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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia-Ficción, Terror

Nuestra Señora de las Tinieblas (15 page)

»En cualquier caso, todos se negaron a hacer incluso una prueba de su megamagia. O tal vez unos cuantos le siguieron el juego una o dos veces, cosas como la Fuente de Lotta, y no pasó nada.

»Supongo que en este punto Thibaut perdió los nervios y empezó a gritar órdenes y amenazar con castigos. Y ellos se rieron de él, y cuando no se dio cuenta de que el juego había terminado, simplemente lo abandonaron.

»O tomaron medidas más activas. Puedo imaginar a alguien como London cogiendo al furioso hombrecillo por el cuello y el fondillo de los pantalones y echándolo a la calle.

Byers alzó las cejas.

—Lo que me recuerda, Franz, que el cliente de Lovecraft, De Castro, conocía a Ambrose Bierce y proclamaba haber colaborado con él, pero en su último encuentro Bierce aceleró su partida rompiéndole un bastón en la cabeza. Bastante similar a lo que imagino con De Castries. ¡Qué teoría tan atractiva el que fueran la misma persona! Pero no, pues De Castro acudió a Lovecraft para que reescribiera sus recuerdos de Bierce después de que De Castries muriera.

Suspiró, pero se recuperó rápidamente.

—En cualquier caso, algo así pudo completar la transformación que experimentó Thibaut De Castries de ser una rareza fascinante a convertirse en un viejo desagradable, buscador de problemas, abusón y
chantajista
, contra el que uno se protegía con todas las medidas que fueran necesarias. Sí, Franz, existe el persistente rumor de que intentó, y en algunos casos consiguió, chantajear a algunos de sus antiguos discípulos amenazando con revelar escándalos que había aprendido en los días en que se sinceraron unos con otros, o proclamando simplemente que habían sido miembros de una organización terrorista…, ¡la suya propia! Parece que desapareció por completo dos veces en aquella época durante varios meses, probablemente por cumplir sentencia en la cárcel…. algo que varios de sus ex acólitos pudieron conseguir fácilmente, aunque no he podido demostrar nada: demasiados archivos quedaron destruidos en el terremoto.

»Pero algo del viejo
glamour
debió de quedarle durante algún tiempo a ojos de sus ex acólitos (la sensación de que era un ser con siniestros poderes paranaturales), pues cuando se produjo el terremoto a primeras horas de la mañana del dieciocho de abril de mil novecientos seis, sacudiendo Market con oleadas de hormigón ladrillo desde el oeste matando a la gente a centenares, uno de sus antiguos acólitos, probablemente recordando sus insinuaciones de una magia capaz de derribar rascacielos, dijo: " ¡Lo ha hecho! El viejo diablo lo ha hecho!".

»Y hay indicios de que Thibaut intentó usar el terremoto en sus chantajes. Ya sabes: "Lo hice una vez, puedo volver a hacerlo". Aparentemente usaba todo lo que se le ocurría para intentar asustar a la gente. En un par de casos amenazó con su Reina de la Noche, su Señora de las Tinieblas (su antigua dama misteriosa), diciendo que si no le pagaban, enviaría a su Tigresa Negra a por ellos.

»Pero casi toda mi información de este período es muy fragmentada y no he podido contrastarla. Las personas que lo conocieron mejor intentaban olvidarlo (podríamos decir que suprimirlo), mientras que mis dos principales informadores, Klaas y Ricker, lo conocían sólo como el viejo de los años veinte y sólo habían oído su versión (¡o versiones!) de la historia. Ricker, que era apolítico, lo consideraba un gran erudito y metafísico que había recibido la promesa de dinero y apoyo por parte de un grupo de gente frívola y acaudalada y luego fue cruelmente abandonado. Nunca creyó realmente todo lo referido a la revolución. Klaas sí, y veía a De Castries como un gran rebelde fracasado, un moderno John Brown o Sam Adams o Marat, traicionado por seguidores ricos, seudoartistas que buscaban emociones y luego se enfriaron. Los dos rechazaron indignados las acusaciones de chantaje.

—¿Qué hay de la dama misteriosa? —interrumpió Franz—. ¿Estaba todavía presente? ¿Qué dijeron al respecto Klaas y Ricker?

Byers sacudió la cabeza.

—En los años veinte había desaparecido por completo, si es que llegó a existir. Para Ricker y Klaas sólo era una historia más, otro de los fascinantes relatos que conseguían arrancar al viejo de vez en cuando. O tal vez soportaban sus historias repetidas, lo que ya no sería tan fascinante. Según ellos, no disfrutó de ninguna compañía femenina mientras le conocieron. Aunque Klaas, cuando le presioné, dio a entender que creía que el viejo contrataba de vez en cuando a una prostituta, añadió que le parecía que era asunto del viejo y de nadie más. Ricker dijo que De Castries tenía interés sentimental ("un punto blando en el corazón") hacia las niñas pequeñas, pero de forma inocente, como un moderno Lewis Carroll, insistió. Los dos negaron vehementemente cualquier sugerencia de desviaciones sexuales por parte del viejo, igual que habían negado las historias de chantaje y los rumores aún más desagradables que se produjeron luego: que De Castries dedicó sus últimos años a vengarse de aquellos que le habían traicionado induciéndoles a la muerte o al suicidio por medio de magia negra.

