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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia-Ficción, Terror

Nuestra Señora de las Tinieblas (22 page)

Terminó de repasar su Amante del Erudito:
The Subliminal Occult
(Lo oculto subliminal) del profesor Nostig («Eliminó usted todas las fotografías kirlianas, doctor, pero ¿podría hacer lo mismo con lo paranatural?»), los ejemplares de
Gnostica
(Gnóstica) (¿alguna relación con el profesor Nostig?),
The Mauritzius Case
(El caso Mauritzius) (¿vio Etzel Andergast paramentales en Berlín? ¿Y Waramme en Chicago?),
Hecate, or the Future of Witchcraft
(Hecate, o el futuro de la brujería) de Yeats («¿Por qué hiciste destruir ese libro, William Butler?»), y
Journey to the End of the Night
(Viaje al final de la noche) («Y a tus pies, querida»), y se tendió cansado al lado,
todavía
atento tozudamente al más mínimo sonido o visión sospechosos. Se le ocurrió que acudía a ella de noche como si fuera una esposa o una mujer real, para relajarse y ser consolado después de todas las tensiones, pruebas y peligros del día. «¡Recuerda que todavía están allí! »

Pensó que todavía llegaría a tiempo de escuchar la Quinta de Brandeburgo si se daba prisa, pero estaba demasiado agotado para moverse siquiera…. para hacer nada más que permanecer despierto y en guardia hasta que Cal, Saul y Gun regresaran.

La luz en la cabecera de su cama fluctuó un poco, se difuminó y luego aumentó de brillo bruscamente, y luego volvió a oscurecerse como si la bombilla fuera muy vieja, pero Franz estaba demasiado cansado para levantarse y reemplazarla o encender siquiera otra luz. Además, no quería que su ventana brillara demasiado para que lo viera aquello que había en Corona Heights. (Tal vez todavía estaba allí en vez de aquí. ¿Quién sabía?)

Advirtió un leve y pálido destello gris en tomo a los bordes de la ventana: la luna empezaba a asomar, pasando los altos edificios situados al sur para dejarse ver por completo. Franz sintió el impulso de levantarse y echar un último vistazo a la torre de televisión, decir buenas noches a su esbelta diosa asistida por la luna y las estrellas, llevaría a la cama, decir sus últimas oraciones, pero el mismo cansancio se lo impidió. Tampoco quería mostrarse a Corona Heights o mirar nunca jamás el parche oscuro que era aquel lugar.

La luz en la cabecera de su cama brillaba firmemente, pero le pareció que era un poco más oscura que antes de la fluctuación, ¿o se trataba sólo de impresiones de su mente agotada?

«Olvida eso ahora. Olvídalo todo.» El mundo estaba podrido. Esta ciudad era un lío de oscuras torres y enormes rascacielos,
Torres de traición
, en efecto. Todo se había derrumbado y había ardido en 1906 (al menos todo lo que había alrededor de este edificio) y pronto lo haría de nuevo, y todos los papeles serían entregados a las máquinas destructoras de documentos, con o sin la ayuda de los paramentales (¿No se sacudía ahora la jorobada y sombría masa de Corona Heights?). Y todo el mundo estaba igual de mal; perecía de contaminación, ahogándose y asfixiándose con venenos químicos y atómicos, detergentes e insecticidas, efluvios industriales, smog, el hedor del ácido sulfúrico, las cantidades de acero, cemento, aluminio siempre brillante, plásticos eternos, papel omnipresente, fluidos de gases y electrones… ¡material electromefítico, desde luego! El mundo apenas necesitaba a lo paranatural para morir. Era negro y canceroso, como la familia del relato de Lovecraft exterminada por extrañas radiaciones traídas por un meteoro llegado del confín de ninguna parte.

