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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia-Ficción, Terror

Nuestra Señora de las Tinieblas (21 page)

Con deliberada intrepidez Franz abrió con el gambito del rey. Fernando contraatacó en el centro con el peón de su reina. A pesar de la peligrosa posición, Franz descubrió que no podía concentrarse en el juego. No dejaba de revisar mentalmente otras protecciones que asumir además de su guardia visual. Se esforzó por escuchar sonidos en la puerta y tras las otras particiones. Deseó con desesperación que Fernando supiera más inglés, o no fuera tan sordo. La combinación, simplemente, era demasiado.

Y el tiempo pasaba muy despacio. La manecilla grande de su reloj, estaba petrificada. Era como uno de esos momentos en una borrachera, cuando estás al borde de la inconsciencia, que parecen durar eternamente. A este ritmo pasarían años antes de que terminara el concierto.

Y entonces se le ocurrió que no tenía ninguna garantía de que Cal y los otros regresaran de inmediato. La gente iba generalmente a bares o restaurantes después de las representaciones, para celebrarlo o para charlar.

Fue levemente consciente de que Fernando le estudiaba entre movimientos.

Por supuesto, podría volver al concierto cuando Fernando se marchara. Pero eso no arreglaría nada. Había abandonado el concierto decidido a resolver el problema de la maldición de De Castries y toda su extrañeza. Ya había respondido a la pregunta de 607 Rhodes, pero por supuesto pretendía mucho más que eso cuando habló con Saul.

Pero ¿cómo encontrar la respuesta a todo el asunto? Una investigación psíquica u oculta seria era cuestión de elaborados preparativos y estudios, usando instrumentos delicados y cuidadosamente comprobados, o en cualquier caso gente entrenada y sensible con experiencia previa: médiums, sensitivos, telépatas, clarividentes y similares que se demostraban a sí mismos con cartas Rhine y cosas así. ¿Qué podía esperar hacer él solo en una noche? ¿En qué estaba pensando cuando se marchó del concierto y le dejó a Cal su mensaje?

Sin embargo, tenía de algún modo la sensación de que todos los expertos en investigación física y su experiencia en masa no le servirían para nada ahora mismo. No más que lo que lo serían los expertos en ciencia con sus increíblemente sofisticados detectores electrónicos, fotográficos y demás aparatos. De entre todos los campos de lo oculto que florecían hoy en día, brujería, astrología, biofeedback, hipnosis, psicoquinesis, auras, acupuntura, viajes exploratorios con LSD, bucles en la corriente temporal, astrología (muchos de ellos seguramente falsos, algunos incluso reales), esto que le sucedía era completamente diferente.

Se imaginó volviendo al concierto, y no le gustó la idea. Le pareció oír la suave y tintineante música del clavicordio, todavía sacudiéndole y golpeándole imperiosamente.

Fernando se aclaró la garganta. Franz advirtió que había pasado por algo un jaque mate en tres movimientos y había perdido la segunda partida tan rápidamente como la primera. Empezó a colocar las piezas para una tercera.

La mano de Fernando, con la palma hacia abajo en un enfático no, le impidió hacerlo. Franz alzó la cabeza.

Fernando le miraba fijamente. El peruano frunció el ceño y agitó un dedo, indicando que estaba preocupado por Franz. Entonces señaló al tablero, y luego a su propia cabeza, tocando su sien. Luego sacudió la cabeza con decisión, frunció el ceño volvió a señalar a Franz.

Franz comprendió el mensaje: «Tu mente no está en el juego». Asintió.

Fernando se levantó, apartando la silla, y representó la pantomima de un hombre temeroso de algo que le perseguía. Agachándose un poco, no dejaba de mirar alrededor, más o menos como Franz había estado haciendo, pero de forma más obvia. No paraba de volverse y mirar detrás de él, ahora en una dirección ahora en otra, los ojos desorbitados y la expresión temerosa.