—Sé algo sobre esos casos —dijo Franz—, al menos sobre los que imagino que vas a mencionar. ¿Qué le pasó a Nora May French?

—Fue la primera en desaparecer. En mil novecientos siete, sólo un año después del terremoto. Un claro caso de suicidio. Murió dolorosamente, envenenada…. muy trágico.

—¿Cuándo murió Sterling?

—El diecisiete de noviembre de mil novecientos veintiséis.

—Desde luego parece que hubo una conducta suicida en funcionamiento, aunque operando a lo largo de una serie de años —dijo Franz pensativamente, todavía no perdido en sus reflexiones—. Puede argumentarse que fue el deseo de morir lo que impulsó a Bierce a marcharse a México cuando lo hizo: una vida marcada por la guerra, ¿y por qué no la muerte? Probablemente se unió a los rebeldes de Pancho Villa como una especie de corresponsal no oficial de la revolución, y es posible que lo fusilaran por ser un gringo metomentodo que no podía estarse callado. Se sabe que Sterling llevó durante años una ampolla con cianuro en el bolsillo de su chaleco, la tomara por accidente (cosa que no es muy probable), o intencionadamente. Y luego tenemos la ocasión en que Jack London (la hija de Rogers lo cuenta en su libro) desapareció durante una borrachera de cinco días y volvió a casa cuando Charmian y la hija de Rogers y otras personas preocupadas se habían congregado, y con la lógica helada y pícara del hombre que ha bebido hasta reventar, desafió a George Sterling y a Rogers a
no sentarse con el cadáver
. Aunque pienso que el alcohol es el responsable de esta anécdota, sin

relación con la magia negra del viejo De Castries o su poder de sugestión.

—¿Qué quiso decir London con eso? —preguntó Byers, entornando los ojos mientras se servía cuidadosamente más brandy.

—Que cuando sintieran que la vida perdía su atractivo y sus poderes empezaban a fallar, cogieran a la Desnarigada del brazo sin esperar a ser invitados y se marcharan riendo.

—¿La Desnarigada?

—Bueno, el apodo con que London llamaba a la Muerte, a la calavera bajo la piel. La nariz es todo cartílago y por eso la calavera…

Los ojos de Byers se ensancharon y de repente apuntó a su invitado con un dedo.

—¡Franz! —preguntó, excitado—. Ese paramental que viste… ¿no carecía de nariz?

Como si acabara de recibir una orden posthipnótica, los ojos de Franz se cerraron, hizo una mueca y empezó a colocarse las manos delante. Las palabras de Byers habían devuelto el hocico marrón y triangular a su mente.

—No vuelvas a decir cosas como ésa sin avisar —dijo cuidadosamente—. Sí, carecía de nariz.

—Mi querido Franz, no lo haré. Por favor, discúlpame. No me he dado cuenta hasta ahora mismo del efecto que esa visión debe causar en una persona.

—Muy bien, muy bien —dijo Franz tranquilamente—. De modo que cuatro acólitos murieron antes de su tiempo (excepto tal vez Bierce), víctimas de sus psiques descarriadas… o de algo más.

—Y al menos un número similar de acólitos menos prominentes —continuó Byers—. ¿Sabes, Franz? Siempre me ha impresionado cómo en la última gran novela de London,
El vagabundo de las estrellas
, la mente triunfa por completo sobre la materia. A través de una temible e intensa autodisciplina, un condenado a cadena perpetua en San Quintín puede escapar en espíritu de las gruesas paredes de su prisión y moverse a voluntad por el mundo reviviendo sus reencarnaciones pasadas, volver a morir sus muertes. De algún modo eso me hace pensar en el viejo De Castries en los años veinte, viviendo solo en hoteles baratos del centro y meditando, meditando, meditando sobre pasadas esperanzas, sobre glorias y desastres. Y soñando mientras tanto con horribles torturas interminables, sobre los males que le habían hecho y sobre venganza (hiciera o no algo a ese respecto), y sobre … ¿quién sabe qué más? ¿Enviando su mente a quién sabe qué viajes?

21

—Y ahora —dijo Byers, bajando la voz—, tengo que hablarte sobre el último acólito de Thibaut de Castries y su final. Recuerda que durante este período debemos verlo como un anciano encogido, taciturno la mayor parte del tiempo, siempre deprimido y paranoide. Por ejemplo, nunca tocaba superficies de metal ni enchufes, porque sus enemigos intentaban electrocutarle. A veces temía que envenenaran el agua de sus grifos. Rara vez salía, por miedo a que algún coche se subiera a la acera y lo atropellara, pues ya no era suficientemente ágil para esquivarlo, o que algún enemigo le aplastara el cráneo con un ladrillo o una teja arrojada de un tejado. Y al mismo tiempo cambiaba frecuentemente de hotel, para despistarlos. Sus únicos contactos con sus antiguos asociados eran sus persistentes intentos de recuperar y quemar todos los ejemplares de su libro, aunque puede que existiera algo de chantaje y mendicidad. Ricker y Klaas fueron testigos de una de esas quemas de libros. ¡Un asunto grotesco! Quemó dos ejemplares en su inodoro. Mis informadores recordaron que tuvieron que abrir la ventana para que saliera el humo. Con una o dos excepciones, fueron sus únicos visitantes, tipos solitarios y excéntricos también, hombres caídos como él mismo aunque en aquella época sólo tenían unos treinta años.

