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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia-Ficción, Terror

Nuestra Señora de las Tinieblas (18 page)

El nombre «Albergue Gris» se encendió como un neón en la mente de Franz. ¿Cómo había podido olvidarlo?

—Oh, le preocupan las trampas, ¿verdad, Nayland Smith? —continuó Fa Lo Suee—. Son crueles con los animales, ¿eh? ¡Sentimentalismo occidental! Le haré saber, para su información, que Shirl Soames puede morder, además de mordisquear exquisitamente,

Y mientras lo decía, pasó la mano enguantada de seda por el vientre de la muchacha y hacia dentro, hasta que la punta de su dedo medio pareció descansar en el punto situado entre los orificios externos de los sistemas digestivo y reproductor. La muchacha, apreciativamente, meneó las caderas de un lado a otro, trazando un arco muy breve.

Franz tomó fríamente nota de esas acciones y del hecho interior de que bajo cualquier otra circunstancia habría sido un gesto excitante que le habría hecho querer hacerle lo mismo a Shirley Soames. Pero ¿por qué a ella en particular? Sus recuerdos se agitaron.

Fa Lo Suee advirtió a Franz y volvió la cabeza.

Ah, usted debe de ser Franz Westen, el escritor que llamó a Jaime esta mañana —dijo amablemente tras dirigirle una mirada gélida y civilizada—. Entonces le interesará también lo que Shirley tiene que decir.

Shirl, deja de mortificar a Jaime. Ya ha tenido suficiente castigo. ¿Es éste el caballero? —y sin apartar la mano hizo girar a la muchacha hasta que ésta se encontró frente a Franz.

Byers, tras ellos, todavía encorvado, inspiraba profundamente entre risas mientras empezaba a recobrarse del manoseo al que había sido sometido.

Con brillantes ojos de anfetamínica, la muchacha miró a Franz de arriba abajo. Mientras él advertía que conocía aquel rostro felino y pícaro (la cara de un gato lamiendo crema), aunque el cuerpo que recordaba era aún más delgado y más bajo.

Es él, claro —dijo ella con voz rápida y aguda que tenía aún algo de adolescente—. ¿Correcto, señor? Hace cuatro años compró usted dos viejos libros unidos en un lote que mi padre había comprado un montón de años atrás a George Ricker. Estaba usted borracho, una verdadera trompa. Estábamos juntos en uno de los pasillos y le toqué y usted pareció sorprendido. Pagó veinticinco dólares por esos viejos libros. Yo pensé que lo hacía por tener la oportunidad de tocarme. ¿Es así? Muchos hombres mayores querían hacerlo —leyó algo en la expresión de Franz, sus ojos brillaron, y emitió una risita ronca—. ¡No, ya lo entiendo! Pagó todo ese dinero porque se sentía culpable por estar tan borracho y pensó, qué gracia, que me estaba molestando, mientras a mi dulce modo infantil era yo quien me estaba propasando con usted. Yo era muy buena haciéndolo, fue lo primero que me enseñó mi querido papi. Aprendí con él. ¡Yo era la atracción principal de la tienda, y vaya si él lo sabía! Pero ya había descubierto que las chicas son más agradables.

Mientras tanto, continuaba meneando las caderas lascivamente, echándose un poco hacia atrás, y ahora dirigió la mano también hacia atrás, al parecer para apoyarla en Fa Lo Suee.

Franz miró a Shirley Soames y a las otras dos personas de la habitación, y supo que todo lo que ella había dicho era cierto, y también que era así como Jaime Donaldus Byers escapaba a sus temores (¿y Fa Lo Suee a los suyos?). Y sin decir palabra o cambiar de expresión, aturdido, se dio la vuelta y salió por la puerta abierta.

