárgate con tus libros y tu máquinas inservibles! ¿Qué puedes saber sobre misterios sagrados? ¿¡
Qué puedes saber sobre el océano?
—Creo que usted no entiende nada.
Entré en el estanque. El hombre comenzó a lamentarse porque mi cuerpo sin purificar contaminaba el agua, pero pasé rápidamente a su lado. El otro custodio vino detrás de mí pero, aunque mis pies estaban blandos después de años de usar zapatos, ignoré los bordes afilados de las piedras y continué caminando hacia la ensenada. Me ayudó la zooamina. Pude sentir la antigua alegría, la antigua paz, el antiguo «amor»; fue un anestésico poderoso.
Miré hacia atrás por sobre mi hombro. El segundo hombre había dejado de perseguirme; pareció que temía sinceramente seguir avanzando.
Me saqué la remera, la hice un bulto y la arrojé sobre una piedra a un do del estanque. Luego continué vadeando hacia delante, dirigiéndome hacia el foco de poder
El agua me llegó a las rodillas. Pude sentir mi corazón palpitando más fuerte que en mi infancia. La gente me gritaba desde el borde del estanque: algunos indignados por mi sacrilegio, otros aparentemente preocupados por mi seguridad ante la presencia de fuerzas que estaban más allá de mi control. Sin volverme, grité con toda mi voz:
—¡No hay ningún «poder» aquí! ¡No hay nada «sagrado»! No hay nada aquí salvo una droga…
Los hábitos antiguos sobreviven; al principio casi recé.
Por favor, Bendita Beatriz no me permitas recobrar la fe.
Me eché en el agua y dejé que me cubriera la cara. Mi visión se volvió blanca; sentí que estaba abandonando mi cuerpo. El amor de Beatriz fluyó hacia mí y nada había cambiado: Su presencia era tan palpable como siempre, tan innegable como siempre.
Supe
que era amado, aceptado perdonado.
Espeté, mirando directamente a la luz, casi aguardando una voz una visión, alucinaciones detalladas. Eso que les había sucedido a algunos de los Inmersos. Tras esto, ¿cómo se puede encontrar el camino de regreso a la cordura?
Pero para mí sólo estaba la emoción misma, abrumadora pero no embellecedora. No se volvió monótona; podría haberme complacido en ella durante días. Pero entonces comprendí que no revelaba más sobre mi lugar en el mundo que la calidez de los rayos de sol sobre la piel. No la volvería a confundir con el toque de una mano real.
Me puse de pie y abrí los ojos. Delante de mí bailaron imágenes retínales violetas. Me tomé un tau para recuperar el aliento y me sentí seguro otra vez. Entonces me volví y comencé a vadear de regreso hacia la orilla.
La multitud se había quedado silenciosa aunque yo no tenía idea de si era por disgusto o por un respeto desaprobador.
—No es sólo aquí —dije—. No es únicamente en el agua. Ahora es parte de nosotros; está en nuestra sangre. —Todavía estaba casi ciego; no podía ver si alguien escuchaba—. Pero en cuanto uno lo reconoce es libre. En cuanto se está preparado para enfrentar la posibilidad de que todo lo que hace que uno se sienta bien, que todo lo que hace que uno se sienta elevado y que llena el corazón de alegría,
todo lo que hace que la vida valga la pena…
es una mentira, es corrupción, no tiene sentido… entonces nunca se verán sometidos.
Me dejaron alejar caminando indemne. Me volví para observar cómo la fila se formaba nuevamente; la niña ya no estaba allí.
Me desperté sobresaltado, el mismo viejo sueño.
Estaba bajando a mi madre hada el agua desde la popa de la embarcación. Sus manos estaban atadas
,
sus pies tenían pesas. Ella estaba asustada, pero confiaba en mí. «Me sacarás si hay problemas, ¿no, Martín?»
Asentí tranquilizadoramente. Pero una vez que se desvaneció bajo las olas, pensé: ¿qué estoy haciendo? Ya no creo en esta mierda.
Así que saqué un cuchillo y comencé a cortar la soga…
Llevé las rodillas hasta mi pecho y en la oscuridad me puse en cuclillas sobre la cama poco familiar. Estaba en un pequeño poblado en la línea del ferrocarril, a medio camino hacia Mitar. A medio camino entre la noche y el amanecer.
Me vestí y salí de la hostería. El centro de la ciudad estaba desierto y el cielo estaba saturado de estrellas. Como en mi hogar. En Mitar todo se desvanecía en una neblina de luz.
