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Authors: Hal Clement

Tags: #Ciencia Ficción

Misión de gravedad (7 page)

—Podríamos avanzar por un pasaje que fuera desde uno de estos mares hasta el otro, Barlennan —señaló un día. El Mesklinita tendido cómodamente en el antepecho de la ventana hizo un gesto de asentimiento. Ya había pasado la mitad del invierno, y el sol, de mayor tamaño, se iba volviendo más pálido a medida que trazaba un arco en su rápida trayectoria hacia el norte—. ¿Estás seguro de que tu gente no conoce ninguno? A fin de cuentas, la mayoría de estas fotos se tomaron en otoño, y tú dices que el nivel del mar es mucho más alto en primavera.

—No conocemos ninguno, en ninguna estación —replicó el capitán—. Sabemos algo, pero no mucho, sobre el océano de que hablas; hay demasiadas naciones en la tierra intermedia para que exista mucho contacto. Una caravana tardaría dos años en efectuar el viaje, y, en general, no recorren tanta distancia. Las mercancías pasan por muchas manos en ese trayecto, y resulta difícil averiguar algo sobre su origen cuando nuestros mercaderes las ven en los puertos occidentales del istmo. Si existe ese pasaje, ha de estar cerca del Borde, donde las tierras permanecen casi totalmente inexploradas. El mapa que tú y yo estamos trazando aún no es muy amplio. En todo caso, no existe ese pasaje al sur durante el otoño; recuerda que recorrí toda la línea costera tal como era entonces. Sin embargo, quizás esta misma costa llegue hasta el otro mar; la hemos seguido hacia el este durante varios miles de kilómetros, y no sabemos hasta dónde llega.

—Por lo que recuerdo, se curva nuevamente hacia el norte tres mil kilómetros después del cabo exterior, Barl, pero desde luego eso fue también en otoño, cuando yo lo ví. Será muy engorroso trazar un mapa útil de tu mundo, cambia demasiado. Estaría tentado de esperar hasta el otoño próximo así al menos podríamos utilizar los mapas que llevamos, pero eso representa cuatro de mis años, no puedo quedarme tanto tiempo.

—Podrías regresar a tu mundo y descansar hasta el momento oportuno…, aunque lamentaría que te fueras.

—Me temo que sería un largo viaje, Barlennan.

—¿Cuánta distancia?

—Bien, tus unidades de distancia no nos sirven de ayuda. Veamos, un rayo de luz podría recorrer el borde de Mesklin en cuatro quintos de segundo. —Indicó este intervalo de tiempo con el reloj de pulsera, mientras el nativo miraba con interés—. El mismo rayo tardaría más de once de mis años, lo cual significa más de un par de tus años para llegar de aquí a mi casa.

—Entonces, ¿tu mundo está demasiado lejos para verlo? Nunca me explicaste estas cosas.

—No sabía si habíamos resuelto bien el problema idiomático. No, mi mundo no se ve, pero te mostraré mi sol cuando haya terminado el invierno y estemos en el lado apropiado del tuyo.

Barlennan no entendió esta última frase, pero no insistió. Los únicos soles que conocía eran el brillante Belne, cuyas idas y venidas daban cuenta del día y la noche, y el mas tenue Esstes, que en ese momento era visible en el cielo nocturno. En poco menos de medio año, en el solsticio, los dos estarían juntos en el cielo, y el más tenue sería difícil de ver; pero Barlennan nunca había reflexionado sobre esos movimientos.

Lackland había soltado la fotografía y parecía sumido en sus pensamientos. Casi todo el suelo de la habitación estaba cubierto de fotos que encajaban hasta cierto punto; la región que Barlennan conocía más ya estaba bastante bien cartografiada. Sin embargo, aún faltaba mucho para incluir la zona donde se hallaba el puesto terrícola; y el hombre estaba irritado porque no lograba ensamblar las fotografías. Si hubieran sido de un mundo esférico o cuasiesférico, como la Tierra o Marte, habría aplicado la corrección de proyección apropiada de forma casi automática sobre el mapa más pequeño que estaba trazando, y que cubría una mesa en un extremo de la habitación; pero Mesklin no era ni remotamente esférico. Como Lackland había reconocido tiempo atrás, las proporciones del Cuenco que estaba a bordo del Bree —el equivalente de Barlennan de un globo terráqueo— eran bastante atinadas. Tenía quince centímetros de diámetro y tres de profundidad, y la curvatura era suave, pero no uniforme.

Para complicar la dificultad de ensamblar las fotografías, buena parte de la superficie planetaria era relativamente lisa, sin rasgos topográficos muy distintivos; e incluso donde existían montañas y valles, el sombreado de las fotografías colindantes dificultaba la tarea de comparación. El sol más brillante del sistema recorría el espacio entre un horizonte y otro en menos de nueve minutos, lo cual invalidaba los procedimientos fotográficos normales; las fotos sucesivas de la misma serie, a menudo estaban iluminadas desde direcciones casi opuestas.

—Con esto no iremos a ninguna parte, Barl —rezongó Lackland—. Valía la pena intentarlo si había atajos, pero dices que no hay ninguno. Tú eres marino, no jefe de caravanas; seis mil kilómetros por tierra, precisamente donde la gravedad es mayor, nos cerrarán el paso.

—¿Los conocimientos que te permiten volar no pueden alterar el peso?

—No. —Lackland sonrió—. Los instrumentos que hay en ese cohete varado en tu polo sur contienen datos que, con el tiempo, nos enseñarán algo sobre eso. Por esa razón enviamos el cohete, Barlennan, los polos de tu mundo tienen la gravedad de superficie más tremenda de cualquier lugar del universo accesible para nosotros. Hay otros mundos con una masa mayor que la del tuyo, y se encuentran más cerca del nuestro, pero no giran como lo hace Mesklin; son casi esféricos. Queríamos mediciones de ese tremendo campo gravitatorio, toda clase de mediciones. El valor de los instrumentos que se diseñaron y se enviaron en ese cohete no se puede expresar en cifras que ambos conozcamos; cuando el cohete no respondió a la señal de despegue, los gobiernos de diez planetas pusieron el grito en el cielo. Necesitarnos esos datos, y debernos conseguirlos aunque tengamos que cavar un canal para conducir al Bree hasta el otro océano.

—Pero ¿qué clase de artilugios hay a bordo de ese cohete? —preguntó Barlennan.

Casi enseguida se arrepintió de la pregunta; esa curiosidad específica podía llamar la atención del Volador, e inducirlo a recelar de las intenciones del capitán. Sin embargo, Lackland tomó la pregunta como algo natural.

—Me temo que no puedo explicártelo, Barl. Simplemente, careces de los conocimientos necesarios para que palabras como «electrón», «neutrino», «magnetismo» y «cuántico» signifiquen algo para ti. El mecanismo impulsor del cohete quizá te resulte más comprensible, aunque lo dudo.

A pesar de la aparente falta de recelo de Lackland, Barlennan cambió de tema.

—¿No convendría buscar las fotos que muestren las regiones costeras e interiores situadas al este de aquí? —preguntó.

—Supongo que aún hay probabilidades de que encajen —repuso Lackland—. No pretendo haber memorizado toda la zona. Quizás bastante cerca del casquete polar… ¿Cuánto frío puede resistir tu gente?

—Estamos incómodos cuando el mar se congela, pero podemos resistirlo… si el frío no recrudece en exceso. ¿Por qué?

—Es posible que tengáis que acercaros al casquete polar boreal. Ya veremos. —El Volador echó un vistazo a la pila de placas, cuya altura superaba la longitud de Barlennan, y al final extrajo un fajo delgado—. Una de éstas… —Calló unos segundos—. Aquí está. Esta fue tomada desde el borde interior del anillo, Barlennan, a mil kilómetros de altura, con un teleobjetivo de pequeño angular. Puedes ver la línea costera principal y la gran bahía, y aquí, en el lado sur de la gran bahía, la bahía pequeña donde está encallado el Bree. Se tomó antes de la construcción de la estación…, aunque de todos modos no se vería. Empecemos a ensamblarlas de nuevo. La que va al este es…

Lackland se quedó de nuevo en silencio, y el mesklinita observó fascinado cómo un mapa legible de las tierras a las que él aún no había llegado cobraba forma ante él. Al principio pareció que sufrirían una decepción, pues la línea costera se curvaba gradualmente hacia el norte, como había supuesto Lackland; incluso, allí quinientos kilómetros al oeste y cuatrocientos o quinientos al norte, el océano parecía terminar, pues la costa se curvaba de nuevo hacia el oeste. Un vasto río desembocaba en ese punto, y Lackland, con la esperanza de que fuera un estrecho que condujera al océano oriental, empezó a ensamblar las fotos que abarcaban los confines superiores del gran río. Pronto desistió de la idea, al descubrir una larga serie de rápidos cuatrocientos kilómetros corriente arriba. Llevando el mosaico de fotos en esa dirección, hallaron una cordillera bastante alta, y el terrícola meneó la cabeza. Barlennan había llegado a entender el significado de ese gesto.

—¡Continúa! —exclamó el capitán—. Hay una cordillera similar en el centro de mi país, que es una península estrecha. Al menos, monta la figura hasta determinar cómo circulan los ríos al otro lado de las montañas.

Lackland siguió la sugerencia sin optimismo: recordaba el continente sudamericano de su propio planeta demasiado bien para suponer una simetría como la que esperaba el mesklinita. La cordillera resultó ser bastante angosta, extendiéndose en dirección este–noroeste por el oeste–sudoeste; para sorpresa del hombre, la multitud de cursos de «agua» del lado opuesto pronto revelaron cierta tendencia a reunirse en un vasto río. Éste circulaba paralelamente a la cordillera, ensanchándose al avanzar, y Lackland se sintió de nuevo esperanzado. Ochocientos kilómetros corriente abajo, el río se convertía en un vasto estuario que se confundía con las «aguas» del océano oriental. Lackland prosiguió febrilmente su tarea, deteniéndose apenas para comer y sin tomarse el descanso que tanto necesitaba en la agobiante gravedad de Mesklin. Muy pronto, el suelo de la habitación estuvo cubierto por un nuevo mapa, un rectángulo que representaba tres mil kilómetros de una línea este–oeste y la mitad de esa distancia en la otra dimensión. La gran bahía y la diminuta caleta donde se encontraba varado el Bree se veían claramente en el extremo occidental del mapa; buena parte del resto estaba ocupada por la superficie plana del mar oriental. En medio se extendía la barrera terrestre.

Era angosta; en el punto más estrecho, setecientos kilómetros al norte del ecuador, media apenas mil doscientos kilómetros de costa a costa, y esa distancia se reducía considerablemente si las mediciones se efectuaban desde los puntos utilizables más altos de los ríos principales. Quizá quinientos kilómetros, parte de ellos sobre una cordillera, eran todo lo que se interponía entre el Bree y una ruta bastante transitable hasta el distante objetivo del terrícola. ¡Quinientos kilómetros! Apenas un paso según las pautas de Mesklin.

Por desgracia, era mucho más que un paso para un marino mesklinita. El Bree aún estaba en el otro océano; Lackland, después de contemplar en silencio el mosaico que le rodeaba, se lo comentó a su pequeño compañero. No esperaba respuesta, o a lo sumo un desganado asentimiento, pues esos datos eran irrefutables. Pero el nativo lo desconcertó.

—Es posible, si tienes más de ese metal sobre el que te trajimos, y la carne necesaria para el camino de regreso —comentó Barlennan.

