Read Nuestra Señora de las Tinieblas Online

Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia-Ficción, Terror

Nuestra Señora de las Tinieblas (16 page)

Con un crujido mínimo la página se separó en dos, revelando escritura oculta en medio.

—Negra como si fuera nueva… tinta china, por cierto, pero escrita con suavidad para no marcar el papel. Y luego unas cuantas gotas de goma arábiga, las suficientes para que el papel no se arrugue, y presto, queda muy bien oculto. La oscuridad de lo obvio.

«En sus vestiduras hay una escritura que ningún hombre debería ver»…
¡Oh, santo cielo, no!

Dirigió los ojos al techo. Entonces se levantó y tendió el libro abierto ante Franz, tan cerca que éste pudo olerle el aliento a brandy. Sólo la página de la derecha estaba escrita, con negros caracteres muy bien trazados que no se parecían en nada a la letra de Smith.

—Gracias —dijo Franz—. Qué extraño. He revisado esas páginas una docena de veces.

—Pero no las examinaste con la minuciosidad desconfiada de un verdadero bibliófilo. Las iniciales de la firma indican que el texto fue escrito por el propio Tiberio. Y comparto este conocimiento contigo no tanto por cortesía como por miedo. Al leer el encabezamiento, tuve la sensación de que se trataba de algo que no querría leer yo solo. Así parece más seguro…. al menos divide el peligro.

Juntos, leyeron el texto en silencio.

CAIGA UNA MALDICIÓN sobre el maestro Clark Ashton Smith y todos sus descendientes, pues quiso indagar en mi cerebro y marcharse, falso agente infiltrado de mis antiguos enemigos.

¡Caiga sobre él la Larga Muerte, la agonía paramental cuando muera como mueren todos los hombres! El fulcro (0) y el Cifrador (A) estarán aquí, en su amado 607 Rhodes. Yo estaré descansando en mi punto previsto (1) bajo el Asiento del Obispo, las cenizas más pesadas que jamás sentirá. Luego, cuando el peso esté en el Monte Sutro (4) y Monkey Clay (5)

[(4) + (1) = (5)1, SEA SU VIDA APLASTADA. Convertida en Cifra en mi Libro—50 (A). Sal al mundo, mi pequeño libro (B), y espera en cajas y acecha en estantes para el comprador inconsciente. ¡Sal, mi pequeño libro, y rompe algunos cuellos!

TdC

Mientras terminaba de leer, la mente de Franz giraba con tantos nombres de lugares y cosas a la vez familiares y extrañas que tuvo que obligarse a recordar que tenía que comprobar visualmente las ventanas, puertas y esquinas del hermoso salón de Byers, ahora llenos de sombras. Aquella mención «cuando el peso esté»… podía imaginar lo que significaba, pero junto con «las cenizas más pesadas» le hacía pensar en el viejo ejecutado con pesadas piedras depositadas sobre una plancha en el pecho por negarse a testificar en el juicio por brujería de Salem en 1692, como si una confesión pudiera ser arrancada en el último aliento.

—Monkey Clay —murmuró Byers, aturdido—. ¿Un mono de barro? ¿El hombre, moldeado de polvo?

Franz sacudió la cabeza. ¡Y en mitad de todo, pensó, aquel maldito 607 Rhodes que seguía apareciendo una y otra vez y en cierto modo lo había provocado todo!

Y pensar que tenía este libro desde hacía años y no había localizado el secreto. Eso hacía que una persona sospechara y recelara de todas las cosas más íntimas, de sus posesiones más familiares. ¿Qué no podía estar oculto en el interior del forro de tus ropas, o en tus bolsillos derechos (o en el bolso o el sujetador de una mujer), o en la pastilla de jabón con la que te lavas (que podría tener una cuchilla dentro)?

Y pensar que por fin estaba contemplando la letra de De Castries, tan bien trazada y a la vez tan convulsa.

Un detalle le llamó la atención.

—Donaldus, ¿cómo pudo conseguir De Castries el diario de Smith?

Byers dejó escapar un largo suspiro cargado de alcohol y se frotó la cara con las manos (Franz agarró el diario para impedir que se cayera).