Pero eso no era el fin (Franz se acercó un poco más a su Amante del Erudito). La enfermedad electromefítica se extendía, se había extendido (se había metastasiado) de este mundo a todas partes. El universo sufría una enfermedad terminal; moriría termodinámicamente. Incluso las estrellas estaban infectadas. ¿Quién creía que aquellos brillantes puntos de luz significaban algo? ¿Qué eran si no un enjambre de motas fosforescentes detenidas momentáneamente en una pauta aleatoria alrededor de un planeta basura?

Intentó lo mejor que pudo «oír» la Quinta de Brandeburgo que estaba tocando Cal, las enormemente variadas e infinitamente ordenadas corrientes diamantinas de sonido que lo convertían en el padre de todos los conciertos para piano. La música tiene el poder de liberar cosas, había dicho Cal, de hacerlas volar. Tal vez acabaría con su melancólico estado de ánimo. Las campanas de Papageno eran mágicas, y una protección contra la magia. Pero todo era silencio.

¿Qué sentido tenía la vida, de todas formas? Se había recuperado trabajosamente del alcoholismo sólo para enfrentarse una vez más a la Desnarigada en una nueva máscara triangular. Esfuerzo baldío, se dijo. De hecho, tendría que haber extendido la mano y cogido la amarga y punzante botella, pero estaba demasiado cansado para hacerlo. Fue un idiota al pensar que Cal se preocupaba por él, tan idiota como Byers con su intercambio de parejas y sus adolescentes, su sucio paraíso de querubines sexys y esbeltas.

La mirada de Franz vagó hasta el retrato con la cara de Daisy, reducido por la perspectiva a unas rendijas para los ojos y una boca que sonreía sobre el hoyuelo de la barbilla.

En ese momento empezó a oír un leve roce en la pared, como si una rata grande intentara no hacer ruido. ¿Desde dónde llegaba? No podía decirlo. ¿Cómo eran los primeros sonidos de un terremoto? Sólo los perros y los caballos podían oírlos. Se produjo un roce más fuerte, y luego nada más.

Recordó el alivio que sintió cuando el cáncer lobotomizó el cerebro de Daisy y ella llegó al estado vegetativo, presumiblemente insensible («el efecto plano», lo llamaban los neurólogos) y la necesidad de anestesiarse con alcohol se volvió un poco menos acuciante.

La luz tras su cabeza arqueó brillante, de un blanco verdoso, fluctuó, y luego se apagó. Franz empezó a levantarse, pero apenas alzó un dedo. La oscuridad de la habitación tomó formas como los Cuadros Negros de la brujería, las maravillas que aturdían a las multitudes, y los horrores olímpicos que Goya había pintado para sí mismo en su vejez, una forma muy adecuada de decorar una casa. Su dedo alzado se movió vagamente hacia la estrella ennegrecida de Fernando, y luego se retiró. Un pequeño sollozo se formó en su garganta antes de desvanecerse. Franz se acurrucó junto a su Amante del Erudito, tocando con los dedos su hombro lovecraftiano. Pensó que era la única persona real que tenía. La oscuridad y el sueño se cerraron sobre él sin hacer ningún ruido.

Pasó el tiempo.

Franz soñó con la oscuridad completa y con grandes ruidos blancos y chasqueantes, como si interminables páginas de papel fueran aplastadas y docenas de libros fueran arrancados de inmediato y sus duras cubiertas crujieran y chasquearan, un pandemónium de papel.

Pero quizás no había ningún gran ruido (sólo el Tiempo aclarándose la garganta), pues al siguiente pensamiento se despertó tranquilamente en dos habitaciones; ésta con la de esto—es—un—sueño superpuesta. Intentó asimilarlas a ambas. Daisy yacía pacíficamente junto a él. Ambos eran muy, muy felices. Habían hablado la noche pasada y todo estaba muy bien. Sus dedos, finos y satinados, tocaban su mejilla y su cuello.

Con la fría zambullida de un presentimiento, sintió la sospecha de que ella estaba muerta. Los dedos que le acariciaban se movieron, tranquilizándole. Parecía haber demasiados. No, Daisy no estaba muerta, sino muy enferma. Estaba viva, pero en estado vegetativo, piadosamente tranquilizada por su propio mal. Horrible, aunque todavía era un consuelo yacer junto a ella. Como Cal, era tan joven, incluso en esta semimuerte. Sus dedos eran tan delgados y suaves, tan fuertes y numerosos, y empezaban a apretar…, no eran dedos sino negras enredaderas enraizadas dentro de su cráneo, creciendo profusamente de sus órbitas cavernosas, brotando desbordantes del agujero triangular entre los huesos nasal y vómer, retorciéndose en tentáculos por debajo de sus blancos dientes superiores, apretando insidiosa e insistentemente, como la hierba en una rendija en el asfalto, surgiendo de su cráneo marrón claro, apartando las suturas escamosa, sagital y coronas.

Franz se incorporó con un respingo convulsivo, jadeando, el corazón desbocado, sudor frío corriéndose por la frente.

28

La luz de la luna inundaba la ventana, dibujando una mancha del tamaño de un ataúd sobre la alfombra más allá de la mesita de café, lanzando por contraste al resto de la habitación a sombras más oscuras.

Franz estaba completamente vestido; le dolían los pies por causa de los zapatos.

Advirtió con enorme gratitud que estaba de verdad despierto por fin, que Daisy y el horror vegetativo que la habían destruido no estaban allí, desvanecidos más rápidamente que el humo.

Se sintió plenamente consciente del espacio a su alrededor: el frío aire contra su cara y sus manos, las ocho esquinas principales de su habitación, la rendija ante la ventana que ocupaba seis plantas entre este edificio y el siguiente a nivel del suelo, la séptima planta y el tejado encima, el pasillo al otro lado de la pared tras la cabecera de su cama, el trastero al otro lado de la pared que contenía el retrato de Daisy y la estrella de Femando, y el hueco tras el trastero.

Y todas sus otras sensaciones y pensamientos parecieron igualmente vívidas y prístinas. Se dijo que volvía a estar en plena posesión de sus facultades mentales, como por las mañanas, despejado por el sueño, fresco como la brisa marina. ¡Qué maravilla! Había dormido durante toda la noche (¿Habían llamado Cal y los muchachos suavemente a su puerta y se habían marchado sonriendo y encogiéndose de hombros?) y ahora se despertaba una hora o así antes del amanecer, justo cuando comenzaba el largo crepúsculo astronómico, simplemente porque se había ido a dormir demasiado temprano. ¿Había dormido Byers también? Lo dudaba, incluso con sus esbeltos y decadentes somníferos.

Pero entonces advirtió que la luz de la luna todavía fluía igual que lo hacía antes de que se quedara dormido, demostrando que sólo lo había hecho durante una hora o menos.

Su piel se estremeció un poco, y los músculos de sus piernas se tensaron, todo su cuerpo se aceleró como anticipando… no sabía qué.

Sintió un contacto paralizante en la nuca. Entonces las estrechas y punzantes enredaderas (eso parecía, aunque ahora eran menos), se movieron con un leve rumor a través de sus cabellos erizados pasando junto a su oreja hasta su mejilla derecha y su mandíbula. Surgían de la pared … . no…. no eran enredaderas, sino los dedos de la estrecha mano derecha de su Amante del Erudito, que se había enderezado desnuda junto a él, una forma alta y pálida, sin rasgos, en medio de. la penumbra. Tenía una cara estrecha, aristocráticamente pequeña, (¿cabellos negros?), un cuello negro, hombros anchos e imperiales, una cintura estrecha y elegante, caderas esbeltas, y piernas muy muy largas, muy parecidas al esqueleto de metal de la torre de televisión, un Orión mucho más esbelto (con Rigel sirviendo de pie en vez de rodilla).