»Entonces llegó Clark Ashton Smith, de la misma edad, pero rebosando de poesía e imaginación y energía creativa. Clark se había sentido impresionado por la desagradable muerte de George Sterling y quiso visitar a tantos amigos y conocidos de su mentor poético como pudiera encontrar. De Castries sintió arder antiguos fuegos. Aquí tenía a otra de aquellas personas jóvenes y vitales que siempre había buscado. Se sintió tentado (y al final sucumbió por completo) a usar su formidable encanto por última vez, a contar sus fabulosos relatos, a exponer sus extrañas teorías, y a blandir sus hechizos.

»Y Clark Ashton, amante de lo extraño y de su belleza, enormemente inteligente, aunque en algunos aspectos todavía un ingenuo joven de provincias, emocionalmente turbulento, era un público de lo más gratificante. Durante varias semanas, Clark retrasó su regreso a Auburn, habitando temerosamente el mundo ominoso, maravilloso y extrañamente real que el viejo Tiberio, el emperador del terror y los misterios, le pintaba cada día: un San Francisco de megaedificios espectrales aunque sólidos como roca e invisibles entidades paramentales más reales que la vida. Es fácil ver por qué la metáfora del emperador Tiberio capturó a Clark. En un punto escribió… Espera un momento, Franz, mientras voy a por esa fotocopia…

—No hace falta —dijo Franz, secándose el diario del bolsillo.

Los binoculares salieron a la vez y cayeron a la alfombra con un tintineo de cristales rotos.

Los ojos de Byers lo siguieron con morbosa curiosidad.

—De modo que ésos son los binoculares que (atención, Franz) vieron varias veces a una entidad paramental y fueron al final destruidos por ella —miró al diario—. ¡Franz, viejo pícaro! ¡Ya venías preparado para la discusión antes de ir a Corona Heights!

Franz recogió los binoculares y los colocó en la mesa junto al cenicero repleto, mientras miraba rápidamente alrededor y a las ventanas, donde el color dorado se había oscurecido un poco.

—Me parece, Donaldus —dijo suavemente—, que tú también te has estado conteniendo un poco. Ahora das por hecho que Smith escribió el diario, pero en el Haight e incluso en las cartas que intercambiamos después dijiste que no estabas seguro.

—Me has pillado —admitió Byers con una sonrisita extraña, tal vez avergonzado—. Pero parecía aconsejable no dejar que mucha gente supiera la historia. Ahora, naturalmente, sabes tanto como yo, o lo sabrás en unos minutos, pero…. El tópico más absurdo es «Hay cosas que el nombre no debe saber», pero hay ocasiones en que creo que se aplica a Thibaut de Castries y lo paranatural. ¿Puedo ver el diario?

Franz lo tendió. Byers lo cogió como si fuera de cristal, y con una mirada a su invitado lo abrió y pasó cuidadosamente un par de páginas.

—Sí, aquí está. «Tres horas hoy en 607 Rhodes. ¡Qué lugar para un genio! Qué prosaico, como lo escribiría Howard. Y sin embargo Tiberio es en verdad Tiberio, revelando miserablemente sus oscuros secretos de Trásilo en este oscuro y cavernoso Capri llamado San Francisco a su joven y asustado heredero (¡Dios, no! ¡Yo no!) Calígula. Me pregunto cuándo me volveré loco yo también.»

Mientras terminaba de leer en voz alta, Byers empezó a pasar las páginas, una a una, y siguió haciéndolo a pesar de que llegó a las que estaban en blanco. De vez en cuando miraba a Franz, pero examinaba cada página minuciosamente con los dedos y los ojos antes de pasarla.

—Clark consideraba a San Francisco una Roma moderna, ambas ciudades con sus siete colinas. En Auburn había visto a George Sterling y al resto viviendo como si la vida fuera una fiesta romana. Carmel tal vez era análoga a Capri, que era simplemente la pequeña Roma de Tiberio, para los juegos y diversiones más avanzados. Los pescadores traían langostas recién capturadas para el viejo emperador; Sterling buceaba para coger ostiones con su cuchillo. Naturalmente, Rodas fue la Capri de los años de madurez de Tiberio. Ahora comprendo por qué Clark no quería ser Calígula. «El arte, como el camarero, no se emborracha nunca.» Vaya, ¿qué es esto?

Rascó con las uñas el borde de una página.

—Está claro que no eres bibliófilo, querido Franz. Tendría que haberte robado el libro aquella noche en el Haight, corno pretendí hacer en un momento dado, aunque algo en tus galantes modales de borracho me conmovió, actitud que nunca es buena. ¡Ya está!

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