6 – EL TRINEO

D
urante un largo momento, Lackland miró fijamente al marino a través de la ventana, cavilando sobre las intenciones de la criaturilla; luego adoptó una actitud tan cauta como la gravedad le permitía.

—¿Quieres decir que estarías dispuesto a remolcar el Bree por tierra en un trineo, como hiciste conmigo?

—No exactamente. La nave es demasiado pesada, y tendríamos el mismo problema de tracción que tuvimos antes. Lo que tenía en mente era que tú lo remolcaras con otro tanque.

—Entiendo, entiendo. Sería posible, por supuesto, siempre y cuando no nos topáramos con un terreno por donde el tanque no pudiera pasar. Pero ¿tú y tus tripulantes estáis dispuestos a realizar ese viaje? ¿El esfuerzo y la distancia quedarían compensados por lo poco que podemos ofreceros a cambio?

Barlennan extendió las pinzas en una sonrisa.

—Sería mucho mejor de lo que planearnos originalmente. Algunas mercancías viajan desde las costas del océano oriental hasta nuestro país mediante las largas rutas de las caravanas terrestres; cuando llegan a los puertos de nuestro mar, su precio se ha incrementado considerablemente, y un mercader honesto no puede obtener ganancias. En cambio, si les salgo al encuentro, sin duda valdrán la pena para mi. Desde luego, tendrás que prometerme que nos traerás de vuelta a través del istmo.

—Me parece muy razonable, Barl. Estoy seguro de que mi gente aceptará. Pero ¿qué hay del viaje por tierra? Dices que no conoces esos parajes. ¿Tus tripulantes no tendrán miedo de internarse en una comarca desconocida, con altos cerros y, tal vez, con animales más grandes de los que hay en vuestro lado del mundo?

—Ya hemos afrontado otros peligros —declaró el mesklinita—. Yo he podido habituarme a lugares altos, incluido tu tanque. En cuanto a los animales, el Bree está armado con fuego, y ninguno de los que viven en un medio terrestre puede ser tan grande como ciertas especies que pueblan los océanos.

—Es verdad, Barl. Muy bien. No intentaba desalentarte, sino estar seguro de que habías meditado sobre el asunto antes de embarcarte en el proyecto. Después no habrá modo de echarse atrás.

—Entiendo, pero no temas, Charles. Ahora debo regresar a la nave. Se está nublando de nuevo. Informaré a la tripulación de lo que haremos. Y si llegan a sentir temor, les recordaré que las ganancias de la expedición se repartirán de acuerdo con el rango. Ninguno de mis tripulantes antepondría el miedo a la riqueza.

Cuando Rosten conoció el nuevo plan, observó con sorna que Lackland sabía concebir ideas que le permitieran utilizar un tanque.

—Sin embargo, creo que funcionará —admitió a regañadientes—. ¿Qué trineo construirás para la nave de tu amigo? ¿Qué tamaño dijiste que tenía?

—El Bree tiene unos diez metros de largo por cinco de ancho. Calculo que la altura es de catorce o quince centímetros. Está formado por muchas balsas de un metro de largo y medio de ancho, atadas con cuerdas para permitir que se desplacen con cierta libertad. Y, dadas las circunstancias, entiendo por qué.

—Hum. También yo. Si las olas azotaran los dos extremos de una nave de esa longitud, mientras el centro se encuentra suspendido en el vacío, cerca del polo, se haría pedazos en poco tiempo; así que es mejor construirla en pedazos directamente. ¿Cómo la impulsan?

—Velas. Veinte o treinta de las balsas están provistas de mástiles. Sospecho que en algunas de ellas debe de haber orzas, probablemente retráctiles para poder encallar la nave, pero nunca se lo pregunté a Barlennan. No sé lo avanzado que está el arte de la navegación en este mundo, pero, por el modo despreocupado en que había de cruzar largos tramos de mar abierto, supongo que saben afrontar una ventolera.

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