—Oh, eso —dijo—. Klaas y Ricker me dijeron que Byers estaba muy preocupado y dolido porque Clark había regresado a Auburn sin avisar después de visitar al viejo todos los días durante un mes seguido. De Castries estaba tan molesto que fue al hotelito de Clark y convenció a los encargados de que era el tío de Clark para que le dieran algunas cosas que había dejado olvidadas al marcharse tan deprisa. «Yo las guardaré para el pequeño Clark», les dijo a Klaas y Ricker, y más tarde (después de escuchar a Clark), añadió: «Le he enviado sus cosas». Nunca sospecharon que el viejo estuviera resentido con Clark.

Franz asintió.

—Pero ¿cómo llegó el diario (ahora con la maldición) al lugar donde yo lo compré?

—¿Quién sabe? —dijo Byers cansinamente—. La maldición me recuerda otro aspecto de la personalidad de De Castries que no he mencionado: su afición a las bromas crueles. A pesar de su morboso miedo a la electricidad, tenía una silla que Ricker le ayudó a preparar que producía descarga eléctrica a través del cojín y que usaba con los vendedores, niños y otras visitas diversas. Casi se metió en líos con la policía por eso. Una joven buscaba trabajo como secretaria cuando sintió que el trasero le ardía. Ahora que lo pienso, ésa es una afición sadomasoquista, ¿no crees? De lo más genuino. La electricidad, provocando emociones y dolor. ¿No hablan los escritores de besos eléctricos? Ah, la maldad que acecha en el corazón de los hombres —sentenció Byers, y volvió a sentarse.

Franz le miró asombrado y le tendió el diario, pero su anfitrión, mientras se servía más brandy, lo rechazó.

—No, quédatelo. Es tuyo. Después de todo, tú fuiste…. eres, el comprador. ¡Pero por el amor de Dios, cuídalo mejor! Es un artículo muy raro.

—Pero ¿qué piensas tú, Byers?

El otro se encogió de hombros mientras daba un sorbo a su copa.

—Es un documento estremecedor —dijo, sonriendo a Franz como si se alegrara mucho de que fuera él quien poseía el diario—. Y realmente estuvo muchos años a la espera en cajas y acechó en estanterías. Franz, ¿no recuerdas nada de dónde lo compraste?

—Lo he intentado una y otra vez —confesó Franz, atormentado—. Era una librería del Haight, estoy seguro. Se llamaba… ¿El Grupo In? ¿El Punto Negro? ¿El Perro Negro? ¿La Cacatúa Gris? No, ninguno de ésos, lo he intentado cientos de veces. Creo que aparecía la palabra «negro», pero me parece que el propietario era un hombre blanco. Y había una niña pequeña, tal vez su hija, ayudándole. La verdad es que no era tan pequeña…. más bien una adolescente, según me parece recordar, y soy bien consciente de ello. Se rozó contra mí… Todo es muy vago. También me parece recordar (yo estaba borracho, desde luego) que me atraía —Confesó un poco avergonzado.

—Mi querido Franz, ¿no nos pasa a todos? —observó Byers—. ¡Las jovencitas, apenas tocadas por el sexo, y sin saberlo! ¿Quién puede resistirlas? ¿Recuerdas cuánto pagaste por los libros?

—Bastante, me parece. Pero sólo es una suposición.

—Podrías investigar en el Haight, ir calle por calle.

—Supongo que sí, si es que todavía está allí y no ha cambiado de nombre. ¿Por qué no sigues con tu historia, Donaldus?

—Muy bien. Ya no queda mucho. ¿Sabes, Franz? Hay un indicio de que la…, eh, maldición no es particularmente eficaz. Clark vivió una vida larga y productiva, treinta y tres años más. Resulta tranquilizador, ¿no te parece?

—No volvió a San Francisco —dijo Franz—. Al menos no con mucha frecuencia.