Franz asintió, diciendo que lo comprendía.

Fernando recorrió la habitación, mirando la puerta del pasillo y la ventana. Mientras miraba en otra dirección rozó ruidosamente el radiador con el puño, y al instante dio un respingo y se apartó de él.

Un hombre muy asustado de algo, sobresaltado por ruidos súbitos, eso debía de querer decir. Franz volvió a asentir.

Fernando hizo lo mismo con la puerta del cuarto de baño y en la pared cercana. Después de golpear la última, miró a Franz y dijo:

—Hay hechicería. Hechicería oculta en las murallas.

Franz recordó sus propias suposiciones sobre puertas secretas, huecos y pasadizos. Pero ¿lo decía Fernando de forma figurada o literal? Franz asintió, pero arrugó los labios y trató de asumir una expresión interrogante.

Fernando pareció advertir las estrellas de tiza por primera vez. Blancas sobre madera pálida, no eran fáciles de ver. Alzó las cejas y sonrió comprensivamente a Franz, y sonrió aprobándolo. Indicó las estrellas y luego extendió las manos, con las palmas hacia fuera, señalando la ventana y las puertas, como manteniendo algo a raya, fuera, mientras continuaba asintiendo.

—Bueno
—dijo.

Franz asintió, maravillándose al mismo tiempo del miedo que le había hecho emplear un artilugio defensivo tan irracional, algo que el supersticioso Fernando comprendió al instante: estrellas contra brujos (y había estrellas de cinco puntas entre los graffiti de Corona Heights, con el propósito de mantener quietos las cenizas y los huesos muertos. Byers las había colocado allí).

Se levantó, se acercó a la mesa y ofreció a Fernando otro trago, para lo que abrió la botella. Éste lo rehusó con un rápido ademán, y se dirigió al lugar donde Franz estaba, golpeó la pared tras el sofá y se volvió.


¡Hechicería oculta en las murallas!
—repitió.

Franz le miró, aturdido. Pero el peruano tan sólo inclinó la cabeza y se llevó tres dedos a la frente, simbolizando el acto de pensar (y posiblemente eso era lo que estaba haciendo).

Entonces alzó la cabeza con aire de revelación, cogió la tiza de la pizarrita situada junto al tablero y dibujó sobre la pared una estrella de cinco puntas, más grande y más notable y mejor hecha que ninguna de las que había dibujado Franz.


Bueno
—repitió Fernando, asintiendo. Entonces señaló al suelo tras la cama, hacia el tablón que escondía, y repitió—:
Hay hechicería oculta en las murallas.

Se dirigió rápidamente a la puerta, hizo ademán de marcharse y volver, y miró solícito a Franz, alzando las cejas, como preguntando: «¿Estarás bien mientras tanto?».

Divertido por la pantomima y sintiéndose cansado de repente, Franz asintió con una sonrisa y (pensando en la estrella que Fernando había dibujado y en la sensación de camaradería que eso le había producido) dijo en español:


Gracias
.

Fernando asintió con una sonrisa, abrió la puerta y salió. Poco después Franz oyó la puerta del ascensor detenerse en esta planta, abrirse y cerrarse sus puertas y bajar chirriando hacia abajo, como si se encaminara al sótano del universo.

27

Franz se sentía como un boxeador sonado. Sus ojos y oídos estaban aún en guardia, detectando los más leves sonidos y las más tenues visiones, pero de manera cansada, casi protestando, combatiendo la urgencia de desmoronarse. A pesar de todos los shocks y sorpresas del día, su mente, esclava de la química de su cuerpo, cedía. Posiblemente Femando había ido a alguna parte, pero ¿por qué? ¿A recoger qué? Y sin duda volvería como había dado a entender mediante gestos. Pero ¿cuándo? ¿Y otra vez por qué'? En verdad, a Franz no le importaba mucho. Empezó a ordenar automáticamente las cosas a su alrededor.