Los dedos de su brazo derecho, que serpenteaban alrededor del cuello de Franz, se arrastraron ahora sobre su mejilla hacia sus labios, mientras ella se volvía e inclinaba su cara hacia él. Todavía carecía de rasgos en la oscuridad, aunque en la mente de Franz surgió la pregunta de si tenía aquella intensa expresión con que la bruja Asenath (Waite) Derby se volvía hacia su marido Edward Derby cuando estaban en la cama, con el viejo Ephraim Waite (¿Thibaut de Castries?) asomado a ella con sus ojos hipnóticos.

Ella se acercó aún más, los dedos de su mano derecha se arrastraron hacia su nariz y su ojo, mientras su mano izquierda surgía en la oscuridad y se acercaba serpenteando al rostro de Franz. Todos sus movimientos eran elegantes y hermosos.

Sacudiéndose violentamente, Franz alzó su mano izquierda protectoramente y con un empujón de la mano derecha y de sus piernas contra el colchón, se lanzó contra la mesa de café, derribándola junto con todas sus cosas (los vasos y la botella y los binoculares), que cayeron ruidosamente con él al suelo, donde (tras haber girado por completo), quedó tendido al borde de la mancha de luz, a excepción de su cabeza, que quedaba en la sombra situada entre aquel sitio y la puerta. Al volverse, su cara rozó el gran cenicero repleto y la botella de kirschwasser y captó vaharadas de apestoso tabaco y del punzante y amargo alcohol. Sintió las duras formas de las piezas de ajedrez bajo él. Miró a la cama de la que había saltado y durante un momento sólo vio oscuridad.

Entonces se alzó, aunque no muy alto, la forma larga y pálida de su Amante del Erudito. Ella pareció mirar a su alrededor como una mangosta o una comadreja, la cabeza oscilando sobre el fino cuello. Entonces, con un roce seco y enervante, ella se acercó a él, agitándose y rebulléndose, cruzando la mesa y todos sus materiales dispersos y desordenados, sus manos de largos dedos extendidos por delante de sus brazos delgados y pálidos. Mientras Franz intentaba ponerse en pie, los dedos se cerraron sobre su hombro y su costado con una terrible tenaza y en su mente destelló al instante el recuerdo de un verso:
Los fantasmas somos nosotros, pero con esqueletos de acero
.

Con un estallido de fuerza surgido de su terror, Pranz se liberó de la trampa de aquellas manos. Pero le habían impedido levantarse, con el resultado de que sólo se había alzado sobre la mancha de luz y ahora yacía de espaldas, agitándose y sacudiéndose, la cabeza todavía en las sombras.

Papeles, piezas de ajedrez y el contenido del cenicero se dispersaron y revolotearon. Un vaso se quebró cuando lo aplastó con el pie. El teléfono volcado empezó a hacer «bip» como un ratón furioso y pedante, en alguna calle cercana una sirena aulló como si estuvieran torturando a un perro, hubo un gran ruido como en su sueño (los papeles revoloteaban en fragmentos cerca de la puerta) y por encima de todo sonaban gritos roncos y entrecortados, producidos por el propio Franz.

Su Amante del Erudito se acercó retorciéndose y estirando los brazos hacia la luz de la luna. Tenía todavía la cara en sombras pero él pudo ver que su
cuerpo fino y de anchos hombros estaba aparentemente formado sólo de trozos de papel apretujado
, motas marrón claro y amarillentas por la edad, como compuesto por las páginas masticadas de todas las revistas y libros que la habían formado sobre la cama, mientras que alrededor de su espalda y de su cara en sombras caía una cascada de pelo negro (¿las cubiertas negras arrancadas a los libros?). Sus delgados miembros parecían estar hechos de papel marrón retorcido y trenzado. Ella se lanzó con terrible rapidez hacia él y lo rodeó con sus brazos, apresándolo. Sus largas piernas se entremezclaron con las suyas. A pesar de todos sus esfuerzos y convulsiones, completamente aturdido por sus gritos, Franz jadeó y gimió.

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