Las tres estrellas citadas por varias autoridades como el sol de la Tierra estaban sobre el horizonte. Si no estaban todos equivocados, tal vez viviera para ver la imagen telescópica del planeta. Pero la posibilidad de establecer contacto con los Ángeles —si todavía existía una facción allí afuera, en algún lugar— no me producía nada. Le grité en silencio a las estrellas:
¡su degenerada descendencia no necesita de su ayuda! ¿Por qué deberíamos volver a juntarnos! [Vamos a superarlos!
Me senté sobre los escalones al borde de una plaza y cubrí mi cara. Las bravatas no servían de nada. Nada servía de nada. Tal vez si hubiera madurado enfrentando la verdad sería más fuerte. Pero cuando desperté en la noche, sabiendo que mi madre simplemente estaba muerta, que todos los que amaba la seguirían, que también yo me desvanecería en el mismo vacío, sentí como si me enterraran vivo. Fue como estar de nuevo en el agua, atado y con las pesas, con el conocimiento certero de que nadie iba a jalar hacia arriba.
Alguien puso una mano sobre mi hombro. Levanté la vista sobresaltado. Era un hombre de mi misma edad. Sus modos no eran amenazantes; parecía ligeramente cauto conmigo.
—¿Necesitas un techo? Puedo dejarte entrar en la Iglesia si quieres. —Había un carrito atestado con elementos de limpieza a poca distancia detrás de él.
Negué con la cabeza.
—No es el frío —Estaba demasiado perturbado para explicarle que tenia una habitación perfectamente buena muy cerca—. Gracias.
Mientras se alejaba caminando lo llamé.
—¿Cree en la Diosa?
Se detuvo y me contempló durante un momento, como si estuviera tratando de decidir si ésta era una pregunta con doble intención, como si yo hubiese sido enviado por los feligreses locales para examinar su solidez teológica. O tal vez él sólo quería ser diplomático con alguien lo suficientemente desesperado como para estar sentado en la plaza del poblado en medio de la noche, pidiéndole consuelo a un extraño. Negó con la cabeza
—Cuando era niño sí. Después no. Era una idea atractiva… pero sin sentido.
Me miró escéptico, todavía inseguro de mis motivos.
—Entonces, ¿la vida no es insoportable? —dije.
—No todo el tiempo —rió.
Regresó a su carrito y comenzó a conducirlo hacia la Iglesia. Permanecí en la escalera a la espera del amanecer.
Fin de «Oceánico»
En el decimoctavo día en la jaula del tigre, Robert Stoney comenzó a perder las esperanzas de salir indemne.
Despertó una docena de veces a lo largo de la noche con la necesidad irresistible de estirar espalda y miembros, y ninguna de las provechosas posiciones de compromiso que había descubierto en los primeros días —las soluciones menos malas al problema geométrico de su reclusión— había sido capaz de aliviar su sensación de pánico. Había sido mucho más doloroso durante la segunda semana, sufriendo unos calambres que parecían como si los músculos de las piernas se estuvieran muriendo sobre los huesos, pero estos nuevos espasmos llegaban desde un lugar todavía más profundo, potenciado por una sensación de urgencia que se agitaba en torno a su propia conciencia de la situación.
Esto era lo que lo asustaba. A veces encontraba formas para reducir su incomodidad, a veces no podía, pero se aferraba al pensamiento de que, de última, nada de lo que hicieran estos hijos de puta lo lastimaría. Sin embargo, no era cierto. Podían lograr que se angustiara por el anhelo de libertad en medio de la noche, de la misma manera en que uno se podía angustiar por pena o amor. Siempre abrigó la comprensión de sí mismo como un todo, que su mente y su cuerpo eran indivisibles. Pero había fracasado en comprender el corolario: a través de su cuerpo, podían alcanzar cada parte de él. Cambiar cada una de sus partes.
La mañana traía un tormento nuevo: la rinitis alérgica. La casa estaba en algún lugar en medio del campo, sin nada que escuchar a lo largo del día salvo el canto de los pájaros. Junio siempre había sido el peor mes para la rinitis alérgica, pero en Manchester era tolerable. Mientras desayunaba, la mucosidad goteaba de su cara en el tazón de avena tibia que le traían. Se refregaba el flujo con el dorso de la mano, pero sufría un momento de revulsión inquietante cuando no podía encontrar una forma de ubicarse para limpiar la mano en los pantaloncitos. Pronto necesitaría vaciar sus intestinos. Le suministraban un orinal cuando lo pedía, pero siempre esperaban dos o tres horas antes de llevárselo. El olor ya era bastante malo, pero el hecho de que ocupara espacio en la jaula era todavía peor.
Peter Quint llegó para verlo hacia media mañana
—¿Qué tal estamos hoy, profe?