—Es cierto. Bien, después de que Clark se marchara, De Castries siguió siendo… sólo un viejo solitario y sombrío. Una vez le contó a George Ricker una historia muy poco romántica sobre su pasado: que era francocanadiense y había crecido en el norte de Vermont, y su padre resultó ser un pequeño impresor y granjero, un fracasado, y él un niño solitario y desgraciado. Tiene el soniquete de la verdad, ¿no te parece? Nada de amantes, mucho menos intelectuales, misteriosas y extranjeras. Bien, pues de todas formas tuvo su última oportunidad (con Clark) para jugar a ser el omnipotente hechicero siniestro, y resultó tan amarga como la primera vez en el San Francisco
fin de siécle
(si ésa fue la primera vez). Sombrío y solitario. Sólo tuvo otra relación con una personalidad literaria en esa época, por cierto. Klaas y Ricker lo avalaron. Dashiell Hammett, que vivía en San Francisco en un apartamento entre Post y Hyde y escribía
El Halcón Maltés
. Esos nombres de la librería que intentabas barajar me recordaron a… El Perro Negro y una cacatúa. Verás, el fabuloso halcón incrustado de joyas pintado de negro (y que al final resulta falso) es llamado a veces El Pájaro Negro en la historia de detectives de Hammett. De Castries y él hablaban mucho de tesoros ocultos, según me dijeron Klaas y Ricker. Y sobre el trasfondo histórico del libro de Hammett… Los Caballeros Hospitalarios (más tarde de Malta) que crearon el halcón y que fueron los Caballeros de Rodas…

—¡Otra vez Rodas! —interrumpió Franz—. ¡Ese maldito seiscientos siete Rhodes!

—Sí —coincidió Byers—. Primero Tiberio, luego los Hospitalarios. Fueron dueños de la isla durante doscientos años y finalmente fueron expulsados por el sultán Soleimán en mil quinientos veintidós. Pero con respecto al Pájaro Negro… ¿recuerdas que la
pietra dura
del anillo semiprecioso que tenía De Castries describía un pájaro negro? ¡Klaas sostenía que fue la inspiración para
El Halcón Maltés
! No hace falta ir tan lejos, por supuesto, pero todo es muy raro, ¿no te parece? De Castries y Hammett. El mago negro y el duro detective.

—No es tan extraño cuando se piensa —replicó Franz, otra vez enzarzado en una de sus observaciones—. Además de ser uno de los pocos grandes novelistas de América, Hammett era un hombre bastante solitario y taciturno, con una integridad casi fabulosa. Prefirió cumplir condena en una prisión federal antes de traicionar a un amigo. Y se alistó para combatir en la segunda guerra mundial cuando no tenía por qué hacerlo y sirvió en las frías Aleutianas y finalmente sucumbió víctima de una larga enfermedad. No, le habría interesado un viejo lagarto como De Castries y habría mostrado un tipo de compasión dura y poco sentimental hacia su soledad, su amargura y sus fracasos. Continúa, Donaldus.

—La verdad es que no hay nada más —dijo Byers, pero sus ojos brillaban—. De Castries murió de oclusión coronaria en mil novecientos veintinueve después de pasar dos semanas en el hospital. Sucedió en verano. Recuerdo que Klaas dijo que el viejo no vivió siquiera para ver la caída de la bolsa y el principio de la Gran Depresión, «que habría sido un consuelo para él, porque habría confirmado sus teorías de que a causa del abuso de las megaciudades, el mundo iba derecho al infierno».

»Así que eso fue todo. De Castries fue incinerado, como quería, lo que requirió sus últimos ahorros. Ricker y Klaas se repartieron sus últimas posesiones. Por supuesto, no había ningún pariente.

—Me alegro de eso —dijo Franz—. Me refiero a lo de la cremación. Oh, sé que murió (tenía que estar muerto después de todos estos años), pero por lo mismo, junto con el resto de lo sucedido hoy, no puedo quitarme de la cabeza la imagen de De Castries, un hombre muy viejo, pero delgado y muy rápido, rondando todavía por San Francisco. Oír que no sólo murió, sino que fue incinerado hace que su muerte parezca más definitiva.