Experimentó un brusco resquemor («¡Estoy abandonando a Donaldus!») y dos pensamientos huidizos («Shirl Soames y sus caricias fueron el oscuro recuerdo que tuve en la escalera ayer por la mañana» y «Inmortalizará Fa Lo Suee el exquisito momento en plata, titulándolo tal vez "La gansa amorosa"»), pero nada le hizo detenerse o reconsiderarlo. Mientras bajaba la escalera, la luz del portal derramándose sobre él, sus ojos comprobaban ya sistemáticamente la oscuridad en busca de presencias hostiles; cada esquina, cada callejón, cada tejado en sombras, cada punto de observación. Cuando llegó a la calle, la suave luz que le rodeaba se desvaneció, pues la puerta se cerró en silencio. Eso le alivió: le hizo sentirse menos blanco en el atardecer de ónice que ahora se cerraba una vez más sobre San Francisco.

23

Mientras Franz recorría cautelosamente Beaver Street, comprobando las sombras entre las escasas luces, pensó en cómo De Castries había dejado de ser un simple demonio parroquial que acechaba la joroba solitaria de Corona Heights (¿y la habitación de Franz en el 811 de Geary?), para convertirse en un demonio ubicuo, un fantasma o un paramental que habitaba toda la ciudad con sus colinas dispersas. Por lo mismo, para mantenerlo todo a un tono materialista, ¿no fueron algunos de los átomos del cuerpo de De Castries esparcidos durante su vida y durante su entierro hacía cuarenta años alrededor de Franz y estaban aquí y ahora en el mismo aire que respiraba discretamente? Los átomos eran enormemente pequeños e infinitos, numerosos. Igual que los átomos de Francis Drake (que navegó ante la futura bahía de San Francisco en el Golden Hind) y de Shakespeare y Sócrates y Salomón (y de Dashiell Hammett y Clark Ashton Smith). Y ya puestos, ¿no estaban los átomos que iban a convertirse en Thibaut de Castries circulando alrededor del mundo antes de que las pirámides fueran construidas, convergiendo lentamente en el punto (¿,Vermont? ¿Francia?) donde nacería el viejo demonio? Y antes de eso, ¿no habían estado esos átomos de Thibaut apartándose rápidamente del violento lugar donde nació todo el universo y dirigiéndose al lugar del espacio—tiempo donde nacería la Tierra y todos sus extraños infortunios de Pandora?

Unas manzanas más allá aulló una sirena. Cerca, un gato oscuro saltó a una oscura rendija entre unas paredes situadas demasiado juntas para que un ser humano pudiera pasar. Eso hizo pensar a Franz en cómo los grandes edificios amenazaban con aplastar al hombre desde que se construyó la primera megaciudad. En realidad, la loca (?) de Saul, la señora Willis, no estaba tan lejos de la pista, ni Lovecraft (¿y Smith?) con su fascinado temor a las grandes habitaciones con techos que eran cielos internos y paredes lejanas que eran horizontes, dentro de edificios aún más enormes. San Francisco estaba repleto de éstos, y cada mes que pasaba había más. ¿Tenían escritos en ellos los signos del universo? ¿De quién eran los átomos vagabundos que no aguantaban? ¿Eran los paramentales su personificación de sus bichos y sus depredadores naturales? En cualquier caso, todo transpiraba tan lógica e indefectiblemente como el diario en papel de arroz que había pasado de Smith, que escribía con tinta púrpura, a De Castries, que añadió un oscuro secreto con tinta negra, y a Ricker, que era cerrajero, no bibliófilo, y a Soames, que tenía una hija precozmente sexy, y a Westen, que era susceptible a cosas extrañas y sexys.

Un taxi azul oscuro que remontaba lenta y silenciosamente la colina seguía a Franz, y aparcó en la acera cercana.

No era extraño que Donaldus quisiera que Franz conservara el diario y su maldición. Byers era un viejo veterano en la lucha contra los paramentales, con su defensa de cerrojos y luces y estrellas y signos y laberintos, y licores, drogas y sexo, y sexo outré: Fa Lo Suee había traído a Shirley Soames tanto para él como para ella misma; la broma y el susto tenían por fin que alegrarle. Muy adecuado, desde luego. Una persona tenía que dormir. Tal vez, se dijo Franz, algún día aprendería a usar el método de Byers, menos el licor, pero no esta noche, no, no hasta que tuviera que hacerlo.

Las luces de un coche en Noe iluminaron la esquina situada al pie de Reaver. Mientras Franz escrutaba en busca de sombras que pudieran estar ocultas en la oscuridad que ahora quedaba al descubierto, pensó en el perímetro interno de defensa de Byers, su aproximación estética a la vida, su teoría de que arte y realidad, ficción y no ficción, eran una sola cosa, de forma que no hacía falta malgastar energías distinguiéndolas.

Pero ¿no era incluso esa defensa una racionalización, un intento de escapar a la abrumadora pregunta a la que conducía:
¿Son reales los paramentales?

Sin embargo, ¿cómo se podía responder a esa pregunta cuando estabas huyendo y te cansabas cada vez más?

Y entonces Franz vio de repente cómo podría escapar por ahora, comprar al menos tiempo para pensar. Y no implicaba licor, drogas o sexo, o bajar la guardia de ningún modo. Se llevó la mano a la cartera y la palpó: sí, allí estaba la entrada. Encendió una cerilla y miró su reloj. Todavía no eran las ocho, había tiempo de sobra si era rápido. Se dio la vuelta. El taxi azul oscuro, tras haber descargado a su pasajero, bajaba por Beaver con la luz verde encendida. Franz se plantó en medio de la calle y le hizo señas. Empezó a entrar en el taxi, pero dudó. Una mirada le dijo que el oscuro interior estaba vacío. Entró y cerró la puerta de golpe, advirtiendo con aprobación que tenía las ventanillas cerradas.

—Al Centro Cívico —dirigió—. Al Edificio de Veteranos. Hay un concierto.

—Oh, uno de ésos —dijo el conductor, un hombre mayor—. Si no le importa, no cogeré por Market; está demasiado colapsado. Si damos la vuelta, llegaremos antes.

—Muy bien —contestó Franz, acomodándose en su asiento mientras el taxi giraba hacia el norte en Noe y aceleraba.

Sabía, o suponía, que las leyes físicas ordinarias no se aplicaban a los paramentales, aunque fueran reales, y por eso estar en un vehículo en movimiento no hacía más segura su situación, pero al menos se sintió mejor.

El drama familiar de un viaje en taxi se apoderó un poco de él: las casas oscuras y las tiendas al pasar, el reducir de la velocidad al llegar a las brillantes esquinas, la calzada rojiverde con los semáforos. Pero Franz siguió vigilando, mirando de vez en cuando hacia atrás, a la derecha, a la izquierda.

—Cuando era un crío —dijo el conductor—, no había tantos atascos en Market. Pero ahora pasa todo el tiempo. Ese TRAB. Y en otras, calles pasa lo mismo. Todos esos malditos rascacielos. Estaríamos Mejor sin ellos.

—En eso estoy con usted —dijo Franz.

—Y que lo diga. Conducir sería más fácil. Ten cuidado, hijo de puta.

La última observación iba dirigida a un coche que intentaba pasar al carril derecho en McAllister, aunque a duras penas. En una calle lateral Franz vio un gran globo naranja en el aire, como un Júpiter que tuviera un punto rojo; un anuncio de una gasolinera Union 76. Giraron en Van Ness y de inmediato el coche se dirigió a la acera. Franz pagó, añadió una generosa propicia y cruzó la acera hasta el Edificio de Veteranos y atravesó las amplias puertas de cristal. El vestíbulo estaba adornado con esculturas modernistas en forma de tubo de ocho pulgadas de diámetro que parecían gusanos gigantes en guerra.

