Read Muerto Para El Mundo Online
Authors: Charlaine Harris
No quería perder tiempo parándome para ver cómo estaba, y tampoco habría sabido qué hacer en caso de detenerme, de modo que conduje a la mayor velocidad posible. Cuando llegué a la entrada de urgencias y llamé a las dos enfermeras que estaban fuera fumando, estaba segura de que la pobre había muerto.
Pero no estaba muerta, a juzgar por la actividad que la rodeó durante el siguiente par de minutos. El hospital del condado es pequeño, claro está, y no dispone de las instalaciones que uno de ciudad puede permitirse. Podemos considerarnos afortunados por el simple hecho de tenerlo. Aquella noche, le salvaron la vida a la mujer lobo.
La doctora, una mujer menuda de pelo canoso y con unas gafas enormes de montura negra, me formuló algunas preguntas incisivas que no logré responder, aunque de camino hacia el hospital había estado reflexionando sobre la historia que iba a contar. Al ver que no podía decirle nada, la doctora me apartó de su camino y dejó trabajar al equipo. Me senté en una silla en la sala y esperé, y aproveché para elaborar un poco más mi historia.
Allí no podía ser útil de ninguna manera y el destello de los fluorescentes y el brillo del linóleo del suelo creaban un entorno muy poco acogedor. Intenté leer una revista, pero la dejé en la mesa transcurridos un par de minutos. Por séptima u octava vez, pensé en largarme de allí. Pero en el mostrador de recepción había una mujer que no me quitaba los ojos de encima. Pasados unos minutos más, decidí ir al baño para lavarme la sangre que aún tenía en las manos. Mientras estaba allí, froté un poco mi abrigo con papel de secar las manos, un esfuerzo inútil.
Cuando salí del baño, había dos policías esperándome. Los dos eran hombres grandes. Al moverse, sus chaquetas acolchadas de piel sintética crujieron y la piel de sus cinturones y su equipamiento chirrió. No me los imaginaba acercándose sigilosamente a alguien.
El más alto era el de más edad. Tenía el pelo canoso y lo llevaba muy corto. Su rostro estaba surcado por profundas arrugas y la barriga le sobresalía por encima del cinturón. Su pareja era un hombre más joven, de unos treinta años de edad, con el pelo castaño claro, ojos castaño claro y piel de color castaño claro —un tipo curiosamente monocromático—. Los examiné con todos mis sentidos rápidamente, aunque con detalle.
Adiviné que ambos venían dispuestos a averiguar si yo había tenido algo que ver con las heridas de la chica que había traído, o si al menos sabía algo más de lo que había declarado.
Naturalmente, tenían una parte de razón.
—¿Señorita Stackhouse? ¿Ha traído usted a la joven que está visitando la doctora Skinner? —preguntó con amabilidad el más joven de los dos.
—Sí. María Estrella —dije—. Cooper.
—Cuéntenos qué ha ocurrido —dijo el policía de más edad.
Definitivamente, aquello era una orden, aun expresada en tono moderado. Ni me conocían ni sabían nada de mí, "oí". Mejor.
Respiré hondo y me sumergí en las aguas de la falsedad.
—Yo volvía a casa del trabajo —dije—. Trabajo en el Merlotte's. ¿Saben dónde está?
Ambos movieron afirmativamente la cabeza. La policía, por supuesto, tenía que conocer dónde estaban todos los bares del condado.
—Vi un cuerpo a un lado de la carretera, sobre la gravilla de la cuneta —dije con cautela, pensando en no decir nada que luego me delatara—. Así que me paré. No se veía a nadie más. Cuando descubrí que seguía con vida, supe que tenía que ayudarla. Tardé mucho tiempo en subirla al coche yo sola. —Estaba intentando dar una explicación tanto al tiempo que había transcurrido desde que salí supuestamente del trabajo, como a la gravilla del camino de acceso a casa de Bill que sabía estaría adherida a su piel. No sabía hasta qué punto tenía que ir con cuidado al relatar esa historia, pero mejor pecar de exceso que por defecto.
—¿Vio algunas marcas de un frenazo brusco en la carretera? —El policía de color castaño claro no podía pasar mucho rato sin formular una pregunta.
—No, no me di cuenta. Tal vez las hubiera. La verdad... es que desde el momento en que la vi, no pensé en nada más.
—¿Y? —inquirió el mayor.
—Vi que estaba muy malherida, de modo que vine hasta aquí lo más rápido que me fue posible. —Me encogí de hombros. Fin de la historia.
—¿No pensó en llamar una ambulancia?
—No tengo teléfono móvil.
—Una mujer que sale de trabajar tan tarde y vuelve sola a casa debería llevar encima un teléfono móvil, señora.
Abrí la boca para decirle que estaría encantada de tenerlo si él me pagaba la factura, pero me contuve. Sí, sería útil tener un teléfono móvil, pero apenas podía permitirme el fijo. Mi única extravagancia era la televisión por cable, y la justificaba diciéndome que era mi único gasto en entretenimiento.
—Tomaré nota —dije brevemente.
—¿Su nombre completo es? —Esto lo dijo el más joven. Levanté la cabeza, lo miré a los ojos.
