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Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia ficción

Oceánico (12 page)

Diez años más tarde, todavía ardía en resentimiento ante la humillación que ella le había hecho atravesar, pero también se sentía agradecido por la lección que le había enseñado. Sus primeros libros y sus charlas radiales no habían sido un completo desperdicio de tiempo, pero el triunfo de la arpía, le había mostrado cuán lastimosa era la razón humana cuando enfrentaba las grandes preguntas. Había comenzado a trabajar en las historias de Nescia años atrás, pero fue sólo cuando el polvo se hubo asentado sobre su derrota más dolorosa que finalmente reconoció el verdadero llamado.

Se sacó la pipa, se puso de pie y se volvió hacia Oxford.

—¡Bésame el culo, Elizabeth! —rugió con felicidad, exhibiéndole la carta. Era un augurio maravilloso. Iba a ser un día muy bueno.

Hubo un golpe en la puerta de su estudio.

—Entre.

Era su hermano, William. Jack se sintió sorprendido —ni siquiera sabía que Willie estuviera en la ciudad— pero asintió dándole la bienvenida y señalando hacia el sillón frente a su escritorio.

Willie se sentó, con su rostro sonrojado por las escaleras, frunciendo el ceño. Tras un momento dijo:

—Este tipo, Stoney.

—¿Hmm? —Jack sólo lo escuchaba a medias mientras ordenaba los papeles en su escritorio. Sabía por su larga experiencia que Willie se tomaría una eternidad hasta llegar al asunto.

—Hizo algún tipo de trabajo muy secreto durante la guerra, aparentemente.

—¿Quién?

—Robert Stoney. Un matemático. Solía andar por Manchester pero es del Fellow of Kings College y ahora está de regreso en Cambridge. Hizo algún tipo de trabajo secreto en la guerra. Lo mismo que Malcolm Muggeridge, aparentemente. No le permiten a nadie decir qué.

Jack levantó la vista, divertido. Había escuchado rumores sobre Muggeridge, pero todos tenían que ver con la actividad de analizar mensajes alemanes de radio que habían sido interceptados. ¿Qué uso concebible hubiera tenido un matemático para eso? Probablemente sacarle punta a los lápices de los analistas de inteligencia.

—¿Qué pasa con él, Willie? —preguntó pacientemente Jack.

Willie continuó con renuencia, como si estuviera confesando algo ligeramente inmoral.

—Le hice una visita ayer. A un lugar llamado Cavendish. Un viejo amigo del ejército tiene un hermano que trabaja allí. Conseguí un recorrido completo.

—Conozco el Cavendish. ¿Qué hay que ver?

—Está haciendo cosas, Jack.
Cosas imposibles.

—¿Imposibles?

—Mirar dentro de la gente. Poner eso en una pantalla, como una televisión.

—¿Cómo los rayos x? —suspiró Jack.

Willie habló con irritación:

—No soy tonto; sé cómo se ven los rayos x. Esto es diferente. Puedes ver cómo circula la sangre. Puedes observar cómo late el corazón, puedes seguir una sensación a través de los nervios desde… la punta de los dedos hasta el cerebro. Dice que pronto será capaz de observar un pensamiento en movimiento.

—No tiene sentido —frunció el ceño Jack—. Entonces inventó algún dispositivo, algún tipo extravagante de máquina de rayos x. ¿Qué es lo que te preocupa tanto?

Willie sacudió la cabeza seriamente.

—Hay más. Esa es sólo la punta de iceberg. Hace sólo un año que regresó a Cambridge, y el lugar ya está rebosando de… maravillas. — Usó la palabra con renuencia, como si no tuviera elección, pero temeroso de transmitir más aprobación de lo que pretendía.

Jack estaba comenzando a sentir una sensación distinta de inquietud.

—¿Qué es exactamente lo que quieres que haga? —preguntó.

—Que vayas y mires tú mismo —respondió Willie en forma directa—. Que vayas y mires qué está tramando.

El Laboratorio Cavendish era un edificio a medias Victoriano, diseñado para recordar algo considerablemente más antiguo y más grande. Albergaba todo el Departamento de Física, incluyendo las salas de conferencias; el lugar estaba lleno de estudiantes ruidosos. Jack no había tenido problemas en disponer un recorrido: simplemente llamó por teléfono a Stoney y le manifestó su curiosidad, y no le requirieron ningún otro motivo sustancial.

A Stoney le habían destinado tres salas contiguas en la parte de atrás del edificio, y el «Visualizador de resonancia de espín» ocupaba la mayor parte de la primera. Obedientemente, Jack dispuso su brazo entre las bobinas, entonces casi lo sacó de golpe por el susto cuando apareció en el tubo de imagen la extraña visión de un corte transversal de sus músculos y venas. Se preguntó si podía, ser algún tipo de engaño, pero cerró su puño lentamente y observó cómo la imagen hacía lo mismo luego hizo varios movimientos impredecibles que fueron replicados igualmente bien.

—Si le interesa, puedo mostrarle células sanguíneas en forma individual —ofreció Stoney amablemente.

Jack negó con la cabeza; el despellejamiento actual y sin aumento ya era suficiente.

Stoney vaciló, luego agregó torpemente:

—Deberá hablar con su médico sobre un tema. Es que la densidad de su hueso es bastante… —Señaló un gráfico en la pantalla junto a la imagen—. Bueno, es un poco baja para el promedio normal.

Jack retiró el brazo. Ya le habían diagnosticado osteoporosis y había dado la bienvenida a la noticia: significaba que al menos tendría una pequeña parte de la enfermedad de Joyce —la debilidad de los huesos— en su propio cuerpo. Dios le había permitido sufrir un poco en su lugar.

Si
introdujeran a Joyce entre estas bobinas, ¿qué se revelaría?
Pero no había nada que agregar a su diagnóstico. Además, si él continuaba con sus oraciones y ambos seguían con buen ánimo, en algún momento la remisión se transformaría de una dilación insegura a una cura completa.

—¿Cómo funciona? —dijo.

—En un campo magnético fuerte, algunos de los núcleos atómicos y electrones en su cuerpo están libres para alinearse de varias formas con el campo. —Stoney debió haber visto que los ojos de Jack comenzaban a ponerse vidriosos; rápidamente cambió de táctica—. Piense en eso como un entorno de un conjunto completo de trompos girando, tan velozmente como fuera posible, luego escucha con cuidado como la velocidad se hace más lenta hasta que vuelcan. A los átomos en el cuerpo es suficiente con darles algunas claves como qué tipo de molécula y qué tipo de tejido, y ellos están allí. La máquina escucha a los átomos en los distintos lugares al cambiar la forma que combina todas las señales de miles de millones de antenas. Es como una galería de susurros donde se puede jugar con el tiempo que le toma viajar a las señales desde los distintos lugares, moviendo el foco de aquí para allá a través de cualquier parte del cuerpo, miles de veces por segundo.

Jack consideró esta explicación. Aunque sonaba complicada, en principio no era mucho más extraña que los rayos x.

—La misma física es algo anticuado —continuó Stoney—, pero para formar imágenes se requiere un campo magnético muy fuerte, y también es necesario darle sentido a toda la información reunida. Nevill Mott construyó las aleaciones superconductoras para los magnetos. Y yo me las compuse para persuadir a Rosalind Franklin de Birbeck para que colaborara con nosotros, para que ayudara a perfeccionar el proceso para los circuitos computados. Hicimos uniones cruzadas con montones de pequeños fragmentos con forma de Y del ADN, luego selectivamente los cubrimos con metal. Rosalind descubrió una forma de usar la cristalografía de rayos x como control de calidad. Le retribuimos con un computador que permite disolver las estructuras de proteínas hidratadas en tiempo real, pero tiene que conseguir una fuente de rayos x lo suficientemente potente. —Levantó un objeto pequeño y poco atractivo, festoneado con alambres dorados que sobresalían—. Cada puerta lógica es aproximadamente de un millar de ángstroms cúbicos, y las dispusimos en forma tridimensional. Eso hace un millón de millones de millones de interruptores en la palma de mi mano.

Jack no supo qué responder a esta afirmación. Aún cuando no podía seguir completamente al hombre había algo hipnotizante en sus divagaciones, como una mezcla entre William Blake y el parloteo de una guardería infantil.

—Si los computadores no le interesan, estamos haciendo todo tipo de cosas con el ADN. —Stoney lo acompañó hasta la siguiente sala, que estaba llena de cristalería y semilleros en macetas bajo tubos fluorescentes. Dos asistentes sentados en un banco estaban trabajando en unos microscopios; otro estaba administrando fluidos en tubos de ensayo con un instrumento que parecía un gotero hipertrofiado.

—Aquí hay docenas de especies nuevas de arroz, maíz y trigo. Todas tienen al menos el doble del contenido proteico y mineral de las cosechas existentes, y cada una emplea un repertorio bioquímico distinto para protegerse de los insectos y los hongos. Los agricultores tienen que abandonar los monocultivos; los exponen también a la enfermedad y los vuelven dependientes de los pesticidas químicos.

—¿Usted produjo esto? —dijo Jack— ¿Todas estas variedades nuevas en cuestión de meses?

—¡No, no! En lugar de perseguir los rasgos hereditarios que necesitábamos en su hábitat natural, y pelear durante años para producir clases cruzadas relacionándolas a todas, diseñamos todos los rasgos desde el principio. Luego manufacturamos ADN para producir las herramientas que necesitaban las plantas y las insertamos en sus células germen.

—¿Quién es usted para decir lo que necesita una planta? —preguntó molesto Jack.

Stoney negó con la cabeza inocentemente.

—Seguí los consejos de científicos agrícolas que recogieron las necesidades de los agricultores. Sabían contra qué plagas y enfermedades estaban luchando. Las cosechas de alimentos son tan artificiales como los pequineses. La naturaleza no nos las entrega en un plato, y si no funcionan tan bien como es necesario, la naturaleza no va a adaptarlas para nosotros.

