Los marineros rodearon el tanque ocupando el escaso espacio disponible —Lackland acababa de salir del callejón— y miraron en silencio a los nativos. Las viviendas, para ellos, consistían en paredes de ocho centímetros de altura, con techos de tela para protegerse de la intemperie; la idea de cubrirse con material sólido era totalmente exótica. Si no hubieran visto con sus propios ojos a los moradores de aquellos extraños edificios, los hombres de Barlennan habrían tomado la ciudad gigante por una especie de formación natural.
El capitán no quería perder tiempo, iba a comerciar con aquellas gentes, y, si no querían comerciar, iba a continuar la marcha. Para sorpresa de Lackland, decidió arrojar las mercancías desde el techo, ordenando a sus hombres que pusieran manos a la obra. Éstos obedecieron, una vez que finalizó la lluvia de paquetes. Barlennan saltó al suelo después del último bulto, hecho que no parecía molestar en absoluto a los callados gigantes, y participó en la tarea de preparar las mercancías. El terrícola observó con interés.
Había fardos de lo que parecían telas de diversos colores, bultos que parecían raíces secas o trozos de cuerda, jarras diminutas con tapa y otras grandes y vacías, y toda una atractiva y variada exposición de objetos cuya utilidad, en general, él desconocía.
Ante la exhibición de aquel material, los nativos empezaron a acercarse, aunque Lackland no pudo discernir si con aire curioso o amenazador. Ninguno de los marineros demostraba aprensión: habían adquirido cierta habilidad potra reconocer estas emociones en los de su especie. Cuando concluyeron los preparativos, un anillo casi sólido de nativos rodeaba el tanque. El camino por donde habían llegado era la única dirección que no estaba bloqueada por los largos cuerpos. El silencio persistente de aquellos extraños seres comenzaba a molestar a Lackland. Barlennan, en cambio, permanecía indiferente al silencio, o al menos sabía disimular sus sentimientos. Escogió a un individuo de la multitud, sin valerse de un método particular de selección, e inició su programa de venta.
Lackland no pudo comprender cómo se las apañaba. El capitán había dicho que no esperaba que esas gentes entendieran su idioma, pero hablaba; sus gestos no significaban nada para Lackland, aunque los usaba pródigamente. El observador alienígena no entendía cómo lograba transmitir un mensaje inteligible, pero parecía que Barlennan tenía cierto éxito. El problema era que Lackland, en sus pocos meses de relación con las extrañas criaturas, no había conseguido comprender gran cosa de su psicología, cosa que no se le podía echar en cara, pues años después los profesionales aún seguían desconcertados. Buena parte de los actos y gestos de los mesklinitas estaban conectados con el funcionamiento de sus cuerpos, y su significación, para miembros de la misma especie, era automáticamente clara. Aquellos seres gigantescos, pese a no pertenecer a la misma raza de Barlennan, eran de constitución similar, y la comunicación no presentaba el problema que Lackland daba por sentado.
Al poco, un gran número de criaturas salieron de sus hogares con diversos artículos que aparentemente deseaban trocar, y otros tripulantes del Bree participaron activamente en los regateos. Esto continuó mientras el sol surcaba el cielo y durante el período de oscuridad. Barlennan pidió a Lackland que les iluminara con el tanque. Si la luz artificial molestaba o sobresaltaba a los gigantes, ni siquiera Barlennan pudo detectar indicios de tal cosa. Todos estaban concentrados en sus negocios; y, en cuanto alguien se libraba de lo que tenía o adquiría lo que deseaba, se retiraba dejando el lugar a otro. El resultado natural fue que las restantes mercancías de Barlennan tardaron varios días en cambiar de manos, y los artículos recién adquiridos se transfirieron al techo del tanque.
La mayoría de esas cosas eran tan extrañas para Lackland como lo habían sido los materiales originales, pero dos le llamaron especialmente la atención. Ambas parecían animales vivos, aunque no pudo discernir bien los detalles a causa de su reducido tamaño. Se diría que estaban domesticados, ya que permanecían agazapados al lado de los marineros que los habían adquirido, sin manifestar deseos de alejarse. Lackland sospechó —correctamente— que los marineros esperaban adiestrar a aquellas criaturas para hacerles probar alimentos vegetales dudosos.
—¿Habéis terminado con vuestros trueques? —preguntó, cuando el último habitante se alejó del tanque.
—No podemos hacer más —replicó Barlennan—. No nos queda nada que trocar. ¿Tienes alguna sugerencia, o deseas continuar el viaje?
—Me gustaría averiguar cómo es el interior de esas casas; pero no podría atravesar las puertas aunque me quitara la escafandra. ¿Alguno de vosotros podría echar un vistazo dentro?
Barlennan titubeó.
—No sé si será prudente. Estas gentes trocaron pacíficamente, pero hay en ellas algo que me inquieta, aunque no logro precisar qué. Quizá sea que regatearon muy poco.
—¿No confías en ellos? ¿Piensas que intentarán recuperar lo que han entregado, ahora que no tenéis mas mercancías?
—No diría exactamente eso. Como he dicho, no tengo razones precisas para recelar. He aquí mi sugerencia: regresemos con el tanque al linde del valle y enganchémoslo al barco, para que todo quede preparado; si entretanto no hemos tenido problemas con estos seres, regresaré a echar ese vistazo. ¿Vale?
Ni Barlennan ni Lackland habían prestado atención a loa nativos durante esta conversación; sin embargo, por primera vez los habitantes no compartían esta indiferencia.
Los gigantes más próximos observaban con manifiesta curiosidad la cajita de donde salía la voz de Lackland. A medida que continuaba la charla, se acercaban más seres a escuchar; el espectáculo de alguien que hablara con una caja demasiado pequeña para contener una criatura inteligente parecía romper la muralla de reserva que ni siquiera el tanque había podido vencer. En cuanto Lackland manifestó su acuerdo con la sugerencia de Barlennan, y la aprobación resonó en el pequeño altavoz, varios de los curiosos entraron deprisa en sus hogares y salieron de inmediato con más objetos. Los presentaron con ademanes que los marineros ahora comprendían muy bien. Los gigantes querían la radio, y estaban dispuestos a pagar generosamente por ella.
La negativa de Barlennan pareció desconcertarles, cada cual ofreció un precio mas alto que su predecesor. Al fin Barlennan expresó una negativa terminante de la única forma posible; arrojó la radio al techo del tanque, brincó y ordenó a sus hombres que arrojaran los bienes recién adquiridos. Durante varios segundos, los gigantes quedaron totalmente confundidos; luego, como obedeciendo una señal, dieron la vuelta y desaparecieron por las angostas puertas.
Barlennan se sentía más inquieto que nunca, y seguía vigilando tantos portales como sus ojos podían ver; pero el peligro no acechaba en las viviendas. Fue el fornido Hars quien lo vio, pues se había erguido, a imitación de los nativos, para arrojar un bulto de gran tamaño a su capitán. Tras echar una ojeada al canal por donde habían descendido, soltó uno de aquellos estridentes ronquidos que nunca dejaban de asombrar —y alarmar— a Lackland. El grito fue seguido de una perorata ininteligible para el terrícola; pero Barlennan comprendió, se volvió y dijo algo en inglés para comunicarle lo esencial.
—¡Charles! ¡Mira cuesta arriba! ¡Muévete!
Lackland miró en la dirección indicada, y al instante comprendió la razón de la extraña configuración de la ciudad. Una de las rocas gigantescas, del tamaño de la mitad del tanque, había abandonado su posición en el borde del valle y rodaba por la ancha boca del canal por donde había descendido el tanque; las paredes en suave declive la guiaban por el sendero que había seguido el vehículo. Estaba a un kilómetro de distancia y a gran altura; pero su velocidad aumentaba a cada instante a medida que sus toneladas de masa seguían el tirón de una gravedad tres veces mayor que la terrestre.
L
a velocidad a la que puede moverse un ser de carne y hueso es limitada, pero Lackland batía récords. No se detuvo para resolver las ecuaciones diferenciales que le indicarían el momento de llegada de la roca; dio potencia a los motores, hizo virar el tanque noventa grados en una maniobra que amenazó con arrancar una de las bandas de tracción y salió de la boca del canal por donde bajaba el enorme proyectil. Sólo entonces pudo apreciar cabalmente la arquitectura de la ciudad. Los canales no descendían directamente al espacio abierto, como él había supuesto, sino que estaban dispuestos para que al menos dos de ellos pudieran guiar una roca por cualquier tramo de la plaza. La acción de Lackland bastó para eludir la primera; pero, al parecer, eso estaba previsto, pues más rocas empezaban a descender hacia él. Miró en torno, buscando en vano una posición por donde no pasara ninguno de aquellos tremendos proyectiles; luego metió el morro del tanque en uno de los canales y avanzó cuesta arriba. También por allí descendía una roca, una que a Barlennan le pareció la mayor de todas, y que crecía a cada segundo. El mesklinita se preparó para saltar, preguntándose si el Volador habría perdido el seso; luego un rugido que superaba todo lo que su aparato vocal pudiera producir estalló a su lado. Si su sistema nervioso hubiera reaccionado como el de la mayoría de los animales terrícolas, habría aterrizado en mitad de la cuesta. La reacción de sobresalto de su raza, en cambio, consistía en quedarse petrificado, de modo que, durante unos segundos, se habría necesitado maquinaria pesada para arrancarlo del techo del tanque. A cuatrocientos metros, cincuenta por delante de la roca, un tranco del canal estalló en llamas y polvo. Los percutores de los proyectiles de Lackland eran tan sensibles que reaccionaban al menor roce. Un instante después, la roca entró en la nube de polvo y el cañón rugió de nuevo, pulverizándola.
Había otros pedrejones preparados para rodar por ese canal, pero no bajaron, al parecer los gigantes eran capaces de analizar una nueva situación con bastante celeridad y comprendieron que por ese método no destruirían el tanque. Lackland no tenía manera de saber que otra cosa harían, pero un ataque personal directo era lo más posible. Sin duda treparían al techo del tanque con tanta facilidad como Barlennan para recobrar todo lo que habían vendido y adueñarse la radio; no obstante, ignoraba como podrían detenerlos los marineros. Se lo comentó a Barlennan.
—Pueden intentarlo, en efecto —fue la respuesta—. Sin embargo, si intentan subir podemos tumbarlos; si saltan, tenemos garrotes, y no creo que puedan eludir un garrotazo mientras surcan el aire.
—Pero ¿cómo podrás detener un ataque desde varias direcciones simultáneas?
—No estoy solo. —Una vez más, el gesto de las pinzas, el equivalente mesklinita de una sonrisa.
Lackland sólo podía ver el techo del tanque asomando la cabeza por una diminuta cúpula transparente, y le resultaba imposible hacer tal cosa con el casco de la escafandra puesto. En consecuencia, no vio como reaccionaban los marineros que lo habían acompañado hasta la ciudad ante aquella imprevista «batalla».
Los desdichados tuvieron que afrontar una situación tan difícil como la del capitán cuando se encontró por primera vez en el techo del tanque. Vieron objetos —objetos pesados— cayendo sobre ellos, mientras se encontraban en una zona rodeada por paredes verticales. El ascenso era impensable, aunque los pies de succión que funcionaban tan bien en los huracanes de Mesklin habrían sido igualmente aptos para esta tarea; saltar, como habían visto hacer a su capitán varias veces, era igualmente malo, o quizá peor. Aun así, no era físicamente imposible; y cuando falla la mente, el cuerpo se hace cargo. Todos los marineros saltaron, menos dos; una de las dos excepciones trepó —con rapidez y destreza— por la pared de una «casa». El otro era Hars, que había sido el primero en avistar el peligro. Quizá su mayor fuerza física le impedía ser presa del pánico, o tal vez su temor a las alturas era mayor al normal. De cualquier forma, se encontraba aún en el suelo cuando una piedra redonda del tamaño de una pelota cayó donde él estaba. En la práctica, era exactamente similar a golpear un volumen similar de goma viva; el «caparazón» protector de los mesklintas era de un material química y físicamente análogo a la quitina de los insectos terrícolas, y poseía una dureza y una elasticidad acorde con las características de la vida en Mesklin. La piedra saltó ocho metros en el aire, en la pared que normalmente la habría detenido, golpeó un ángulo de la pared del canal situada al otro extremo, botó de nuevo, y repiqueteó de pared en pared por el nuevo canal, perdiendo ímpetu. Cuando regresó, sin fuerzas, al espacio abierto, la acción principal había terminado; Hars era el único marinero que quedaba en la plaza. Los demás habían logrado controlar sus frenéticos saltos y, o bien ya se habían encaramado al techo del tanque, colocándose junto al capitán, o bien se apresuraban a llegar allí; incluso el que trepaba por la pared de la casa había recurrido a los brincos.
Hars, a pesar de su increíble resistencia, no pudo aguantar el castigo recibido sin sufrir ningún daño. No le faltaba el aliento, pues no tenía pulmones, pero estaba raspado, magullado y aturdido por el impacto. Tardó un minuto en controlar sus movimientos y realizar un intento coordinado para seguir al tanque. Ni Lackland, ni Barlennan, ni el propio Hars, pudieron explicarse por qué no lo atacaron durante ese minuto. El terrícola sospechó que el hecho de que Hars pudiera moverse después de semejante golpe había intimidado a los habitantes de la ciudad; Barlennan, con una idea más precisa de la fisiología mesklinita, pensaba que estaban más interesados en robar que en matar, y que no veían ninguna ventaja en atacar al marinero solitario. Sea como fuere, Hars logró reunirse con la tripulación.
Con todos los pasajeros a bordo, algunos de ellos tan apiñados en el borde del techo que tuvieron que reforzar su recién hallada indiferencia a la altura, Lackland avanzó cuesta arriba. Había advertido a los marineros que permanecieran apartados del cañón, y mantenía el arma apuntada hacia delante; pero, ni se percibían más movimientos en el risco, ni cayeron más rocas. Al parecer, los nativos que las habían arrojado se habían retirado a los túneles que, evidentemente, conducían hacia arriba desde la ciudad. Ello no garantizaba que no salieran de nuevo, por lo que todos los que iban en el tanque permanecían alerta.
El canal por donde trepaban no era el mismo por donde habían bajado, así que no conducía directamente hacia el trineo; no obstante, el Bree se hizo visible poco antes de llegar a la cima, a causa de la altura del tanque. Los tripulantes que se habían quedado a bordo seguían allí, mirando hacia la ciudad con manifiesta angustia. Dondragmer masculló algo acerca de la necedad de no mantener una vigilancia estricta, y Barlennan lo repitió en inglés. Sin embargo, esa preocupación resultó vana; el tanque llegó hasta el trineo, viró y fue enganchado sin más interferencias. Lackland, una vez en camino, decidió que los gigantes habían sobrevalorado la eficacia del cañón; un ataque directo —por ejemplo, desde las bocas de los túneles donde se ocultaban los individuos que hablan arrojado las rocas— habría inutilizado el arma, pues los proyectiles de altos explosivos y de termita no se podían utilizar cerca del Bree o de su tripulación.