—Sookie Stackhouse —dije. Estaba pensando que era una chica tímida y dulce.
—¿Es hermana del hombre que ha desaparecido? —El hombre canoso se inclinó para mirarme a la cara.
—Sí, señor. —Volví a mirar el suelo.
—Veo que está usted sufriendo una racha de mala suerte, señorita Stackhouse.
—Y que lo diga —dije, temblándome la voz.
—¿Había visto antes a la mujer que ha traído esta noche al hospital? —El oficial de más edad estaba anotando algo en un cuaderno que había sacado de un bolsillo. Se llamaba Curlew, según indicaba la pequeña insignia del bolsillo.
Negué con la cabeza.
—¿Piensa que su hermano podría conocerla?
Levanté la cabeza, sorprendida. Miré de nuevo a los ojos del hombre castaño claro. Se llamaba Stans.
—¿Cómo demonios quiere que lo sepa? —le pregunté. Al momento supe que lo único que pretendía era que levantase de nuevo la cabeza. No sabía qué hacer conmigo. El monocromático Stans me encontraba bonita y quería jugar al buen samaritano. Por otro lado, mi trabajo de camarera no era el empleo típico que elegiría una chica con estudios, y mi hermano era famoso por ser un alborotador, aunque caía simpático a muchos policías.
—¿Cómo está la chica? —pregunté.
Ambos miraron hacia la puerta donde continuaba la lucha por salvarle la vida a la joven.
—Sigue viva —dijo Stans.
—Pobrecita —dije. Las lágrimas caían por mis mejillas y busqué un pañuelo de papel en mis bolsillos.
—¿Le dijo alguna cosa, señorita Stackhouse?
Tenía que reflexionar la respuesta.
—Sí —dije—, sí que lo hizo. —En este caso, lo más seguro era decir la verdad.
Los rostros de ambos se iluminaron ante las noticias.
—Me dijo su nombre. Cuando se lo pregunté, me dijo que lo que más le dolía eran las piernas —dije—. Y me contó que el coche la había golpeado, pero no atropellado.
Los dos hombres se miraron.
—¿Le describió el coche? —preguntó Stans.
Resultaba increíblemente tentador describir el coche de los brujos. Pero desconfié de la alegría que sentía en mi interior ante aquella idea. Y estuve contenta de hacerlo, cuando me di cuenta de que lo primero que encontrarían en el coche sería pelo de lobo. Bien pensado, Sook.
—No, no lo hizo —dije, intentando parecer que había estado hurgando en mi memoria—. Después de eso, la verdad, es que ya no habló mucho más. Sólo gemía, ha sido terrible. —Y la tapicería de mi asiento trasero estaría también hecha polvo. De inmediato deseé no haber pensado en algo tan egoísta.
—¿Y no vio otros coches, camiones, vehículos de cualquier tipo de camino a casa desde el bar, o incluso de camino a la ciudad?
Aquélla era una pregunta ligeramente distinta.
—En la carretera de mi casa, no —contesté dudando—. Seguramente vería algunos coches más cerca de Bon Temps y en la ciudad. Y, por supuesto, vi otros coches entre Bon Temps y Clarice. Pero no recuerdo ninguno en particular.
—¿Podría llevarnos al lugar donde la recogió? ¿Al lugar exacto?
—Lo dudo. No había nada que lo señalara especialmente, además de ella —dije. Mi nivel de coherencia fallaba a cada minuto que pasaba—. Ningún árbol grande, o carretera, o mojón kilométrico. ¿Tal vez mañana? ¿A la luz del día?
Stans me dio unos golpecitos en el hombro.
—Sé que está usted conmocionada, señorita —dijo consolándome—. Ha hecho todo lo que ha podido por esta chica. Ahora déjelo en manos de los médicos y del Señor.
Moví afirmativamente y con fuerza la cabeza, porque estaba completamente de acuerdo con él. Curlew seguía mirándome con cierto escepticismo, pero me dio las gracias educadamente y salieron del hospital para adentrarse en la oscuridad de la noche. Me quedé observando el aparcamiento. En un momento llegaron a mi coche y enfocaron sus linternas hacia el interior para inspeccionarlo. El interior de mi coche no estaba limpio y reluciente, de modo que no verían nada excepto las manchas de sangre en el asiento trasero. Vi que verificaban también el guardabarros delantero, y no los culpé en absoluto por hacerlo.
Examinaron mi coche una y otra vez, y finalmente se situaron debajo de una de las farolas para realizar anotaciones en sus libretas.
Poco después apareció la doctora. Se bajó la mascarilla y se rascó la nuca con su fina mano.
—La señorita Cooper está mejor. Se encuentra estable —dijo.
Asentí y cerré los ojos aliviada.
—Gracias —le dije.
—Vamos a trasladarla en helicóptero hasta el hospital Schumpert de Shreveport. El aparato llegará de un momento a otro.
Pestañeé, tratando de decidir si aquello era bueno o malo. Independientemente de lo que yo opinara, la mujer lobo tenía que ir al hospital mejor y más cercano. Algo tendría que explicarles en cuanto pudiera hablar. ¿Cómo asegurarme de que su historia coincidiría con la mía?