Pronto se sentó con un suspiro de cansancio en el lado de la cama y miró la abarrotada mesita de café, preguntándose por dónde empezar. En el fondo estaba su trabajo de escritor, que apenas había mirado desde anteayer.
Profundidades extrañas
… era irónico. En lo alto estaba el teléfono con su largo cable, sus binoculares rotos, el gran cenicero quemado y cubierto de colillas (pero no había fumado desde que llegó esta noche y no le apetecía tampoco ahora), el tablero con sus piezas a medio colocar, la pizarrita con sus tizas, sus prismas, y algunas piezas de ajedrez comidas, y por fin los vasitos de vino y la botella cuadrada de
kirschwasser
, todavía abierta, donde la había depositado después de ofrecérsela a Femando por última vez.

Poco a poco, el desorden empezó a parecerle divertido, más allá de toda posibilidad de poder arreglarlo. Aunque sus ojos y oídos estaban todavía funcionando de modo automático (y siguieron haciéndolo), casi se rió débilmente. Su mente cansada tenía su lado tonto, una tendencia a las bromas y a tópicos mezclados, y a epigramas levemente psicóticos…. tonterías surgidas de la fatiga. Recordó lo bien que el psicólogo F. C. MacKnight había descrito la transición de estar despierto a dormido: los breves pasos lógicos diurnos de la mente se hacían más largos gradualmente, cada salto mental un poco más estirado y salvaje, hasta que, sin solución de continuidad, se volvían zancadas de gigante completamente impredecibles y uno se hallaba soñando.

Recogió el mapa de la ciudad de encima de la cama y sin doblarlo lo colocó como si fuera una colcha en lo alto de la mesa de café.

—Vete a dormir, montón de basura —dijo con humorística ternura.

Y colocó la regla encima, como si fuera un mago agitando su varita.

Luego (sus ojos y oídos estaban aún haciendo sus rondas de vigilancia) medio se volvió hacia la pared donde Femando había dibujado la estrella de tiza y empezó a acostar a sus libros, como había hecho con el lío de la mesa, como si preparara a su Amante del Erudito para la noche, una operación sobre cosas familiares que era el antídoto perfecto incluso para los temores más descabellados.

Sobre las páginas amarillentas de
Megapolisomancia
, la sección sobre «material electromefítico en las ciudades», colocó amablemente el diario de Smith, abierto por la maldición.

—Estás muy pálida, querida —observó—, y sin embargo el lado izquierdo de tu cara tiene todas esas extrañas marcas negras, una página entera. Sueña con una hermosa fiesta satánica en traje de noche, todo blanco y negro como en
Marienbad
, en un salón de baile repleto de ángeles con perros blancos danzando alrededor como arañas gigantes.

Tocó un hombro que era casi todo
El extraño
de Lovecraft, sus páginas de cuarenta años abiertas por «La cosa en el umbral».

—No te derritas ahora, querida, como la pobre Asenath Waite —murmuró a su amante—. Recuerda que no tienes piezas dentales (que yo sepa) por las que pudieras ser identificada.

Miró al otro hombro:
Wonder Stories
y
Weird Tales
, arrugados y sin portadas, con «La exhumación de Venus» en lo alto.

—Ésa es una forma mucho mejor de marcharse —comentó—. Todo mármol rosado bajo los gusanos y el moho.

El pecho era el monumental libro de Lettland, abierto adecuadamente por el misterioso, provocativo y cuestionador capítulo «El mamífero místico: frío como … ». Pensó en la extraña desaparición de la autora feminista en Seattle. Ahora nadie podría conocer sus nuevas respuestas.

Sus dedos acariciaron la fina cintura, negra y moteada de gris, compuesta por las historias de fantasmas de James. El libro se había mojado y había sido puesto a secar, y ahora tenía todas las páginas arrugadas y descoloridas. Franz alisó un poco el directorio robado (que representaba las caderas), todavía abierto por la sección de hoteles.

—Eso será más cómodo para ti. ¿Sabes, querida amiga? Ahora estás doblemente en el 607 Rhodes —susurró, y se preguntó aturdido qué había querido decir con eso.

Oyó el ascensor detenerse y sus puertas abriéndose, pero no lo oyó marcharse. Esperó tenso, pero no llamaron a su puerta, ni escuchó pasos. De alguna parte llegó el leve roce de una puerta testaruda al abrirse o cerrarse, y luego nada más.

Tocó
The Spider Glyph in Time
, que yacía bajo el directorio. A primeras horas del día su Amante del Erudito yacía boca abajo, pero ahora estaba de espaldas. Reflexionó un instante (¿Qué había dicho Lettland?) sobre por qué los genitales femeninos eran considerados una araña. ¿Por la maraña de pelo? ¿La boca que se abría verticalmente como las mandíbulas de una araña en vez de en horizontal como los labios del rostro humano o los de las muchachas chinas de las leyendas de los marineros? El viejo y febril Santos—Lobos sugirió que implicaba el tiempo para tejer una red, el reloj de la araña. Y qué hendedura tan encantadora para una tela.

Sus dedos se dirigieron al
Knochenmüdchen in Pelze (mit Peitsche)
(más vellos oscuros, ahora suaves pieles envolviendo los esqueletos de muchachas), y
Ames et Fantómes de Douleur
, el otro muslo; de Sade (o su falsificador póstumo), cansado de la carne, había querido realmente hacer gritar la mente y llorar a los ángeles: ¿No debería
Los fantasmas del dolor
ser
Las agonías de losfantasmas
?

Ese libro, junto con
Skeleton Girls in Furs (With Whips)
(Muchachas esqueletos con pieles [y látigos]) de Masoch, le hicieron pensar en qué muertes lujosas tenía bajo las manos. Lovecraft murió rápidamente en 1937, escribiendo hasta el final notas sobre sus últimas sensaciones (¿Vio paramentales entonces?). Smith lo hizo más despacio un cuarto de siglo después, con el cerebro aturdido por pequeños colapsos. Santos—Lobos reducido por las fiebres a ceniza pensante. ¿Y estaba muerta la desaparecida Lettland? Montague (su
Cinta Blanca
componía una rodilla, pero el papel se volvía amarillento), se ahogó de enfisema mientras escribía notas sobre nuestra cultura autoasfixiante.

¡La muerte y el temor a la muerte! Franz recordó lo mucho que le había deprimido
El color que surgió del espacio
, de Lovecraft, cuando lo leyó siendo un adolescente. El Granjero de Nueva Inglaterra y su familia pudriéndose viva, envenenada por radiactividad llegada de los confines del universo. Sin embargo, al mismo tiempo, había sido fascinante. ¿Qué era toda la literatura de terror sobrenatural sino un ensayo para hacer la muerte excitante? Intriga y extrañeza ante el final de la propia vida. Pero mientras pensaba en esto, Franz advirtió lo cansado que estaba. Cansado, deprimido y morboso… los desagradables aspectos de su mente agotada, el lado oscuro de su moneda.

Y hablando de oscuridad, ¿donde encajaba Nuestra Señora de lo Mismo?
Suspiria de Profundiis
componía la otra rodilla y
De Profundis
una pantorrilla. («¿Qué te parece lord Alfred Douglas, querida? ¿Te excita? Creo que Oscar era demasiado bueno para él»). ¿Era el repetidor de televisión de allá fuera su estatua? Era alta y con forma de torre. ¿Era la noche su «fino velo»? ¿Y las diecinueve luces rojas, parpadeantes o firmes, «la fiera luz de una ardiente miseria»? Bueno, él se sentía ahora suficientemente miserable por los dos. Eso le hizo reír. «Ven, dulce noche, y cúbreme.»

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