Junto con unos cuantos espectadores rezagados, Franz se apresuró hasta el ascensor del fondo, sintiendo a la vez claustrofobia y alivio cuando las puertas se cerraron. En la cuarta planta se unieron a la marea de público que tiraba sus entradas en el vestíbulo y cogía sus programas antes de entrar en el salón, de mediano tamaño y color blanco hueso con su techo a cuadros y sus filas de sillas plegadas, ahora ocupadas en su mayoría, a juzgar por el ambiente.

Al principio, la presión de la gente en el vestíbulo molestó a Franz (cualquiera podría ser, o esconder, algo), pero luego comenzó a sentirse tranquilizado por la normalidad del concierto: las ropas principalmente conservadoras, fueran normales o estilo hippie; el puñado de excéntricos con ropas llamativas adecuadas para experiencias artísticas extrañas; la gente mayor, las damas con sobrios vestidos de noche con un toque de plata, los caballeros envarados con cuellos duros y gemelos. Una joven pareja llamó la atención de Franz. Ambos eran pequeños y de estructura delicada, y parecían escrupulosamente limpios. Vestían con ropa hippie muy bien cortada y completamente nueva: él con chaqueta de cuero y pantalones de pana, ella con un mono azul gastado con grandes parches blancos. Parecían chiquillos, pero la barba de él y la formal prominencia del vientre de ella proclamaban que eran adultos. Se cogían de la mano como muñecos, como si estuvieran acostumbrados a tratarse con mucho cuidado. Hacían pensar en el príncipe y la princesa de un baile de disfraces planeado y supervisado por gente mayor.

Una parte muy fría y calculadora de la mente de Franz le dijo que aquí no estaba más a salvo que en la oscuridad. Sin embargo, sus temores se sosegaron, como había pasado cuando llegó a Beaver Street y luego, un poco, en el taxi.

Y entonces, justo antes de entrar en la sala, divisó al fondo del vestíbulo la espalda de un hombre pequeño de pelo gris y una mujer alta con un turbante beige y vestido marrón claro y ondulante. Parecían hablar animadamente y cuando se volvieron hacia él Franz sintió un helado escalofrío, pues la mujer parecía llevar un velo negro. Entonces vio que era de raza negra, mientras que la cara del hombre era algo porcina.

Mientras entraba nervioso en el salón, oyó que lo llamaban, se sorprendió, y entonces recorrió rápidamente el pasillo hasta el lugar donde Gunnar y Saul le guardaban un asiento en la tercera fila.

—Ya era hora —dijo Saul sombríamente mientras Franz pasaba junto a él.

—Empezábamos a temer que no vinieras —dijo Gun desde el otro asiento, con una pequeña sonrisa, mientras colocaba momentáneamente la mano sobre el antebrazo de Franz—. Ya sabes lo mucho que Cal depende de ti.

Una expresión de asombro asomó a su rostro cuando los cristales del bolsillo de Franz chocaron al quitarse la chaqueta.

—Mis binoculares se rompieron en Corona Heights. Ya os lo contaré más tarde —explicó Franz; entonces se le ocurrió una idea—. ¿Sabes algo de óptica, Gun? Optica práctica, instrumentos y cosas así, prismas y lentes.

—Un poco —replicó Gun, frunciendo el ceño—. Y tengo un amigo que es un experto. Pero ¿por qué … ?

—¿Sería posible trucar un telescopio terrestre, o un par de binoculares, para que una persona viera en la distancia algo que no está allí? —dijo Franz lentamente.

—Bueno… —empezó a decir Gunnar, la expresión intrigada, mientras hacía con las manos un gesto de inseguridad. Entonces sonrió—. Naturalmente, si intentaras mirar a través de unos prismáticos rotos, supongo que verías algo parecido a un calidoscopio.

—¿Taffy se puso duro? —preguntó Saul desde el otro lado.

—Ahora no importa —le dijo Franz a Gunnar, y con una rápida sonrisa conciliadora hacia Saul (y una mirada tras él y a cada lado; el público y sus chaquetas componían un efectivo terreno de caza), miró hacia el escenario, donde ya había sentados media docena de músicos.

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