Jack lo miró con disgusto, pero no dijo nada. Estaba comenzando a comprender por qué Willie lo había enviado allí. El hombre se había encontrado con un artesano entusiasta, pero había una arrogancia impresionante acechando detrás de una fachada juvenil.

Stoney explicó una colaboración que había concertado entre científicos de El Cairo, Bogotá, Londres y Calcuta, para desarrollar vacunas contra la polio, la viruela, la malaria, la fiebre tifoidea, la fiebre amarilla, la tuberculosis, la influenza y la lepra. Algunas fueron las primeras de su tipo; otras fueron probadas para reemplazar a las ya existentes.

—Es importante que creemos antígenos sin cultivar los patógenos en células animales que podrían ocultar virus. Todos los equipos están buscando variantes sobre una técnica simple y económica que implica poner genes antígenos en bacterias inofensivas que los duplican como vehículos de reparto y auxiliares, luego los liofilizan en esporas que pueden sobrevivir al calor tropical sin refrigeración.

Jack se sintió más aplacado; todo esto sonaba muy admirable. Qué competencia tenía Stoney para enseñar a los médicos sobre vacunas era una cuestión distinta. Se podía presumir que esta jerga tenía sentido para ellos, pero ¿exactamente cuándo este matemático había recibido la preparación para hacer la más modesta sugerencia sobre el tema?

—Usted ha tenido un año notablemente productivo —observó.

—La musa va y viene para todos —sonrió Stoney—. Pero yo soy sólo el catalizador en la mayor parte de los casos. Me he sentido muy feliz de encontrar personas, aquí en Cambridge y muchas veces muy lejos, que estaban esperando tener la oportunidad de trabajar en algunas ideas descabelladas. Ellos hicieron el verdadero trabajo. —Hizo un gesto hacia la siguiente sala—. Mis proyectos preferidos están aquí.

La tercera habitación estaba llena de artefactos electrónicos, conectados a tubos de imágenes que exhibían tanto palabras como imágenes fosforescentes simulando fotocalcos azules de ingeniería que habían cobrado vida. En medio de un banco, incongruente, había una gran jaula conteniendo varios hámsteres.

Stoney jugueteó con uno de los artefactos y una cara como un dibujo estilizado de una máscara apareció en una pantalla adyacente. La máscara miró alrededor, luego dijo:

—Buenos días, Robert. Buenos días, profesor Hamilton.

—¿Tiene una grabación con estas palabras? —dijo Jack.

—No —respondió la máscara—, Robert me mostró fotografías de todo el equipo que enseña en Cambridge. Si veo a alguien que conozco de las fotografías, lo saludo. —El rostro era una representación muy tosca, pero los ojos hundidos parecieron encontrar los de Jack.

—No tiene idea de lo que dice, por supuesto —explicó Stoney—. Es sólo un ejercicio en reconocimiento de caras y voces.

—Por supuesto —respondió rígido Jack.

Stoney hizo un gesto a Jack para que se aproximara y examinara la jaula de los hámsteres. Casi lo obligó. Había dos animales adultos, presumiblemente una pareja de reproducción. Dos crías rosáceas succionaban de la madre, que estaba reclinada en un lecho de paja

—Mire de cerca —lo urgió Stoney. Jack se esforzó para ver el nido, entonces exhaló una obscenidad y se apartó.

Una de las crías era exactamente lo que parecía La otra era una máquina, envuelta en piel sintética, aferrada a la mama cálida con una boquilla.

—¡Esta es la cosa más monstruosa que he visto jamás! —todo el cuerpo de Jack estaba temblando—. ¿Qué razón podría tener para hacer eso?

Stoney rió e hizo un gesto tranquilizador, como si su invitado fuera un niño nervioso que se atemorizaba ante un juguete inofensivo.

—¡No está lastimándola! Y la cuestión es descubrir qué hace que la madre lo acepte. «Reproducir la especie de uno» significa tener algún conjunto de parámetros que lo definan. El olor y algunos rasgos del aspecto son indicaciones importantes en este caso, pero a través de ensayo y error también he delineado un conjunto de conductas que permiten que el simulacro atraviese cada etapa del ciclo de vida. Un niño aceptable, un hermano aceptable, un macho aceptable.

Jack lo miró fijamente, asqueado.

—¿Estos animales joden con sus máquinas?

Stoney se disculpó.

—Sí, pero los hámsteres lo hacen con todo. En realidad tuve que cambiar a especies con más capacidad de discernimiento para demostrarlo adecuadamente.

Jack se esforzó para recomponer su compostura.

—¿Qué cosa en la Tierra lo ha poseído para hacer esto?

—A la larga —dijo suavemente Stoney—, creo que esto será algo que vamos a tener que comprender mucho mejor de lo que actualmente hacemos. Ahora podemos mapear las estructuras del cerebro con mucho detalle, y cotejar su gran complejidad con nuestros computadores; en sólo una década o algo así podremos construir máquinas que piensen.

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