—En cierto modo —coincidió Byers, dirigiéndole una extraña mirada—. Klaas conservó sus cenizas junto a su puerta durante una buena temporada, guardadas en un jarrón barato que le suministró el crematorio, hasta que Ricker y él decidieron qué hacer. Finalmente optaron por seguir el deseo de De Castries, aunque eso implicaba un entierro ilegal y hecho en secreto, de noche. Ricker llevó un pico envuelto en un periódico, y Klaas una pala, también envuelta.

»Hubo otras dos personas en el funeral. Dashiell Hammett: fue él quien decidió por ellos, por cierto. Estaban discutiendo si el anillo negro de De Castries tendría que ser enterrado con las cenizas o no (lo tenía Klaas), y se lo enseñaron a Hammett y él dijo: "Por supuesto".

—Eso tiene sentido —asintió Franz—. Pero qué extraño.

—Sí, ¿verdad? Lo ataron al cuello del jarrón con hilo de cobre. La cuarta persona (incluso llevó las cenizas) fue Clark. Pensé que eso te sorprendería. Se pusieron en contacto con él en Auburn y volvió solo esa noche. Ahora que lo pienso, parece que Clark no podía saber nada de la maldición, ¿o sí?, De cualquier forma, el grupo salió de casa de Klaas poco después de oscurecer. Era una noche despejada y la luna estaba casi llena, cosa que les favoreció, pues tenían que hacer una buena subida y no había farolas.

—Sólo ellos cuatro, ¿eh? —preguntó Franz cuando Byers hizo una pausa.

—Es curioso que lo preguntes. Después de que todo acabara, Hammett preguntó a Ricker: «¿Quién demonios era esa mujer que se quedó detrás? ¿Una antigua novia? Pensé que se marcharía cuando llegamos a las rocas, o que se reuniría con nosotros, pero mantuvo la distancia todo el tiempo». Ricker se sorprendió mucho, pues no había visto a nadie. Ni Klaas ni Smith. Pero Hammett se mantuvo en sus trece.

Byers miró a Franz aliviado y terminó rápidamente:

—El entierro se desarrolló sin incidentes, aunque necesitaron el pico, pues el terreno era duro. Lo único que faltaba era la torre del repetidor de televisión, ese fantástico cruce entre el maniquí de un sastre y una pagoda birmana en un festín de linternas rojas, para iluminar la noche y dar su críptica bendición. Lo enterraron justo debajo de un asiento natural de roca que De Castries llamó Asiento del Obispo en honor al de la historia «El escarabajo de oro» de Poe, justo debajo de ese gran macizo rocoso que es la cima de Corona Heights. Oh, por cierto, también cumplieron otro de sus caprichos: lo quemaron con una bata que llevaba puesta a todas horas, una bata marrón clara con capucha.

22

Los ojos de Franz, enzarzados en una de sus inspecciones alrededor, recibieron la orden de comprobar las sombras y penumbras no sólo en busca de una cara pálida y sin rasgos con un hocico inquieto, sino también en busca del rostro delgado, como de águila, fantasmal, atormentado y atormentador, ansioso de sangre, de un anciano hiperactivo que parecía surgido de una de las ilustraciones de Doré para el
Infierno
de Dante. Como no había visto nunca una fotografía de De Castries, si es que alguna existía, eso tendría que valer.

Su mente estaba ocupada asimilando la idea de que Corona Heights estaba literalmente impregnada con Thibaut de Castries. Que tanto ayer como hoy había ocupado durante largos períodos de tiempo lo que seguramente era el Asiento del Obispo de la maldición, mientras sólo a unos pocos metros bajo el duro suelo se hallaban el polvo esencial (¿las sales?) y el anillo negro. ¿Cómo decía aquella clave del relato de Poe? «Lleva un buen cristal al Asiento del Obispo… ». Sus binoculares se habían roto, pero apenas los necesitaba para esta inspección de corto alcance. ¿Qué era peor, los fantasmas o los paramentales? ¿O eran acaso la misma cosa? Cuando simplemente se vigila la llegada de uno u otro, o de ambos, la pregunta se volvía académica, no importaba cuántos interesantes problemas planteara sobre diferentes niveles de realidad. En algún lugar muy profundo, era consciente de que estaba furioso, o tal vez sólo con ganas de discutir.

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