Read Muerto Para El Mundo Online
Authors: Charlaine Harris
—Mire el embarcadero.
Enseguida captó la pista, como un perro de caza.
—Quédese aquí —me ordenó con un tono de voz inequívocamente oficial. Avanzó con cuidado, observando el terreno que pisaba antes de dar cada paso. Cuando Alcee llegó por fin al embarcadero, parecía como si hubiese transcurrido una hora. Se agachó sobre los tablones bañados por la luz del sol para observar con más detalle. Se concentró en la zona que quedaba a la derecha de la mancha, para evaluar algo que a mí me resultaba imposible ver, algo que ni siquiera podía leer en su mente.
Entonces se preguntó qué tipo de botas de trabajo utilizaba mi hermano; eso lo "oí" con claridad.
—De la marca Caterpillar —grité. Empecé a sentir miedo, era una sensación tan intensa que me provocaba incluso temblores. Jason era todo lo que yo tenía.
Y me di cuenta entonces de que había cometido un error que hacía años que no cometía: había respondido a una pregunta antes de que me la formularan. Me llevé la mano a la boca y vi la cara de sorpresa de Beck. Quería alejarse de mí. Y estaba pensando que tal vez Jason estaba en el estanque, muerto. Estaba especulando con la idea de que Jason hubiera tropezado y se hubiera golpeado la cabeza contra el embarcadero, resbalado y caído al agua. Pero había una huella sorprendente...
—¿Cuándo podrá inspeccionar el estanque? —grité.
Se volvió hacia mí, con una expresión de puro terror. Nadie me había mirado de aquella manera desde hacía años. Lo tenía asustado, nada más lejos de lo que yo pretendía.
—En el embarcadero hay sangre —señalé, intentando mejorar la situación. Proporcionar una explicación a mis palabras era lo más natural—. Temo que Jason pueda haber caído al agua.
Beck pareció tranquilizarse un poco después de aquello. Miró el agua. Mi padre había elegido construir la casa precisamente allí por el estanque. De pequeña me había contado que el estanque era muy profundo y que estaba alimentado por una minúscula corriente de agua. La zona que rodeaba dos tercios del estanque estaba cuidada como un jardín, pero el extremo más alejado de la casa era una zona boscosa. A Jason le encantaba sentarse en el embarcadero al caer la noche, armado con sus prismáticos, para ver cómo se acercaban a beber al estanque bichos de todo tipo.
En el estanque había peces. Jason les daba de comer. Se me encogió el estomago.
El detective ascendió la cuesta desde el embarcadero.
—Tengo que llamar para preguntar quién puede bucear para inspeccionar el estanque —dijo Alcee Beck—. Tal vez tardemos un poco en localizar a alguien que pueda hacerlo. Y además el jefe tiene que dar su autorización.
Eso costaría dinero, claro está, y era posible que no hubiera presupuesto para ello. Respiré hondo.
—¿Se refiere a horas, o a días?
—Tal vez un par de días —respondió por fin—. Quien lo haga tiene que estar entrenado. Hace mucho frío y recuerdo que Jason me mencionó en una ocasión que el estanque era profundo.
—De acuerdo —dije, intentando reprimir mi impaciencia y mi enfado. La ansiedad me carcomía como el hambre.
—Carla Rodríguez estaba anoche en la ciudad —dijo Alcee Beck, y después de un buen rato comprendí la relevancia del comentario.
Carla Rodríguez, menuda, morena y llena de energía, había sido lo más cercano a una novia que Jason había tenido nunca. De hecho, la pequeña cambiante con la que había salido Jason en Nochevieja era muy del estilo de Carla que, para mi alivio, se había trasladado a vivir a Houston hacía tres años. Me había hartado de los fuegos artificiales que rodearon su romance con mi hermano, su relación salpicada constantemente por largas y escandalosas peleas en público, llamadas telefónicas en las que ella colgaba cuando le venía en gana y portazos de todo tipo.
—¿Sí? ¿Y en casa de quién se aloja?
—De su prima en Shreveport —dijo Beck—. Una tal Dovie.
Dovie Rodríguez visitaba Bon Temps con frecuencia cuando Carla vivía aquí. Dovie era la prima de ciudad, más sofisticada, que venía al campo para corregir nuestros modales pueblerinos. Naturalmente, todos envidiábamos a Dovie.
Pensé que lo que más me apetecía hacer era tener una conversación cara a cara con Dovie.
Resultó que al final tendría que acabar desplazándome a Shreveport.
El detective se despidió de mí después de aquello, diciéndome que le pediría a la policía especialista en escenas de crimen que fuera a la casa a inspeccionarla y que estaríamos en contacto. De su cerebro me vino la idea de que había alguna cosa que no quería que yo viese y que lo de Carla Rodríguez me lo había dicho simplemente para distraerme.
Pensé que querría llevarse la escopeta, ya que ahora parecía estar mucho más seguro de que se enfrentaba a un crimen y que el arma podía formar parte de las pruebas. Pero Alcee Beck no dijo nada, y yo tampoco se lo recordé.
Estaba más conmocionada de lo que quería admitir. Hasta ahora había estado convencida de que, aunque tenía que localizar a mi hermano, Jason estaba bien; simplemente desaparecido. O perdido entre algunas sábanas, quizá. Tal vez estaría metido en algún problema de poca gravedad, me había dicho a mí misma. Pero ahora las cosas empezaban a tener peor pinta.
Nunca había logrado exprimir mi presupuesto lo suficiente como para permitirme un teléfono móvil, de modo que cogí el coche con la idea de volver a casa. Empecé a pensar a quién podía llamar y obtuve la misma respuesta que antes. A nadie.
No tenía ninguna noticia que dar. Me sentía tan sola como siempre. Pero no quería ser la típica mujer de las crisis que se presenta siempre en casa de las amistades cargada de problemas.
Se me llenaron los ojos de lágrimas. Me hubiese gustado volver a tener a mi abuela a mi lado. Aparqué en la cuneta y me di un bofetón en la mejilla. Y me dirigí a mí misma unas cuantas palabras malsonantes.
Shreveport. Tenía que ir a Shreveport y hablar cara a cara con Dovie y Carla Rodríguez. De paso, cuando estuviera allí, averiguaría si Pam y Chow sabían alguna cosa sobre la desaparición de Jason. Pero faltaban todavía horas para que ellos se levantasen y perdería el tiempo en un club vacío, eso suponiendo que hubiera alguien allí y me dejara entrar. Pero no podía quedarme en casa esperando sin hacer nada. Podía dedicarme a leer la mente de los empleados humanos y averiguar si sabían qué sucedía.
Por un lado, si me desplazaba hasta Shreveport no podría estar al corriente de lo que sucedía aquí. Por otro, al menos estaría haciendo algo.
Pero mientras intentaba decidir si había otras posibilidades, sucedió algo.
Algo aún más extraño que todo lo que había sucedido a lo largo del día. Allí estaba yo, estacionada en medio de la nada en la cuneta de una carretera local, cuando de pronto aparcó detrás de mí un Chevrolet Camaro nuevo y reluciente de color negro. Del asiento del pasajero salió una atractiva mujer, de un metro ochenta de altura como mínimo. La recordaba, naturalmente; había estado en el Merlotte's por Nochevieja. Y mi amiga Tara Thornton ocupaba el asiento del conductor.
"Vaya —pensé, mirando por el espejo retrovisor— esto sí que es raro". Llevaba semanas sin ver a Tara, desde que nos encontramos por casualidad en un club de vampiros de Jackson, Misisipi. Iba entonces acompañada por un vampiro llamado Franklin Mott, un maduro muy atractivo, educado, peligroso y sofisticado.
Tara siempre está estupenda. Mi amiga del instituto tiene el pelo negro, ojos oscuros y piel morena olivácea, y disfruta de una enorme inteligencia que aprovecha para dirigir Prendas Tara, una tienda de ropa femenina de lujo con un local en un centro comercial propiedad de Bill. (De lujo, claro está, para los estándares de Bon Temps). Tara y yo nos habíamos hecho amigas hacía ya muchos años porque ella tenía un historial más triste si cabe que el mío.
Pero la mujer alta que acompañaba a Tara le hacía sombra incluso a ella. Tenía el pelo oscuro como Tara, aunque con unos reflejos rojos que sorprendían a la vista. Tenía también los ojos oscuros, pero los suyos eran enormes y almendrados, casi anormalmente grandes. Tenía la piel clara como la leche, y las piernas largas como una escalera de mano. Estaba excelentemente dotada en lo que al pecho se refiere e iba vestida de rojo bombero de la cabeza a los pies. Con el lápiz de labios también a juego.
—¡Sookie! —dijo Tara—. ¿Qué sucede? —Se acercó con cautela hasta mi viejo coche, vigilando dónde pisaba porque llevaba unas relucientes botas de tacón alto de piel marrón que no quería estropear. En mis pies habrían durado cinco minutos. Paso demasiado rato de pie como para poder llevar un calzado que sólo sea bonito, y no cómodo.
Tara, con su jersey verde salvia y sus pantalones gris marengo, daba la imagen de una mujer de éxito, atractiva y segura.
—Estaba maquillándome cuando oí en la radio de la policía que pasaba algo en casa de Jason —dijo. Entró en el coche, se acomodó en el asiento del pasajero y se inclinó hacia mí para abrazarme—. Cuando llegué aquí, vi que te ibas. ¿Qué sucede? —La mujer de rojo estaba de pie de espaldas al coche, contemplando discretamente el bosque.
Yo adoraba a mi padre, y de mi madre siempre supe (como también lo creía ella) que por mucho que a veces me lo hiciera pasar mal, actuaba por amor. Sin embargo, los padres de Tara habían sido malas personas, ambos alcohólicos y maltratadores. Los hermanos y hermanas mayores de Tara se habían ido de casa en cuanto habían podido, dejando a Tara, la menor, pagando la factura de su libertad.
Y ahora que yo tenía problemas, aquí estaba ella, dispuesta a ayudarme.
—Jason ha desaparecido —dije con voz tranquila, aunque acto seguido eché a perder aquel efecto emitiendo uno de mis terribles sollozos. Volví la cara como si fuera a mirar a través de la ventanilla. Me sentía incómoda mostrando mis emociones ante una desconocida.
Ignorando muy juiciosamente mis lágrimas, Tara empezó a formularme las preguntas más lógicas: ¿Había ido a trabajar Jason? ¿Me había llamado anoche? ¿Con quién salía últimamente?
Aquello me hizo pensar en la cambiante que iba con Jason en Nochevieja. Pensé que incluso podía mencionar la singularidad de la chica, pues Tara había estado en el Club de los Muertos aquella noche. En aquella ocasión, el acompañante de Tara era un sob de algún tipo. Tara lo sabía todo del mundo secreto.
Pero resultó que no.
Era como si le hubiesen borrado la memoria. O, al menos, fingió que se la habían borrado.
—¿Qué? —preguntó Tara, con una confusión casi exagerada—. ¿Licántropos? ¿En ese club? Yo lo que recuerdo es haberte visto a ti. ¿No sería que bebiste un poco de más y se te fue la cabeza, o algo por el estilo?
Teniendo en cuenta que bebo sólo muy de vez en cuando, la pregunta de Tara me molestó, pero, conociendo a Franklin Mott, también es verdad que era el comentario más inocuo que podía haberle hecho a Tara sobre mí. Me quedé tan decepcionada por no poder confiar en ella que cerré los ojos para no tener que ver su expresión de asombro. Noté las lágrimas resbalando despacio por mis mejillas. Tendría que haberlo dejado correr, pero dije en voz baja y ronca:
—No, no bebí más de la cuenta.
—Dios mío, ¿será que el chico con quien ibas te puso algo en la bebida? —Sinceramente horrorizada, Tara me apretó la mano—. ¿Ese hipnótico que dicen? ¡Con lo buen chico que parecía Alcide!
—Olvídalo —dije, intentando sonar más amable—. Al fin y al cabo, eso no tiene nada que ver con Jason.
Sin que la expresión de preocupación la abandonara, Tara volvió a apretarme la mano.
De repente, dejé de creerla. Tara sabía que los vampiros podían borrar los recuerdos y fingía que Franklin Mott le había borrado los suyos. Me dio la impresión de que Tara sabía perfectamente bien qué había sucedido en el Club de los Muertos y fingía no recordarlo para protegerse. Si lo hacía para sobrevivir, me parecía bien. Respiré hondo.
—¿Sigues saliendo con Franklin? —le pregunté para iniciar otra conversación.
—Me ha regalado este coche.
Me quedé un poco sorprendida, y más que un poco consternada, pero yo no era nadie para hablar.
—Es un coche precioso. ¿No conocerás por casualidad a ninguna bruja? —pregunté, tratando de nuevo de cambiar de tema antes de que Tara lograra leer mis recelos. Estaba segura de que se reiría de mí por formularle aquella pregunta, pero divertirse no tenía nada de malo. No le haría ningún daño.
Encontrar una bruja sería de gran ayuda. Apostaría cualquier cosa a que el secuestro de Jason —y me juré para mis adentros que aquello era un secuestro, no un asesinato— estaba relacionado con la maldición que las brujas le habían echado a Eric. Era demasiada coincidencia. Aunque, la verdad era que en los últimos meses había experimentado todo tipo de penurias como consecuencia de un puñado de coincidencias.
—Claro que sí —dijo Tara, sonriendo con orgullo—. En esto sí que puedo ayudarte. Es decir, si una wiccana te sirve.
No sabía qué cara poner. La sorpresa, el miedo, el dolor y la preocupación daban vueltas en mi cerebro. Y cuando pararan de hacerlo, ya veríamos qué emoción era la que quedaba por encima de las demás.
—¿Eres bruja? —le pregunté con un hilo de voz.
—Qué va, no, yo no. Yo soy católica. Pero tengo amigos wiccanos. Y algunos de ellos, brujos.
—Oh, ¿de verdad? —Tenía la impresión de no haber oído en mi vida la palabra "wiccano", aunque tal vez la hubiera leído en alguna novela romántica o de misterio—. Lo siento, no sé qué quiere decir —dije con toda mi humildad.
—Holly te lo explicará mejor que yo —dijo Tara.
—¿Holly? ¿La Holly que trabaja conmigo?
—Por supuesto. O también podrías acudir a Danielle, aunque no creo que esté tan dispuesta a hablar. Holly y Danielle están en el mismo aquelarre.
Estaba tan perpleja que ya no podía estarlo más.
—Aquelarre —repetí.
—Sí, ya sabes, un grupo de paganos que practican rituales religiosos.
—Creía que un aquelarre tenía que ser de brujas.
—Creo que no... Lo que sí sé es que sus miembros no pueden ser cristianos. La wicca es una religión.
—Entendido —dije—. Entendido. ¿Crees que Holly querrá hablar del tema conmigo?
—No veo por qué no. —Tara salió a buscar el teléfono móvil que había dejado en su coche. Mientras hablaba con Holly empezó a deambular de su coche al mío. Aquel breve respiro me sirvió para recuperar mi equilibrio mental. Por pura educación, salí del coche y me dirigí a la mujer de rojo, que había sido muy paciente.