—¿Está consciente? —pregunté.
—Apenas —dijo la doctora, casi enfadada, como si le resultara insultante—. Si quiere puede hablar un momento con ella, pero no le garantizo que recuerde lo que pueda decirle ni que la comprenda. Ahora tengo que ir a hablar con la policía. —Desde la ventana, vi que los dos oficiales regresaban al hospital.
—Gracias —dije, y me dirigí hacia la izquierda siguiendo su gesto. Abrí la puerta y accedí a la habitación en penumbra donde habían estado curando a la chica.
Estaba hecha un lío. Aún había dos enfermeras, charlando de sus cosas y guardando los paquetes de vendas y los tubos que no habían sido utilizados. En un rincón, un hombre con un cubo y una fregona estaba esperando a que terminaran. Limpiaría la habitación cuando la mujer lobo —la chica— hubiera sido trasladada al helicóptero. Me acerqué a la estrecha cama y le cogí la mano.
Me incliné hacia ella.
—María Estrella, ¿reconoces mi voz? —le pregunté en voz baja. Tenía la cara hinchada del impacto que había sufrido contra el suelo, llena de arañazos y rasguños. Aquéllas eran las heridas más leves, pero parecían muy dolorosas.
—Sí —respondió de forma casi inaudible.
—Yo fui quien te encontró a un lado de la carretera —le dije—. Cuando iba hacia mi casa, al sur de Bon Temps. Estabas tendida junto a la carretera local.
—Comprendo —murmuró.
—Supongo —continué con cuidado— que alguien te hizo salir de su coche, y que ese alguien te golpeó luego con el vehículo. Ya sabes lo que pasa a veces después de una cosa así, a veces la gente no recuerda nada. —Una de las enfermeras se volvió hacia mí y me miró con curiosidad. Había captado la última parte de mi frase—. De modo que no te preocupes si no recuerdas nada.
—Lo intentaré —dijo con ambigüedad, aún con esa voz apagada y lejana.
Allí no podía hacer nada más y aún había muchas otras cosas que podían salir mal, de modo que le susurré "Adiós", di las gracias a las enfermeras por su ayuda y me fui hacia mi coche. Gracias a las mantas (que se suponía tendría que reponérselas a Bill), el asiento trasero no había salido muy mal parado.
Me alegré de encontrar algo que hubiera salido bien.
Me pregunté por las mantas. ¿Las tendría la policía? ¿Me llamarían del hospital para devolvérmelas? ¿O las habrían tirado directamente a la basura? Me encogí de hombros. No tenía sentido seguir preocupándome por dos rectángulos de tejido cuando en mi lista de preocupaciones se amontonaban tantas cosas. Para empezar, no me gustaba que los hombres lobo se reunieran en el Merlotte's. Era implicar demasiado a Sam en los asuntos de los licántropos. Él era un cambiante, y éstos estaban implicados de un modo mucho más leve en el mundo sobrenatural. Ellos eran más independientes que los hombres lobo, siempre tan organizados. Y ahora pensaban utilizar el Merlotte's como lugar de reunión, y después de la hora del cierre.
Y luego estaba Eric. Oh, Dios mío, Eric estaría esperándome en casa.
Me encontré preguntándome qué hora sería en Perú. Bill debía de estar pasándoselo mejor que yo. Me daba la impresión de que había acabado la velada de Nochevieja agotada y que aún no había conseguido recuperarme; jamás me había sentido tan cansada.
Acababa de pasar el cruce donde había girado a la izquierda, tomando la calle que iba a parar al Merlotte's. Los faros delanteros del coche iluminaban árboles y arbustos. Al menos, no se veían vampiros corriendo por el lateral.
—Despierta —dijo la mujer sentada a mi lado, en el asiento del pasajero.
—¿Qué? —Abrí los ojos de par en par. El coche hizo un movimiento brusco.
—Estabas quedándote dormida.
A aquellas alturas, no me extrañaría nada encontrarme una ballena encallada en medio de la carretera.
—¿Quién eres tú? —pregunté, cuando noté que podía volver a controlar la voz.
—Claudine.
Resultaba difícil reconocerla únicamente con la tenue luz del salpicadero, pero parecía aquella bella y alta mujer que había estado en el Merlotte's en Nochevieja, y que acompañaba a Tara el otro día.
—¿Cómo has entrado en mi coche? ¿Por qué estás aquí?
—Porque en este último par de semanas ha habido mucha actividad sobrenatural por esta zona. Y yo soy la intermediaria.
—¿La intermediaria de qué?
—La intermediaria entre los dos mundos. O, para ser más exactos, la intermediaria entre los tres mundos.
A veces, la vida te da más de lo que puedes recibir. Y no te queda otro remedio que aceptarlo.
—¿De modo que eres como un ángel? ¿Por eso me despertaste cuando estaba a punto de quedarme dormida al volante?
—No, aún no he llegado tan lejos. Estás demasiado cansada para comprenderlo. Tienes que ignorar la mitología y simplemente aceptarme por lo que soy.