Robert no respondió. Desde el día en el que Quint le había devuelto un gesto de desconcierto ante una sugerencia de que tenía un nombre apropiado para un espectro, Robert había tratado de hacer al menos una broma a costa del hombre cada vez que se encontraban, una indulgencia insignificante pero satisfactoria. Pero ahora su mente estaba en blanco y, en retrospectiva, todo el ejercicio parecía una distracción insensata, tan bizarra y vana como hacer aseveraciones filosóficas a un animal predatorio mientras le roía la pierna.
—Muchos regresos felices —dijo dulcemente Quint.
Robert tuvo cuidado de no revelar sorpresa. Nunca perdió el rastro de los días, pero dejó de pensar en términos de fechas de calendario; simplemente no era relevante. Allá en el mundo real, olvidarse de su cumpleaños sería considerado como una excentricidad simpática. Aquí sería contemplado como una prueba de su deterioro y de la inminente capitulación.
Si estaba quebrándose, al menos podía elegir el punto de fisura. Habló tan tranquilamente como pudo sin levantar la vista:
—¿Sabes que casi califiqué para el maratón olímpico, en el cuarenta y ocho? Si no hubiera tenido problemas en la cadera justo antes de las pruebas podría haber competido. —Intentó una risa despreciativa—. Supongo que nunca fui un auténtico atleta. Pero tengo sólo cuarenta y seis años. Todavía no estoy preparado para la silla de ruedas. —Las palabras ayudaron: de esta forma pudo comenzar a implorar sin quebrarse por completo, expresando un miedo sincero sin revelar cuán profunda llegaba a ser la amenaza que sentía.
Continuó con una medida nota de desdicha que esperaba que sonara como una apelación en busca de justicia.
—No soporto el pensamiento de ser mutilado. Todo lo que estoy pidiéndote es que me dejes poner de pie. Déjame mantener saludable.
Quint se mantuvo en silencio durante un momento, luego respondió en un tono de fingida simpatía.
—Es antinatural, ¿no? Vivir así: inclinado, retorcido. un día tras otro. Vivir de manera antinatural inevitablemente tiene que lastimarte. Me alegra que por fin puedas verlo.
Robert estaba cansado; le tomó varios segundos apreciar el sentido.
¿Era así de ordinario, de obvio?
Lo encerraron en esta jaula, durante todo este tiempo… ¿como una suerte de
metáfora
brutal por sus crímenes?
Casi estalló en carcajadas, pero se contuvo.
—¿Supongo que no conoces a Franz Kafka?
—¿ Kafka? —Quint nunca pudo ocultar su voracidad por los nombres—. Uno de tus camaradas rojitos, ¿no?
—Dudo mucho de que siquiera fuera marxista.
Quint estaba decepcionado, pero se preparó para intentarlo nuevamente.
—¿Uno del otro tipo, entonces?
Robert pretendió cavilar sobre la pregunta.
—Pensándolo bien, sospecho que eso tampoco es muy probable.
—Entonces, ¿por qué mencionaste el nombre?
—Tengo la sensación de que él habría admirado tus métodos, eso es todo. Era bastante conocedor.
—Hmm. —Pareció que Quint sospechaba algo, pero no estaba completamente decidido.
Robert se había fijado por primera vez en Quint en febrero de 1952. Su casa había sido desvalijada una semana antes y Arthur, un hombre joven que había estado viendo desde la Navidad, confesó a Robert que había dado la dirección a un conocido. Tal vez los dos planearon robarle y Arthur se había arrepentido a último momento. En cualquier caso, Robert había ido a la policía con una historia improbable en torno a que había reconocido al culpable en un bar mientras trataba de vender una máquina de afeitar eléctrica de la misma confección y modelo que la que habían sacado de su casa. A nadie se le podían levantar cargos con una evidencia tan frágil, así que Robert no sentiría escrúpulos sobre las consecuencias si descubría que Arthur le había mentido. Simplemente terna la esperanza de que se llevara adelante una investigación que revelara algo más tangible.
Al día siguiente, el Departamento de Investigación Criminal hizo una visita a Robert. El hombre al que había acusado era conocido de la policía, y las huellas dactilares tomadas en el día del robo hacían juego con las impresiones que tenían en los archivos. Sin embargo, cuando Robert afirmó que lo había visto en el bar, ya estaba bajo custodia por una acusación completamente distinta.
Los detectives querían saber por qué había mentido. Para ahorrarse algo de la incomodidad, explicó Robert, de tener que detallar la verdadera fuente de su información. ¿Por qué era incómodo eso?
—Estoy relacionado con el informante.
Un detective, Wills, preguntó sencillamente: