Read Muerto Para El Mundo Online
Authors: Charlaine Harris
—¿Y qué querían? —Tuve tiempo de percatarme de que Belinda seguía llevando puesto su uniforme de camarera, un cuerpo negro transparente y una falda larga de corte atrevido, y que en el cuello se le notaba aún el maquillaje con las marcas del mordisco.
—Querían saber dónde habíamos escondido al amo Eric. Al parecer le han hecho alguna cosa y creían que lo teníamos escondido. —Durante la prolongada pausa que siguió, su rostro se contorsionó en una terrible mueca de dolor. Yo no lograba adivinar qué le dolía—. Las piernas —gimoteó—. Oh...
—Pero tú no lo sabías, de modo que no pudiste decirles nada.
—Jamás traicionaría a nuestro amo.
Y Belinda hablaba en serio.
—¿Había alguien más aquí, además de Ginger, Belinda? —Sufría un espasmo tan enorme que ni siquiera pudo responder. Tenía el cuerpo rígido de dolor, y los gemidos le destrozaban la garganta.
Llamé al teléfono de emergencias desde el despacho de Eric, pues, aun a oscuras, sabía dónde tenía el teléfono. La sala estaba completamente revuelta y alguna bruja con ganas de jaleo se había entretenido embadurnando con spray rojo una de las paredes con un dibujo que parecía un pentagrama. A Eric le encantaría cuando lo viese.
Regresé al lado de Belinda para explicarle que la ambulancia estaba a punto de llegar.
—¿Qué les sucede a tus piernas? —le pregunté, temiéndome la respuesta.
—Tiraron del músculo de mi pantorrilla, es como si me lo hubieran reducido a la mitad... —Y empezó a gemir de nuevo—. Me recuerda a uno de esos calambres tan terribles que sufres cuando estás embarazada.
No sabía que Belinda hubiese estado embarazada.
—¿Dónde está Ginger? —le pregunté, cuando el espasmo de dolor pareció menguar un poco.
—Estaba en el baño.
Ginger, una preciosa rubia pelirroja, seguía allí, inmóvil. No creo que pretendieran matarla. Al parecer, la habían sometido al mismo hechizo que Belinda, pues tenía también las piernas dobladas en aquella postura tan extraña y dolorosa, pero el caso es que estaba muerta. Ginger debía de estar de pie delante del lavabo cuando cayó y se había dado un golpe. Tenía los ojos en blanco y el cabello manchado con sangre coagulada derramada de la herida que tenía en la sien.
No se podía hacer nada. Era tan evidente que estaba muerta, que ni siquiera la toqué. No le mencioné nada a Belinda, demasiado inmersa en su agonía como para poder comprenderlo. Tuvo un par de momentos más de lucidez antes de que me marchara. Le pregunté dónde encontrar a Pam y a Chow para alertarles, y Belinda me dijo que no lo sabía, que simplemente aparecían por el bar cuando oscurecía.
Dijo también que la mujer que había practicado el hechizo era una bruja llamada Hallow, que medía casi un metro ochenta de altura, tenía el pelo castaño y corto y un dibujo negro pintado en la cara.
Sería fácil identificarla.
—Me dijo además que era tan fuerte como una vampira —jadeó Belinda—. Mira... —Belinda señaló detrás de mí y me volví enseguida esperando un ataque. No pasó nada alarmante, pero lo que vi fue casi tan desagradable como lo que me había imaginado. Era el asa de la carretilla que los empleados utilizaban para llevar las cajas de las bebidas de un lado a otro. Larga y metálica, el asa estaba doblada en forma de U.
—Sé que el amo Eric la matará en cuanto regrese —dijo Belinda de forma vacilante después de un rato, con las palabras entrecortadas por el dolor.
—Claro que sí —afirmé muy decidida, sintiéndome miserable al decir aquello—. Tengo que irme, Belinda, porque no quiero que la policía me encuentre aquí haciendo preguntas. No les menciones mi nombre, por favor. Di simplemente que alguien que pasaba por aquí te oyó por casualidad, ¿de acuerdo?
—¿Dónde está el amo Eric? ¿Es verdad que ha desaparecido?
—No tengo ni idea —dije, obligada a mentir—. Tengo que irme de aquí.
—Vete —dijo Belinda, con la voz rota—. Hemos tenido suerte con que vinieses.
Tenía que largarme de allí. No sabía nada de lo que había sucedido en el bar y ser interrogada durante horas era un lujo que no podía permitirme con mi hermano desaparecido.
Volví al coche y cuando salía del centro comercial me crucé con la policía y la ambulancia. Había limpiado las huellas dactilares del pomo de la puerta. Aparte de eso, y por mucho que quisiera repasar todas mis acciones en el interior del local, no podía recordar qué había tocado y qué no. De todos modos, habría millones de huellas; era un bar.
Pasado un momento me di cuenta de que conducía sin rumbo. Iba acelerada. Me detuve en el aparcamiento de otra estación de servicio y miré con anhelo la cabina telefónica. Podía llamar a Alcide, preguntarle si sabía dónde se metían Pam y Chow durante el día. Y entonces podía ir allí y dejarles un mensaje, alertarles sobre lo sucedido.
Me obligué a respirar hondo varias veces y a pensar en lo que iba a hacer a continuación. Era extremadamente improbable que los vampiros dieran a un hombre lobo la dirección del lugar donde descansaban durante el día. No era precisamente una información que los vampiros dieran a cualquiera que se lo preguntase. Alcide no sentía ningún amor especial por los vampiros de Shreveport, que habían mantenido las deudas de juego de su padre hasta que Alcide había acabado acatando sus deseos. Sabía que si le llamaba vendría, porque era un buen tipo. Pero su implicación podía tener graves consecuencias para su familia y su negocio. Sin embargo, si resultaba que esa tal Hallow era realmente la triple amenaza que parecía —bruja, licántropa y consumidora de sangre de vampiro—, era tremendamente peligrosa y los hombres lobo de Shreveport deberían estar al corriente de su existencia. Aliviada por haber tomado finalmente una decisión, busqué una cabina telefónica que funcionase y saqué de mi cartera la tarjeta con el número de Alcide.
Alcide estaba en su despacho, lo cual era un verdadero milagro. Le expliqué dónde me encontraba yo y me dio indicaciones para llegar a su oficina. Se ofreció para venir a recogerme, pero no quería que me tuviese por una tonta de remate.
Llamé después a la oficina de Bud Deadborn, y me informaron de que seguían sin noticias de Jason.
Seguí las indicaciones de Alcide y en veinte minutos me planté en Herveaux e hijo. No quedaba muy lejos de la autopista 1-30, al este de Shreveport, en dirección, de hecho, hacia Bon Temps.
Los Herveaux eran los propietarios del edificio, ocupado exclusivamente por su empresa de peritaje. Aparqué delante del edificio bajo de ladrillo. En la parte trasera, en el espacioso aparcamiento para empleados, vi estacionada la camioneta Dodge Ram de Alcide. El aparcamiento para las visitas, junto a la entrada principal, era mucho más pequeño. Era evidente que los Herveaux solían visitar más a sus clientes, que sus clientes a ellos.
Cohibida y muy nerviosa, empujé la puerta de entrada y miré a mi alrededor. Al lado de la puerta había una pequeña mesa y una zona de espera justo enfrente de ella. Más allá de una pared baja de partición, vi cuatro o cinco puestos de trabajo, tres de ellos ocupados. La mujer que estaba sentada detrás de la mesa de recepción se ocupaba también de atender las llamadas que se recibían. Tenía el pelo castaño, corto y peinado con mucho estilo, llevaba un jersey precioso y estaba maravillosamente maquillada. Probablemente había superado ya los cuarenta, pero la edad no le restaba ni un ápice de atractivo.
—Vengo a ver a Alcide —dije, sintiéndome incómoda y muy cortada.
—¿Me indica su nombre? —Me sonrió, pero se le notaba un poco crispada, como si no aprobase que una mujer joven y decididamente poco elegante se presentase en el lugar de trabajo de Alcide preguntando por él. Yo iba vestida con un jersey hecho a mano de color azul y amarillo, pantalones vaqueros gastados y mi viejo abrigo de paño azul marino. Y para rematar el conjunto, calzada con zapatillas Reebok. Lo que más me preocupaba por la mañana, cuando me había vestido, era localizar a mi hermano, no superar la inspección de la Policía de la Moda.
—Stackhouse —respondí.
—Está aquí la señorita Stackhouse —anunció por el interfono la señorita Crispada.
—¡Estupendo! —La alegría de Alcide fue un verdadero consuelo.
La señorita Crispada continuaba hablando por el interfono, "¿Le digo que vuelva en otro momento?", cuando Alcide apareció por la puerta de atrás y a la izquierda de la mesita de recepción.
—¡Sookie! —dijo, y me lanzó una luminosa sonrisa. Se detuvo un instante, como decidiendo qué hacer, y me abrazó acto seguido.
Noté que tampoco yo podía dejar de sonreír. Le devolví el abrazo. ¡Me sentía muy feliz de verlo de nuevo! Estaba espléndido. Alcide es un hombre alto, con una mata de pelo negro imposible de doblegarse a la acción de un peine o un cepillo, rostro ancho y grandes ojos verdes.
Nos habíamos deshecho juntos de un cadáver, y eso genera un vínculo.
Tiró con delicadeza de mi trenza.
—Pasa —me dijo al oído, pues la señorita Crispada no dejaba de mirarnos con una sonrisa indulgente. Lo de la indulgencia iba por Alcide, seguro. De hecho, lo sabía con certeza, pues la mujer estaba pensando que yo no era ni lo bastante chic ni lo bastante refinada como para salir con un Herveaux, y no creía que al padre de Alcide (con quien había estado acostándose durante dos años) le gustara que Alcide se relacionara con una chica tan poca cosa como yo. Vaya, ya estaba otra vez enterándome de asuntos que no quería saber. Era evidente que no estaba protegiéndome lo suficiente. Bill me ayudaba a practicar, pero ahora que había dejado de verlo empezaba a ser negligente. No era del todo culpa mía; la señorita Crispada era muy buena emisora.
Alcide no, puesto que es un hombre lobo.
Alcide me acompañó por un pasillo exquisitamente enmoquetado y con las paredes decoradas con imágenes neutras —paisajes insípidos y escenas de jardín— que supuse habría seleccionado algún decorador (o tal vez la señorita Crispada). Cuando llegamos a la puerta que tenía un membrete con su nombre, me hizo pasar a su despacho. Era una estancia amplia, aunque no grandiosa ni elegante, pues estaba abarrotada de material de trabajo: planos y papeles, cascos de obra y material de oficina. Todo muy práctico. El fax canturreaba y junto a una montaña de formularios, había una calculadora llena de números.
—Estás ocupado. No debería haberte llamado —dije, intimidada.
—¿Bromeas? ¡Tu llamada ha sido lo mejor que me ha sucedido en todo el día! —Lo dijo con tanta sinceridad que me vi obligada a sonreír de nuevo—. Tengo que decirte una cosa, una cosa que no te dije cuando dejé todas tus cosas después de que te hirieran. —Después de que unos matones a sueldo me pegaran una paliza—. Me siento tan mal al respecto que he ido posponiendo mi viaje a Bon Temps para hablar contigo en persona.
Oh, Dios, había vuelto con su asquerosa prometida, Debbie Pelt. Estaba captando el nombre de Debbie en sus ondas cerebrales.
—¿Sí? —pregunté, intentando mantener la calma. Extendió el brazo y cogió mi mano entre las suyas.
—Te debo una enorme disculpa.
Eso no me lo esperaba.
—Y ¿por qué? —pregunté, mirándole con los ojos entrecerrados. Había ido hasta allí para confesárselo todo y, en cambio, era él quien empezaba con confesiones.
—Aquella última noche, en el Club de los Muertos —empezó—, cuando más necesitabas mi ayuda y mi protección, yo...
Sabía adonde iba. Alcide se había transformado en lobo en lugar de continuar como humano y ayudarme a salir del bar después de que me clavaran la estaca. Le tapé la boca con la mano que me quedaba libre. Su piel estaba caliente al tacto. Cuando te acostumbras a tocar vampiros, te das cuenta de lo ardientes que pueden resultar los humanos, y mucho más los hombres lobo, que tienen una temperatura corporal bastante más elevada.
Sentí cómo se me aceleraba el pulso y me di cuenta de que él lo notaba también. Los animales intuyen enseguida la excitación.
—Alcide —dije—, no saques nunca más este asunto a relucir. No pudiste evitarlo y, de todas formas, todo acabó bien. —Bueno, más o menos..., teniendo en cuenta que a mí se me partió el corazón por la perfidia de Bill.
—Gracias por ser tan comprensiva —dijo, después de una pausa durante la cual me miró fijamente—. Me parece que me habría sentido mejor si te hubieras enfadado. —Creo que estaba preguntándose si estaba haciéndome la valiente o si era realmente sincera. Diría que sintió un impulso de besarme, pero que no estaba seguro de cómo lo recibiría o de si incluso se lo permitiría.
Tampoco sé qué habría hecho de haberse dado la circunstancia, y tampoco me concedí la oportunidad de descubrirlo.
—De acuerdo, estoy enfadada contigo, pero lo disimulo muy bien —dije. Se relajó por completo cuando me vio sonreír, aunque ésa sería la última sonrisa que compartiríamos aquel día—. Mira, tu despacho en pleno día no es precisamente ni el lugar ni el momento adecuado para lo que tengo que contarte —dije. Hablé sin alterarme, para que se diera cuenta de que no estaba allí para ligar con él. No sólo me gustaba Alcide, sino que me parecía que estaba buenísimo; pero hasta que no estuviese segura de cómo estaba su situación con Debbie Pelt, estaba excluido de la lista de chicos que quería frecuentar. Las últimas noticias que tenía de Debbie eran que estaba saliendo con otro cambiante, pero que ni siquiera esto había terminado su implicación emocional con Alcide.
No pensaba entrometerme en ese asunto, y mucho menos mientras el dolor provocado por la infidelidad de Bill siguiera pesando con tanta fuerza en mi corazón.
—Vayamos a tomar un café a Applebee, en esta misma calle —sugirió él. Le dijo por el interfono a la señorita Crispada que iba a marcharse. Y salimos por la puerta trasera.
Eran ya casi las dos y el restaurante estaba prácticamente vacío. Alcide le dijo al joven que nos recibió que queríamos sentarnos en el lugar más apartado posible. Me instalé en el banco que había a un lado, esperando que Alcide ocupara el otro, pero se sentó a mi lado.
—Si quieres contarme secretos, mejor que estemos lo más cerca posible el uno del otro —dijo.
Los dos pedimos café y Alcide le dijo al camarero que nos trajera una jarrita pequeña para compartirlo. Mientras el camarero revoloteaba por allí, le pregunté a Alcide por su padre, y Alcide me preguntó por Jason. No le respondí, porque sólo mencionar el nombre de mi hermano bastaba para que los ojos se me llenaran de lágrimas. Después de que llegara el café y el camarero se hubiera marchado, me preguntó: